Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.perfectamente entre la «verdadera elocuencia», un acto moral de comunicación y persuasión que excedía la simple disposición hermoseada de las palabras, y el retoricismo o la sofistería, una perversión –no una consecuencia– de la retórica, asociada con los fútiles ejercicios oratorios del helenismo tardío, criticados por los pensadores tardomedievales y recuperados por una parte decadente del humanismo[15]. Esta elaboración artificiosa de sutiles conceptos y refinamientos ingeniosos había caracterizado los juegos verbales de tradición escolástica, que no eran sino estratagemas para hacer caer al oponente en una contradicción y de este modo obtener la victoria sobre él. Tal era su objetivo, no la búsqueda de la verdad ni la corrección de errores e injusticias.
La reducción paulatina de las cinco partes de la retórica ciceroniana a sólo una, la elocutio, ha venido considerándose el punto de partida de la progresiva decadencia histórica de la teoría oratoria. Efectivamente, la elocutio es la única pars que nunca ha rebasado las lindes de la retórica[16]; por el contrario, sobre las otras cuatro partes siempre ha habido polémicas acerca de su exclusividad o compartición con otros campos[17]. Así, la inventio y la dispositio han sido consideradas por algunos –Pedro Juan Núñez (1554)[18], Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense (1579), Juan Jacobo de Santiago (1595) o Bartolomé Jiménez Patón (1604)– como patrimonio de la dialéctica[19]; o incluso de la lógica, si atendemos a Elio Antonio de Nebrija (1515)[20] o a Cipriano Suárez (1569)[21]. La escolástica medieval desconectó la memoria de la retórica y la trasladó a la ética. Erasmo de Rotterdam la tenía por necesaria para cualquier actividad humana, y Juan Luis Vives, en la misma línea, juzgaba que era una facultad natural aplicable a todas las ciencias, y no sólo a la retórica[22]. Aunque el Brocense, como Vives, se interesó por la memoria artificial –publicó un opúsculo sobre el tema en 1582[23]–, la omitió en sus tratados de oratoria, y discípulos suyos como Juan de Guzmán (1589)[24] o Jiménez Patón[25] apenas consignaron un pequeño apéndice dedicado a ella en sus retóricas, sin duda por mantener una tradición que, a pesar de todo, se veían incapacitados de eludir[26]. A grandes rasgos, la razón habitual para sacar la memoria de la división pentapartita de Cicerón fue que dependía más de la naturaleza que del arte, según esgrimieron manuales de filiación erasmista como los de Juan Lorenzo Palmireno (1567)[27], fray Luis de Granada (1576)[28] o Martín de Segura (1589).
Como causa principal de dicha identificación de retórica con ornato verbal, con los tropos y figuras, suele apuntarse la notable influencia del filósofo y humanista francés Petrus Ramus (Pierre de la Ramée) en la cultura europea del siglo XVI. Sus Brutinae quaestiones (1547), escritas contra Cicerón, y las Rhetoricae distinctiones (1549), contra Aristóteles y Quintiliano, fusionaron indisolublemente elocutio y retórica[29], en una unión que cristalizaría en época romántica con consecuencias nada halagüeñas para el arte de la elocuencia. Con los años, la herencia ramista redujo la antigua ciencia del discurso a sus técnicas de representación y terminó haciendo de la elocutio una fuente de verbosidad improductiva y superficial. Ni siquiera se libraron de ello, sin llegar a tales extremos de prolijidad, los autores más independientes: a la elocución están dedicados el Epitome troporum et schematum et grammaticorum et rhetorum de Francisco Galés (1553), el Libellus de figuris rhetoricis de Miguel de Saura (1567) o el Tractatus de figuris rhetoricis que Benito Arias Montano dejó manuscrito entre 1585 y 1592 y que hoy se conserva en dos copias en la Real Biblioteca de El Escorial[30]. Todo el De ratione dicendi de Vives se centra en la elocutio[31], y su influencia es manifiesta en el foco valenciano: Pedro Juan Núñez (1554) tenía la elocución como la única parte propia de la retórica[32], y Fadrique Furió Ceriol, en sus Institutionum rhetoricarum libri tres, del mismo año, sólo admitía dos partes en ésta: la elocutio y la dispositio[33]; la inventio y la memoria pertenecían a la lógica, y la pronuntiatio podía ser tan propia del orador como del actor.
Privada de la función rectora que enseñaba la organización del pensamiento y su adecuada argumentación, la retórica se fue fragmentando y especializando obsesivamente en la normativa del lenguaje figurado[34]. En España, este desmantelamiento in fieri se vincula al desarrollo de la oratoria jesuítica y al triunfo del conceptismo, en un proceso reduccionista que culmina en la Agudeza y arte de ingenio (1648) de Baltasar Gracián[35]. La gradual emancipación de la elocutio hará que en el seiscientos el término elocuencia llegue a sustituir al de retórica.
Casi siempre se censura la «decadente oratoria del Barroco» a partir del esperpéntico fray Gerundio de Campazas, que tan mordaz como exageradamente compuso el jesuita José Francisco de Isla a mediados del siglo XVIII. De hecho, mucho de lo escrito sobre la predicación del siglo XVII adolece del error de enfocar los fenómenos a partir de su presunto final (fray Gerundio) y no de su punto de partida (Diego de Estella o Luis de Granada). Hoy sabemos que el estrambótico Gerundio no caricaturizaba a los grandes predicadores cultos de las cortes de Felipe III o Felipe IV (Hortensio Félix Paravicino o Jerónimo de Florencia), sino a contemporáneos del P. Isla, que se basó en sermones de 1734-1754 para asestar un golpe mortal a la retorcida ampulosidad de la oratoria de su tiempo. El novelista no inventó los disparatados sermones de fray Gerundio, sino que puso en su boca un buen número de discursos originales pronunciados por oradores aún vivos, perfectamente reconocibles –algunos incluso eran predicadores regios– para los lectores coetáneos[36]. Esto lo corrobora Benito Jerónimo Feijoo, quien, habiéndose ejercitado en el púlpito, prevenía, de una parte, contra el exceso de academicismo retórico de su época, lánguido y sin fuerza[37], y, de otra, indicaba algunas advertencias sobre los exageradísimos sermones de misiones, preñados de invectivas e incitación al temor de los tormentos del abismo, los cuales más movían a huir de Dios que a buscarlo[38]. Los Borbones también reaccionaron frente a las últimas bizarrías de la elocuencia habsbúrgica de aparato e introdujeron en la Corte la oratoria «jansenista» a la manera de Jacques Bénigne Bossuet y Louis Bourdaloue, predicadores de Luis XIV[39].
La tendencia hacia el purismo se evidencia en la crítica antigongorina decimonónica. El ámbito de la elocución, que siempre había sido el lugar favorito de encuentro de la poética y la retórica, se adelgazó entonces tanto que la técnica oratoria quedó restringida al ornatus, a un inventario de tropos y figuras incluidas como apéndices de los manuales literarios. Paradójicamente, a la elocuencia –supuesto depósito de recursos estéticos– comenzó a adscribírsele el tópico de que su producción carecía de la belleza necesaria para ocupar un puesto en la historia de la literatura.