Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.escuela francesa ha mantenido una tendencia particular orientada hacia las dos principales vertientes del movere en la retórica visual: el colorido y la gestualidad. Acerca de estos puntos, los estudios interdisciplinares de Lichtenstein sobre la elocuencia del color en Francia e Italia[119], de Schmitt con relación al gesto significante en el Medievo[120] y de Chastel sobre la actio renacentista[121] son referencias ineludibles. Es en el país vecino donde hallamos algunos trabajos de interés alusivos a las conexiones entre arte y retórica, ambos impresos en 1994: un texto de Michel, más bien de iniciación, resumen de aportaciones anteriores que apenas son referenciadas al pie de página[122], y las actas, editadas por Bonfait, de un coloquio dedicado específicamente al tema de «pintura y retórica», donde se contienen importantes ensayos[123]. Por último, destacaremos de Italia las cruciales contribuciones de Ledda (1982-1990) sobre la visualidad de la oratoria sacra española[124], las de Bolzoni (1995) respecto del ars memorativa como pars rhetorica dotada de iconocidad[125], y algunos señalados textos sobre gestualidad retórica de Gentili[126].
Lamentamos constatar que, desde comienzos del siglo XXI, El panorama internacional se halla en lo que podríamos denominar un «impasse científico». Aunque se ha hecho patrimonio común, casi popular, la expresión «retórica de la imagen»[127], el verdadero análisis del fenómeno en una época determinada, empleando las herramientas de la filología y de la historia del arte, apenas se ha acometido. Ha habido meritorias aproximaciones venidas de campos tan dispares como la musicología[128] y la teoría de la arquitectura[129], que no pasan de ser síntesis, más o menos apresuradas y sazonadas con nuevos ejemplos musicales y arquitectónicos, de terrenos ya muy hollados referidos a autores «híper-retóricos» (Alberti, Castiglione, Vasari, Lomazzo, Junius, Poussin)[130]. En general, se continúa orbitando en torno a elementos que señalamos al comienzo de nuestro capítulo segundo y a una parte muy pequeña de lo que concedemos a la pronuntiatio en los capítulos tercero y cuarto. Es decir, lo más obviamente retórico de la pintura: los componentes textuales tomados sin apenas modificación de los tratados de oratoria grecorromana y acomodados a la teoría pictórica, y todo aquello conexo con la expresión gestual codificada del rétor.
Tradicionalmente, los estudios españoles de retórica solían lamentarse del descuido y, en bastantes casos, del desinterés algo menos que absoluto de que venía adoleciendo dicho campo de investigación. Dentro de los análisis interartísticos, podemos afirmar que, aún en nuestros días, las relaciones entre pintura y oratoria apenas han abandonado su condición marginal. A esta enraizada falta de interés por la oratoria española del Siglo de Oro como género de valor estético contribuyó uno de los responsables de su redescubrimiento en el ámbito académico mundial: el eminente hispanista norteamericano Ticknor. Fue el primero que demarcó positivamente y en su integridad una Historia de la literatura española en 1849, y a quien, además, se debe el término mismo de «Siglo de Oro» para denotar la creación literaria española comprendida entre 1492 y 1665. La versión castellana, traducida y adicionada con notas críticas por Gayangos y Vedia entre 1851-1857, difundió en tierras peninsulares muchos de sus escrúpulos, y no pocos errores. Sin duda llevado por ideas preconcebidas, y despreciando la lectura misma de los originales, Ticknor despachó la retórica española con la cita exigua a Luis de León y Luis de Granada, sin dar remota noticia de nadie más, aseverando que en España la religión ha sido siempre un oscuro «conjunto de misterios, formas y penitencias, de manera que rara vez, y nunca con gran éxito, se han empleado aquellos medios de mover el entendimiento y el corazón que se usaron en Francia o Inglaterra»[131].
Entre 1876 y 1883, mientras investigaba en los fondos bibliográficos pertinentes para escribir la Historia de los heterodoxos, Menéndez y Pelayo trazó el plan de la Historia de las ideas estéticas, que publicó entre 1883 y 1891. Según el plan originario, habría de tratar de la historia de la poética y de la retórica en España[132]. Cuando trabajaba en ella, el polígrafo aprovechó la información recogida en bibliotecas extranjeras y escribió una historia de las ideas estéticas en Europa. Así, pudo situar a España entre las naciones más cultas del continente, al mostrar lo esencial de la historia común en las concepciones artísticas y al comparar literatura y estética en los dos ámbitos, hispano y paneuropeo. Un siglo más tarde, la percepción que de la retórica española se tenía fuera de nuestras fronteras seguiría ofreciendo una impresión más bien desalentadora, esta vez no por prejuicios decimonónicos, sino por pura falta de accesibilidad a las obras originales. En 1983, Murphy insinuaba la dificultad de acceder al listado de obras –ni mucho menos completo– citado por Menéndez y Pelayo, cuyos ejemplares no veía en bibliotecas de Europa o Estados Unidos, preguntándose ingenuamente: «¿Se habrán perdido en guerras y revoluciones? Si no es posible localizarlos, ¿podemos estar totalmente seguros de que comprendemos el curso real de la retórica española?»[133]. Evidentemente no, responderían a coro nuestros pioneros en el estudio de la oratoria hispana.
Se ha convertido en tradicional, y en casi obligatorio, comenzar cualquier trabajo general que tenga que ver con la oratoria sagrada del Siglo de Oro con el discurso preliminar que Mir, académico presbítero y exjesuita, utilizó como pórtico a la edición de los sermones de fray Alonso de Cabrera (1906): «La historia de nuestra elocuencia sagrada es el mayor vacío que hay en nuestra literatura. Hay en ésta partes muy desconocidas, pero que han sido en alguna manera estudiadas, de suerte que de ellas se puede formar idea siquiera aproximada. En lo tocante a nuestra elocuencia se puede decir que se ignora todo». Estas palabras las dieron por vigentes, en 1942, Herrero García[134] y, en 1971, Herrero Salgado[135]. Para 1993, Cerdan, citando también las frases sobredichas, seguía teniéndolo por «el capítulo peor tratado de toda la historia de la literatura española, en especial del siglo XVII», y, aunque ya se habían publicado «unas cuantas aportaciones recientes muy valiosas», el panorama quedaba aún «muy pobre»[136].
Si hicieron falta casi noventa años para empezar a superar el estado de abandono del estudio de nuestra elocuencia, hoy podemos declarar su buena salud, la cual ha posibilitado el planteamiento de análisis interdisciplinares. Los textos de preceptiva oratoria sacra y profana no gozaron de la atención espontánea de los filólogos españoles hasta la década de 1970 y, sobre todo, de 1980[137]. Se dilucidaban como una simple copia o regesta de las piezas grecorromanas y se desdeñaba el peso de la retórica medieval; ni siquiera podían leerse (y no digamos comentarse) sin entorpecimiento, por tratarse de obras redactadas en su mayor parte en latín. Ni la filosofía clásica ni la hispánica atendían a esta producción neolatina, aparentemente fuera del alcance de ambas disciplinas. Desde la última década del siglo XX, empero, se ha verificado un pujante afán por la investigación en temas de retórica española del Siglo de Oro. Muchos filólogos clásicos se dedican cada vez más a los textos neolatinos y trabajan junto a especialistas en filología hispánica y teoría de la literatura. Sin sus ediciones críticas, estudios y traducciones castellanas –por las