Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.El orador ideal, conforme a Cicerón, es aquel en el que confluyen los ríos de la filosofía y la retórica[58]. Alguien así puede erigirse en guía de la sociedad civilizada. Nada más digno que ser capaz de controlar el espíritu del público, atraerse sus simpatías e impulsarlo a voluntad. ¿Qué hay más poderoso y magnífico «que el estado de ánimo del pueblo, los escrúpulos de los jueces o todo el peso del senado pueda cambiar de dirección con el discurso de uno solo»[59]? Quien sabe inflamar las mentes de sus oyentes puede moverles en la dirección que el caso precise. El orador lleva al público a donde le place; influye en su ánimo; le arrastra y arrebata adonde se propone[60]. Por eso –reconoce el Arpinate– esta facultad ha de estar unida a la honradez y a la prudencia: «Pues si les proporcionáramos técnicas oratorias a quienes carecen de estas virtudes, a la postre no los habríamos hecho oradores, sino que les habríamos dado armas a unos locos»[61].
Filosofía y retórica, vinculadas por naturaleza, crecieron unidas por su común campo de actuación, de suerte que sabios y elocuentes venían a ser lo mismo: sofistas. Quintiliano lamentaba cómo tan pronto empezó a ser la lengua una fuente de ganancias, se hizo costumbre el empleo torcido de los bienes de la elocuencia, y aquellos considerados buenos oradores abandonaron el cuidado de su conducta. De ahí que el orador que Aristóteles, Cicerón y él mismo preconizaban, hubiera de ser tan digno que pudiese verdaderamente llamarse sabio[62]. De cara al futuro, la retórica se propuso satisfacer por sí sola todas las necesidades culturales que antes habían estado a cargo de la filosofía[63]. El humanismo haría todo lo posible porque así fuera.
Alcance cultural de la retórica en el Renacimiento
La rhetorica recepta y el descubrimiento de los manuscritos
Durante la Edad Media, las fuentes básicas para la teoría general de la retórica fueron De inventione y Ad Herennium, acaso los escritos latinos más ampliamente usados de todos los tiempos. Ambos principian lo que se ha denominado rhetorica recepta[64] o corpus «autorizado» de oratoria clásica, formado por estas dos obras junto con los discursos de Cicerón y las Institutionis oratoriae de Quintiliano –desde el siglo VI difundidas solamente a través de resúmenes, extractos o copias mutiladas–. La invención retórica y la Retórica a Herenio constituían parte del currículo básico del trívium en las escuelas y academias medievales. Cicerón era entonces conocido casi exclusivamente en su faceta moralizadora (i. e., De officiis); sus escritos retóricos de madurez no fueron glosados ni comentados, mientras que sus discursos recibieron sólo una atención marginal, principalmente a través de antiguos scholia[65]. Todavía menos circularon las fuentes de oratoria griega, salvo la Retórica de Aristóteles –hasta finales del siglo XIV tenida por apéndice de la Poética y leída como un texto de ética y psicología–, y la pseudo-aristotélica Rhetorica ad Alexandrum.
Reducida a cuestiones lingüísticas y enciclopédicas, la retórica clásica pervivió como rama auxiliar de la gramática y materia de aprendizaje en las escuelas monásticas. Simplificada y cristianizada, sufrió una parcelación en campos discursivos muy concretos (ars poeticae, ars dictaminis, ars praedicandi), ramificándose y apenas logrando entidad como objeto unitario de estudio. A partir de los siglos XI-XII, las artes praedicandi, una adaptación práctica de la elocuencia grecolatina a las nuevas necesidades del clero regular, renovaron y reconectaron la retórica con los saberes grecorromanos. Los monasterios dejaron paso a las universidades, donde se valoraba un conocimiento más profundo de la técnica oratoria para defender o atacar tesis con agudos razonamientos dialécticos.
Con los inicios del humanismo resurgió la antigua disputa entre retórica y filosofía. La elocuencia se oponía a la intelectualidad abstracta de la escolástica, a la que se criticaba por no poder comunicar verdades importantes con un efecto persuasivo. A diferencia de ésta, carente de consecuencias útiles, la retórica tenía un efecto determinante en los sucesos, en el comportamiento de la gente, y presuponía un conocimiento global de los asuntos concernientes al hombre en la política y en otros campos de decisión, en la «vida real», tal como griegos y romanos habían observado[66]. Hubo humanistas que, comenzando por Francesco Petrarca, encontraron y debatieron problemas genuinamente filosóficos ligados a su función de retóricos. En un capítulo del De remediis utriusque fortunae (ca. 1360-1366) –su más extenso manifiesto artístico y el de mayor longitud de todo el Trecento– titulado «De la eloquencia», proponía conjugar la filosofía con la retórica: «ninguno puede ser verdadero orador […] sino es varon perfecto: y en siendo esto luego es sabio»[67]. Petrarca admiraba enormemente a Cicerón, a quien consideraba «el gran padre de la elocuencia romana»[68]. Para él personalizaba el ideal del rhetor-filósofo, el pensador y el hombre de acción, el orador eficaz y, por tanto, el «ciudadano eficaz». «Tenía –afirmará en 1350– los corazones de los hombres en sus manos; gobernaba su auditorio como un rey»[69]. El propio estudioso contribuyó a la difusión de las obras de Tulio con su hallazgo del manuscrito del Pro Archia poeta en Lieja (1333) y varias epístolas familiares en Verona (1345).
El (re)descubrimiento de los manuscritos «perdidos» de Cicerón y Quintiliano configura uno de los episodios fundacionales del Renacimiento. Aunque el texto íntegro de la obra quintilianea sólo fue localizado y estudiado en el siglo XV, existen fundadas sospechas de que, a finales de la centuria precedente, en España ya se disponía de una versión completa de las Instituciones en algunos ambientes eruditos[70]. Sea como fuere, la identificación del tratado de Quintiliano por parte del secretario papal Poggio Bracciolini en 1416, en la abadía suiza de San Galo –que siguió a varios discursos ciceronianos encontrados por él un año antes en el monasterio de Cluny–, no pudo producirse en un momento más oportuno. La excitación que le supuso el descubrimiento, de la cual hay testimonios, parece real y no un recurso literario, y dio satisfacción a un interés que arrancaba de Petrarca y Giovanni Boccaccio[71]. A finales del cuatrocientos, Nebrija o Juan del Encina no dudaban ya en apelar a las autorizadas opiniones del viejo paisano de Calahorra, que enseguida se convertirían en la fuente principal de la pedagogía renacentista. Respecto a Cicerón, en 1421 Gherardo Landriani, obispo de Lodi (cerca de Milán), descubrió en el archivo de su catedral un manuscrito con el De oratore –hasta entonces sólo conocido en codices mutili–, el Brutus y el Orator, que fue rápidamente diseminado en copias[72].
Occidente accedió al corpus de la literatura retórica griega sobre todo a través de traducciones. Los humanistas conocieron así no sólo a Hermógenes de Tarso, auténtico pilar de la oratoria bizantina, sino también al Pseudo-Longino, a Dionisio de Halicarnaso y a otros autores menores, y, lo que es más importante, la Retórica de Aristóteles comenzó a ser apreciada y estudiada más como obra de elocuencia que de filosofía moral. La principal aportación de la retórica helenística a la Europa del humanismo fue una preocupación mayor por las cuestiones del estilo. A los anteriores tratados se añadieron los discursos: todos los oradores áticos –especialmente Lisias, Isócrates y Demóstenes– y algunos rétores tardíos, como Dión de Prusa, fueron asimismo traducidos, leídos e imitados[73].
Sólo