Sueño contigo, una pala y cloroformo. Patricia Castro

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Sueño contigo, una pala y cloroformo - Patricia Castro


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cara.

      Júlia sacó un pañuelo del bolso.

      —No, no quiero que me lo quites, que así me gusta más.

      —Mira, Alexandra, no pots ser més idiota.

      —Ja ho saps…

      —M’encanta que siguis la meva idiota, pero cari, déjame quitarte eso, por favor.

      —Qué pesada que eres, me lo voy a quedar de recuerdo.

      Se acercó hacia mí y me lo quitó como pudo, con los dedos. Seguíamos allí, en el parque, hablando. En su barrio, cerca de su casa. Era como estar en un sueño. Aún mejor, aquello era real.

      —Vamos a meternos en algún sitio que va a llover.

      —Aquí al costat hi ha una cafeteria, esmorzem si vols.

      —Ya voy por el tercer café del día pero me parece guay.

      Cruzamos la calle y entramos en la primera cafetería que nos encontramos. Nos acercamos a la barra.

      ––Hola. Alexandra tu què vols? Cafè amb llet? Vale, doncs ens poses dos cafès amb llet. En tens de soja? Si? Genial, el meu amb soja. Et queden aquells croissants de xocolata negra de l’altre dia? Bé, posa-me’n un, tu en vols? No? Doncs només un.

      —Te quiero volver a pedir perdón por el mensaje a las tantas del otro día. No sé qué narices me pasó.

      —No hi ha res a explicar.

      —En serio Júlia, no era yo.

      —No eres tu? Doncs a mi em va encantar aquella noia.

      —¿La borracha a las cinco de la mañana diciéndote que te aproveches de ella?

      —Ho vas repetir varies vegades. A més, gairebé no se t’entenia. Tia, anaves molt taja, eh?

      —Muchísimo.

      —Em va agradar tant, em vas posar tan feliç quan ho vaig escoltar.

      —Soy una pringada…

      —Ja m’agradaria ser així de pringada, ets moníssima. Encara segueixo sense saber què coi veus en mi…

      Cogí una servilleta de papel y me puse a romperla en pedacitos. Estaba nerviosa y necesitaba tener las manos ocupadas. Júlia no paraba de mirarme con sus ojazos azules. Aquel día brillaban de una forma especial. Rezumaban miel. O eso quise pensar yo.

      —No sé qué me has hecho. Eres una bruja.

      —Aquí teniu, els cafès. El de soja per tu i el croissant de xocolata.

      —Gràcies.

      Júlia echó el azúcar en el café y empezó a darle vueltas. Yo aproveché para darle un sorbo, tenía la boca seca.

      —Ayer me costó dormirme, tenía tantas ganas de verte.

      —Cuca…

      Empezó a acariciar mi piel y yo hice lo mismo con su brazo. Me sigue estremeciendo recordar la intensidad del momento. Algo tan inocente como acariciar a otra mujer en público resultaba una hazaña para mí, nunca había estado en una situación semejante, ni había hecho nada por el estilo. Éramos amantes confesándonos todo lo que sentíamos, superaba a todas las putas pelis francesas que había visto. Cerré los ojos y traté de inmortalizar el momento para siempre.

      —Me gustaría estar en algún sitio más privado.

      —Eres insaciable.

      —Pero si aún no hemos hecho nada.

      No sé cómo la miré pero mi mirada debió ser muy lasciva porque al ir a dar un sorbo de café, se le cayó un poco encima.

      —Mira com em poses de nerviosa, Alexandra!

      —Me parece genial.

      Sonreí. Creo que pocas veces he sido tan feliz. Ya ves, qué cosas más tontas, solo con tomar un café con la chica que me encantaba.

      —Este finde hacemos una exposición de un pintor de estos colegas de Josep. Vente si quieres y después te invito a unas birras.

      —Val, et dic alguna cosa.

      —Si no tienes planes, no quiero que los cambies por mí, ¿vale?

      —Si puc hi aniré, cuca, no et puc prometre res, però ho intento.

      Al rato salimos de allí, anduvimos durante un rato, en silencio, disfrutando de nuestra presencia. Cuando a Júlia se le hizo tarde me acompañó al metro. Tenía que hacerle la comida a su marido porque quien le calentaba la cama era él, yo tan solo era The other woman, como cantaba Nina Simone; vamos, la otra. Aquel día él no tenía clase por la tarde y llegaba sobre las tres. Eran las dos pasadas, aún teníamos algo de tiempo.

      —Què farem amb tu, joveneta?

      Frunció el ceño. La miré y me encogí de hombros. Hubo un silencio incómodo. No fuimos capaces de llenarlo.

      —Haz conmigo lo que tú quieras.

      —Vull fer tantes coses amb tu…

      —¿Cómo por ejemplo?

      —Pues como por ejemplo…

      Se me acercó más y más. Ahora su nariz rozaba la mía.

      —Dime.

      —Com per exemple això.

      Volvió a clavarme sus ojos, luego bajó la vista y fijó su mirada en mi boca. Aquello era una tortura, quietas las dos, en medio de la calle, chispeando. Ella sosteniendo un paraguas con una mano y con la otra cogiendo la mía, apretándola fuerte. Vi de reojo como un hombre había dejado de leer el periódico y nos miraba. Aquello era mucho mejor que una guerra en no-se-sabe-dónde o el enésimo caso de corrupción. Cuando pensaba que nos íbamos a quedar allí toda la eternidad, pasó. Me besó.

      Aquel mediodía de mayo mi vida cambió para siempre.

      IV

      Su cumpleaños es otro de esos recuerdos que tengo jodidamente nítidos. Eran casi las dos de la tarde y estaba subiendo las escaleras de mi casa con las llaves en la mano. Cuando abrí la puerta mi madre estaba en la cocina, intenté pasar a mi habitación pero me pilló.

      ––¿Cómo estás, Alejandra? Esta mañana te has ido y no me he enterado ¿Te ha ido bien el examen ese que tenías? ¿Bien? Venga, deja la mochila y ven a comer, que siempre te quedas en tu cuarto y te lo comes todo frío.

      Entré en mi habitación, tiré la mochila en la cama y me tumbé boca abajo. Estaba reventada. La noche anterior no había podido pegar ojo pensando en Júlia. Cogí el móvil. Miré si había respondido al último mensaje. Nada, como de costumbre. Todo aquel día fue raro. Antes de ir a comer respondí al mensaje que me había mandado Carlos, mi novio.

      Alexandra

      Te quiero, acabo de llegar a casa. ¿Vas a poder venir esta noche?

      Me fui a echar agua en la cara a ver si me despejaba algo. Entré en la cocina. Le di un beso a mi madre y me senté. La mesa ya estaba puesta y le pregunté si quería agua. En la tele hablaban de Venezuela. Ya empezaban con el mismo puto tema de siempre. Mi padre, también.

      —¿Lo veis? Eso sí que es una dictadura. Para que luego habléis de aquí.

      —A ver, Felipe, que esa gente esté mal no quiere decir que aquí vayan bien las cosas.

      Mi madre sabía como empoderarse.

      —Papa corta el rollo, que no haces gracia.

      Llegó mi hermano y se sentó a mi lado, burlándose de mi padre.

      —A ver, ¿qué te pasa Margaret Thatcher?

      —Cállate, César. En esta casa ya no se puede decir nada desde que os habéis vuelto todos comunistas.

      Joder, qué pesado


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