El santo amigo. Teófilo Viñas Román

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El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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todo después de lo que había vivido en aquel decimosexto año de su edad. Ahora, al llegar a aquella ciudad, repite la expresión «amar y ser amado», en la que, como acabamos de ver, condensaba mucho de lo que había sido su vida hasta entonces, manifestando también con ello su pesar por «manchar la límpida vena de la amistad», sentimiento que debió de experimentar ya entonces y no solo cuando lo expresa al escribir las Confesiones.

      De hecho, en aquel deseo de “amar y de ser amado” estaba presente el instinto pasional propio de la pubertad, que lo llevaría, incluso, a unir su vida a la de una joven liberta; unión esta que es interpretada por un experto conocedor de Agustín como «un acto de responsabilidad y de equilibrio, nacido al mismo tiempo del ardor de las pasiones y del sentimiento del honor»[9]. Y es que su «deseo de amar y ser amado» iba mucho más allá de todo aquello, puesto que estaba presente una imperiosa necesidad de sentirse rodeado de amigos que, de hecho, iban a ser numerosos, si bien es verdad que no intimó demasiado con ellos, como nos lo manifiesta a continuación: «Andaba con ellos y me gozaba a veces con su amistad, pero yo siempre detestaba las cosas que hacían»[10].

      Los estudios y, con ellos, la lectura de la obra El Hortensio de Cicerón le hicieron recapacitar sobre lo que estaba siendo su vida, animándole a «amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría donde quiera que se encontrase»[11]. Justamente en aquel momento aparecen unos hombres que se la ofrecen: los Maniqueos. Bastó escuchar este mensaje: «¡Verdad!, ¡Verdad! Y me lo decían muchas veces, aunque jamás se hallaba en ellos»[12]. Su trato afable, al fin, le llevó a ingresar en la secta: «Era la amistad —dice— la que me arrastraba no sé cómo bajo cierta apariencia de bondad, cual lazo sinuoso que daba varias vueltas en torno a mi cuello»[13]. Exigencia de la amistad era convencer ahora a sus amigos de que debían entrar también en la secta por aquello de que «debían estar de acuerdo en las cosas divinas y humanas» y no fueron pocos los que, convencidos por sus palabras, se hicieron también maniqueos.

      Acabado el curso escolar en 374 y, con el curso, los estudios de Retórica, regresó a Tagaste, donde abrió una escuela de Gramática. Su padre había muerto dos años antes, pero allí estaba su madre que lo acogió en su casa, aunque tardó muy poco en comprender lo lejos que estaba de la fe cristiana, tras confesarle él que era maniqueo. También le dijo que en Cartago había dejado a su compañera y al fruto de su unión con ella; esperaba traerlos más tarde. Todo ello terminó por enajenarle el amor de su madre que, con el corazón roto, decidió cerrarle la puerta de su casa. Acudió entonces a su amigo y bienhechor Romaniano, que le abrió las puertas de la suya y en ella recibiría no mucho después también a su compañera y al pequeño Adeodato.

      Sin embargo, el corazón de Mónica no podía permanecer cerrado y no tardó en abrirles su casa con la esperanza de recuperarlos a todos para el Señor. Confiaba ella en aquel sueño en el que se le había revelado que finalmente Agustín vendría a estar en la misma Regla que ella[14]. Pero aún tendrán que transcurrir muchos años hasta que se cumpla dicho sueño. Más adelante volveremos sobre el importantísimo papel que le cupo a aquella mujer extraordinaria en hacer de Agustín un mucho de lo que iba a ser.

      Entre tanto, Agustín se sentía feliz con sus clases y sus alumnos en su ciudad natal y es que había logrado crear un ambiente amigo entre todos ellos, y él mismo gozaba con su amistad. Hubo uno con el que intimó de manera especial; no quiso consignar su nombre, no sabemos por qué (como tampoco lo hizo con otras personas muy queridas para él, como su hermana o su misma compañera y madre de Adeodato). De este amigo carísimo, a quien se le conoce como «el amigo anónimo», nos hablará largamente y con entusiasmo en el libro IV de las Confesiones. Vamos a dejar a Agustín que nos diga lo que fue este joven para él y cómo entendía entonces la amistad:

      En aquellos días adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú (Señor) unes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

      Con todo, era para mí aquella amistad, conocida al calor de estudios semejantes, dulce sobremanera… Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe… Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él… Mas he aquí que Tú (Señor) lo arrebataste de esta vida cuando apenas había gozado yo un año de su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella vida mía[15].

      Las páginas que siguen, en las que lamenta la temprana e inesperada muerte de este «amigo del alma», son de un lirismo sin par en la literatura universal sobre la amistad. Remito al lector a las Confesiones y le invito a leer el pasaje entero. Aquí solamente irán unos breves pasajes que encenderán, sin duda, el ánimo del lector:

      ¡Con qué dolor se entenebreció entonces mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él tormento cruel. Lo buscaban mis ojos por todas partes y no lo encontraban. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no lo tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía, después de una ausencia: he aquí que ya viene… Solo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón[16].

      Y con un vivísimo sentimiento de lo que había sido aquel joven para él —«la mitad de mí mismo»—, se maravillaba y no terminaba de comprender ni aceptar que

      viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo que era otro él. Bien dijo alguien de su amigo que era la mitad de su alma. Porque yo sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo me daba miedo morir, para que no muriese del todo aquel a quien yo había amado tanto[17].

      El hecho de que tanto tiempo después de esta dolorosa experiencia nos diga Agustín que «apenas si se ha suavizado la herida»[18], es una prueba de hasta qué punto esta amistad había penetrado tan hondamente en su vida. No importa que en las Retractaciones juzgue un tanto severamente el pasaje[19]; después de todo, aquella amistad, aunque limpia y noble, carecía de una presencia absolutamente necesaria, para que tal amistad adquiriese una plenitud, como ya lo había reconocido al comienzo del relato: la presencia del Dios-amigo, «puesto que solo existe amistad verdadera (=plena) entre aquellos a quienes aglutina el Señor por la caridad, derramada en el corazón de los amigos por el Espíritu Santo»[20].

      El Agustín convertido terminará expresando estos sentimientos que, ciertamente, se prolongaban, de alguna manera, al describirlos tantos años más tarde:

      4. SEGUNDA ETAPA DE LA JUVENTUD (CARTAGO)

      Se inicia esta etapa con su segunda estancia en Cartago. Roto y maltrecho en lo más profundo del alma por la pérdida de aquel amigo entrañable, decide abandonar su ciudad natal. «Huí de mi patria —dice— porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle; así que me fui de Tagaste a Cartago»[22]. Pero, «no en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma efectos maravillosos»[23]. La importancia que todo ello tuvo hasta su conversión vendrá subrayada oportunamente en su


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