Género y juventudes. Angélica Aremy Evangelista García
Читать онлайн книгу.de anhelos, crisis y esperanza en los tiempos y en las culturas que se producen. Al rememorarlos, nos situamos históricamente con el espectador, el observador y el lector, y nos permitimos transitar de lo vivencial y anecdótico a la comprensión de la propia vida, sumergiéndonos en el contexto, las problemáticas y otros elementos para la reflexión teórica. Algunas de las obras fílmicas que acá referimos en su momento rompieron con el paradigma dominante y sufrieron por ello la censura social, institucional o individual; otras fueron vistas, confrontadas y resignificadas. Sin el propósito de exponer exhaustivamente la producción fílmica sobre el tema, destacamos aquellas que a mediados del siglo XX en México y finales del mismo siglo en otras latitudes, posibilitaron desacralizar temas y tabús sobre los sujetos juveniles, la familia y la sociedad. Las obras fílmicas citadas ofrecen tramas y escenas que sitúan la manera en que el sujeto confronta los “sermones patriarcales, lecciones de abnegación maternal, ruedas de chismes y hostigamientos que son redes de castigo a quienes se desvían de la norma” (Monsiváis, 1999: 1) ofreciendo una oposición a la estrategia de la industria fílmica de Hollywood que reprodujo el modelo de sociedad que “intimida, deslumbra, internacionaliza” (1999: 8) un conjunto de valores y visiones desde las normas sociales y el deber ser, al intentar establecer y exportar el modelo de sujeto, familia y sociedad hegemónico.
En 1951, Susana —también titulada Carne y demonio—, película mexicana dirigida por el español Luis Buñuel, retrató a una chica recluida durante quince años en un reformatorio y que, tras su salida, recurrió a su juventud y sensualidad para obtener cualquier capricho seduciendo a varones de todas las edades. En 1960, el drama mexicano Quinceañera, de Alfredo B. Crevenna, trató sobre tres amigas adolescentes de distinta extracción social a punto de cumplir quince años. Éste documentó las diferencias de clase social y organización familiar que cada chica vivía en esa etapa, mostrando una cultura juvenil femenina asociada con la bondad y la pasividad. En 1972, El castillo de la pureza, película dirigida por Arturo Ripstein, presentó el caso de una familia mexicana de los años cincuenta, una historia basada en la novela La carcajada del gato, escrita por Luis Spota en 1964. Ripstein representó a la sociedad mexicana patriarcal a través de los roles y los discursos dominantes de un padre hacia su hijo e hijas. La violencia y las relaciones tortuosas fueron los mecanismos para la sujeción de Voluntad y Porvenir, los hijos mayores, quienes mediante la trasgresión, la rebeldía, la sexualidad y la conciencia confrontaron el encierro en el que los mantenían. La tercera hija, una niña llamada Utopía, junto con los espectadores, testificó el cambio que advertía la sociedad mexicana de los cincuenta y que agrietaba el poder adulto y la sumisión juvenil.
Estos tres filmes mexicanos empataron en tiempo y postura con las corrientes de pensamiento sobre jóvenes, siendo el adultocentrismo y la institucionalidad los nutrientes de aquellas binarias imágenes juveniles: normales o integrados frente a desviados o anómicos, observados y documentados por la escuela estructural-funcionalista y la Escuela de Chicago2 que reprodujeron las visiones desde las normas sociales y el deber ser.
En 1976, dos años después de que el Centro de Estudios Culturales Con-temporáneos de la Universidad de Birmingham se fundara, abrió el debate de las “subculturas juveniles”, interpretando sus estilos como rituales, con la obra de Hall y Jefferson, los dos académicos más destacados del centro. Los jóvenes de estos estudios, generalmente de clase obrera —o trabajadora—, fueron estudiados en sus tiempos libres cuando desplegaban prácticas que fueron interpretadas como actos creativos e intencionados para diferenciarse o romper con el status quo. Para los “birgminghamianos”, lo que aquellos grupos juveniles hacían a través de su apariencia eran actos de resistencia frente a los cambios estructurales y culturales organizados por la población adulta. Hall y Jefferson publicaron el libro Resistance through Rituals: Youth Subcultures in Post-War Britain en 1975, una colección de artículos que concluía en que la clase trabajadora se fragmentaba por su especialización y se reproducía generacionalmente. La clase social fue central para entender la condición desventajosa de la juventud obrera. Los estilos de las subculturas juveniles, léase mods, skinheads, punks y rockers, reivindicaban formas de entender el mundo y criticarlo mediante el consumo, la circulación y la producción cultural.3 El paradigma contracultural en Inglaterra observó a los jóvenes de la posguerra desde una perspectiva marxista. Trabajos como Folk Devils and Moral Panics, de Stanley Cohen (1972), y Learning to Labor, de Paul Willis (1977), se convirtieron en estudios clásicos, especialmente este último, en el que el autor expuso cómo los jóvenes de clase obrera terminaban desempeñando los mismos oficios que sus padres a la vez que iban a la escuela. La incisiva crítica de Willis al sistema educativo como aparato del poder hegemónico dejó al descubierto las pocas oportunidades que tenían los jóvenes de clase obrera, una lectura impensada para Parsons (1942) y Coleman (1961), quienes se enfocaron en la cultura colegial y adolescente, que veían como única y totalizante. Willis presentó una cultura escolar contestataria frente a la lógica oficial educativa que no ayudaba a obtener “mejores trabajos” y sí a aceptar la autoridad y la dominación adulta.
McRobbie y Garber (1976) fueron las primeras que cuestionaron la forma sexista en que los estudios de juventud se habían desarrollado y, especialmente criticaron el trabajo de Willis. En su artículo “Girls and Subcultures” las autoras retomaron críticamente la afamada obra de Willis, cuestionando desde la forma aproximativa ‘machista’ en el trabajo de campo hasta sus resultados. McRobbie y Garber concluyeron que ni en los más críticos estudios de juventud se había hablado de las chicas y además se reproducían las diferencias de género con un sesgo androcéntrico y patriarcal. Evidenciaron la lógica masculina que Willis usó en su estudio, tomando extractos del manuscrito que mostraban el modo machista en que los chicos se referían a las chicas, el lenguaje exclusivo-excluyente y poco respetuoso que los chicos utilizaban y, por si fuera poco, señalaron la transferencia de Willis en términos de complicidad y análisis para con sus colaboradores de estudio (los chicos); en resumen, la invisibilización y el maltrato de ellos hacia ellas, Willis pareció reproducirlo. Quedaba claro que los estudios de las subculturas juveniles se enfocaban en la condición de clase y en su subordinada relación con la escuela, la familia y el trabajo, para a partir de ahí demostrar las formas de resistir, pero sin complejizar en términos de las relaciones e identidades de género. De esta forma, se suprimió la presencia femenina. A nivel teórico, la crítica de las autoras se focalizó en el término “subcultura” por sus connotaciones exclusivamente masculinas y sus asociaciones con la violencia y la desviación, leídas desde la sociología criminal. El trabajo de Willis también fue duramente criticado por Joan McFarland y Mike Cole (1988), quienes afirmaron que la etnografía era esencialista y dualista al no relacionar el desempleo y la desviación juvenil con el género y la raza. En su trabajo “An Englishman’s Home is his Castle? A Response to Paul Willis’s Unemployment: the Final Inequality” (1988), McFarland y Cole sostienen que Willis margina y malinterpreta los intereses de las jóvenes, y señalan que su perspectiva es anacrónica y clasista.
McRobbie y Garber (1976) evidenciaron lo poco que se había visto y escrito sobre el rol de las chicas en los grupos subculturales juveniles y que, si aparecían en algunas etnografías, eran descritas desde imágenes estereotipadas, como la pasividad o el atractivo sexual, es decir, desde la visión masculina que las evaluaba, las criticaba o las deseaba. Por ello, propusieron ir más allá del eje resistencia/subalternidad y entrar en los mundos de las muchachas sin estigmatizar sus subjetividades previamente sexuadas. “La participación femenina en las culturas juveniles puede ser entendida si nos separamos del terreno subcultural ‘clásico’ marcado por muchos sociólogos como opuesto y creativo. Las chicas negocian espacios personales y de ocio distintos a los que los chicos habitan” (McRobbie y Garber, 1976: 122, traducción propia). En la presentación de la segunda edición de Resistance through Rituals, Hall y Jefferson dijeron que especialmente McRobbie: “Vio un componente ideológico de la feminidad adolescente vinculado con la importancia de guardar respeto sexual, con sus implicaciones para las chicas que debían evitar tomar o drogarse en exceso” (1975). ¿Qué más estaba en juego? El control de la corporeidad de las chicas, vistas como sujetos/objetos de dominación, circulación, uso y control, muy a tono con lo que Gayle Rubin declaraba en la misma época (1975). Los estudios mismos invisibilizaron