Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.href="#ulink_70065c1d-8c7a-593d-a967-478c40eb6f40">[81]. En De disciplinis (1531), Vives describía la retórica como la más prominente de las artes, necesaria para todas las ocupaciones de la vida, ya que ninguna actividad humana puede realizarse sin el auxilio verbal. También comentaba la función educativa de la oratoria; gracias a la persuasión que ejerce, los hombres buenos e inteligentes podían alejar a otros de los errores y los delitos, e interesarlos por la virtud.
Si De las disciplinas es un análisis crítico de las causas por las que las artes se hallaban en un estado de decadencia del que habían de salir, De ratione dicendi intenta exponer la parte «constructiva» complementaria, con la recomendación de la lectura de Cicerón, Quintiliano, Hermógenes, Demetrio y Dionisio de Halicarnaso. Obsérvese que nada se dice a favor de los manuales de Herrera y de Nebrija, que habían quedado caducos por basarse poco en la práctica real de la elocuencia. En el futuro, el modelo de rétor humanista sería el erasmiano, encarnado por Furió o el Brocense[82]. Para el primero, la universalidad de la retórica no quería decir que ésta englobara las demás artes, sino que ellas dependían de la retórica en cuanto que debían comprenderse, explicarse y organizarse dentro de un discurso[83]. Sánchez de las Brozas se sumará a estas ideas expresando su profunda fe en el poder de la palabra, culminación de los studia humanitatis[84].
En época de Carlos V, el castellano se vio favorecido por circunstancias históricas, culturales y económicas irrepetibles. Unido a la literatura, fue propulsado hasta convertirse no sólo en la lengua de los cortesanos y los ingenios, sino en idioma vehicular de Europa. A mediados del quinientos comenzaron a aparecer en distintos países las primeras retóricas en vulgar, aunque perduró y predominó la costumbre de abordar la elocuencia en latín. La Rhetorica en lengua castellana (1541) del jerónimo fray Miguel de Salinas, de nuevo impresa en Alcalá, supuso el tercer tratado de oratoria renacentista publicado en España, y el primero en hacerlo en romance. El salto cualitativo que significó poder leer una retórica en español manifiesta un reconocimiento implícito del castellano como instrumento cultural –para una materia, además, que hasta entonces había pertenecido en exclusiva al latín[85]– y un signo de madurez de la lengua vernácula, la cual iniciaría una tradición fecunda de preceptivas castellanas, tales como las del agustino Rodrigo Espinosa de Santayana (1578) o las de Juan de Guzmán, Jiménez Patón y Baltasar de Céspedes, esta última de 1607, que quedó manuscrita[86].
José de Sigüenza, cronista de la orden jerónima, apunta que Salinas profesó en el monasterio zaragozano de Santa Engracia[87]. Allí coincidieron entonces dos estilos de predicar bien opuestos: el del erudito prior fray Pedro de la Vega, general de los jerónimos y notable traductor de Tito Livio, y el más deliberadamente simplista de fray Juan Regla, predicador y confesor de Carlos V. Fray Miguel se inscribirá en esta segunda tendencia, que cultivaba una expresión llana y elegante, presidida por el buen gusto. Concibe la retórica como un medio para aproximar las teorías antiguas y modernas a la práctica diaria en el uso del idioma. Se ajusta, por tanto, al ideal que expresara por aquellos años Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua y también a las teorías erasmianas del estilo. La faceta práctica más importante de la retórica en el Siglo de Oro fue la predicación, y a ella vinculó su Rhetorica nuestro fraile. Partiendo de la aplicación de la oratoria al campo judicial[88], se refiere enseguida, por vía de ejemplos, a las letras sagradas, para extenderse luego a toda la oralidad cotidiana. Fiel a su temperamento y formación, Salinas recoge la herencia erasmista de enseñar sin dar reglas fıjas y apelando a los factores que han de condicionar la praxis. Los préstamos de Cicerón, como primer gran maestro de la retórica, son confesados reiteradamente; con mucha frecuencia traduce y adapta a Quintiliano, a los padres de la Iglesia y a Erasmo; añade, por último, ciertas referencias a Hermógenes –vía Jorge de Trebisonda– y no pocas a Nebrija[89].
En 1548 se editó la Ratione dicendi de Alfonso García Matamoros, la cuarta retórica de autor hispano que alumbró la imprenta complutense y la última que comentaremos en esta introducción a la didáctica de la oratoria en el Renacimiento español, pues antecede a la multiplicación exponencial de preceptivas que se produjo en la Península al mediar el siglo XVI. Matamoros, formado en Sevilla y Valencia, en 1542 obtuvo la cátedra de retórica en Alcalá, sucediendo a los profesores Juan Ramírez de Toledo, Juan Fernando Hispalense y Juan Petreyo[90], y preparando el camino a Alfonso de Torres y a Ambrosio de Morales. Hasta su muerte en 1572, se dedicó a la docencia en esta universidad, y en ella publicó todas sus obras[91]. La obra teórica de García Matamoros tiene una gran cohesión y una fuerte unidad. De hecho, se puede considerar como un tratado completo que aborda las tres aproximaciones predilectas de la elocuencia renacentista: un manual genérico (De ratione dicendi), y, en 1570, unas reglas de predicación (De methodo concionandi) más un análisis pormenorizado de la teoría de los estilos (De tribus dicendi generibus), siempre madurados bajo la luz de Cicerón. En cuanto a la práctica académica, sus técnicas pedagógicas eran sumamente innovadoras y participativas. Nada más entrar en clase, declamaba a los alumnos desde la cátedra un texto clásico, animando luego a todos a intervenir. Oída la señal, sin importarles la disputa personal con el profesor, todos se lanzaban al debate. Él se iba moviendo de un lado a otro e interpelaba a los jóvenes, alababa su disposición natural, o su agudeza, o lo ameno de sus palabras. Tan convencido estaba de lo apropiado de su método que se preciaba de obtener con éste, en poco tiempo, poco más o menos que otros Cicerones y Quintilianos[92].
Gracias a la voluntad metódica y didáctica del humanismo, el sistema educativo de la universidad española tomaría un nuevo rumbo a mediados de la centuria. Las reformas tendieron, entre otras medidas, a eliminar lacras tales como los dictata, o dictado de apuntes por parte del profesor, en favor de las lecciones preparadas por cada titular de la materia correspondiente. En este sentido, García Matamoros puede ser considerado un pionero por su singular método de enseñanza, el cual, como él mismo atestigua, le llevó en ocasiones a un éxito tal con los estudiantes que tuvo que «pactar» treguas para que le permitieran preparar algunos de sus libros. El modelo complutense se adaptó, total o parcialmente, a las universidades de Salamanca, Valencia, Barcelona o Zaragoza. Se trataba de conseguir clases menos doctrinarias y más focalizadas en el uso. Las preceptivas permitieron la modernización de las fuentes clásicas, sustituyendo los anacronismos relacionados con el género judicial con abundantes ejemplos cristianizados, según veremos en próximos capítulos, y se concentraron en las tipologías discursivas que con mayor probabilidad se habría de encontrar el alumnado en su futura vida profesional.
La retórica y la crítica de arte humanística
La retórica proporciona la clave para el humanismo, la mentalidad y la civilización del Renacimiento. Una explicación de ese interés por la retórica clásica nos la ofrece la popularidad que adquirieron las obras latinas de Petrarca y Boccaccio. El reconocimiento de los logros estilísticos de estos dos autores y que ellos mismos se enorgullecieran de su deuda hacia los antiguos, estimularían el sentimiento de que, mediante la imitación de la elocuencia romana, era posible alcanzar un estilo literario superior e incluso levantarse a la altura de los veteres. Lo singular del humanismo no fue tanto el descubrimiento de las fuentes latinas sino su reinterpretación. Según los humanistas, eran ellos los que, con su emulación, recuperaron la sabiduría de la Antigüedad, sepultada durante siglos. Se veían como herederos de los antiguos oradores romanos, de Cicerón y Quintiliano y, a imagen de éstos, se comunicaban entre sí con el latín; un latín «neoclásico», por supuesto.
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