Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García

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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro - Juan Luis González García


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y 1700, y de cada uno se hicieron tiradas de entre doscientos cincuenta y mil ejemplares: un vasto y casi inexplorado tesoro de información. En incunables pueden cifrarse más de mil. Si cada copia fue leída por entre uno o varias docenas de lectores (que lo empleasen, por ejemplo, como manual en las escuelas o en la universidad), en la Europa de la Edad Moderna debió haber varios millones de personas con conocimientos reales de retórica. Entre éstos se contaron muchos de reyes, príncipes y nobles; papas, cardenales, obispos, frailes y clérigos ordinarios; profesores y maestros, estudiantes, escribanos, abogados, historiadores, poetas, dramaturgos y artistas[74].

      Retórica y educación en España: el foco precursor complutense

      Hace mucho que la oratoria dejó de ser materia pedagógica corriente en el mundo occidental, pero durante más de dos mil años enseñó a producir literatura culta oral y escrita. El sistema didáctico grecolatino es la causa de que el arte literario descansara sobre la retórica escolar hasta las postrimerías de la Edad Moderna. En el Alto Imperio floreció el estudio teórico de la oratoria. La práctica se adquiría en el foro, lugar de aprendizaje de las leyes y la administración de justicia; llegar a ser abogado era el deseo de todo ciudadano que ansiara el honor. Los maestros que adiestraban en retórica gozaban de gran estima, y lo mejor de la juventud romana frecuentaba sus aulas. Este entusiasmo por el aprendizaje de las artes liberales pasó a los territorios romanizados. Los oradores españoles –Marco Porcio Catón, Lucio Anneo Séneca y Quintiliano– llegaron a formar escuela y su estilo, un tanto enfático, se impuso en la misma Roma.

      El corpus retórico era, además de amplio, muy complejo, pues en cuanto uno comparaba las obras de Aristóteles con las de Cicerón o Quintiliano, o incluso los distintos escritos ciceronianos entre sí, se daba cuenta de que sus enseñanzas resultaban desestructuradas y hasta contradictorias. Por añadidura, el material aparecía disperso en libros de diferente naturaleza. No todo eran Instituciones (i. e., instrucciones fundamentales) como las quintilianeas, sino que también había tratados estilísticos, como el de Hermógenes, o doctrinas sobre la formación del orador –el Orator o el libro XII de Quintiliano–, o textos sobre aspectos concretos del arte, al modo del De inventione. Todo este material, más que de una verdadera revisión crítica, fue objeto de diversos esfuerzos de organización y sistematización en artes metódicas que lo hicieran compatible con la docencia universitaria.


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