El santo amigo. Teófilo Viñas Román

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El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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de su fama, antes de llegar a Milán. Era, por tato, muy lógica esta primera visita. Se ha apuntado también que probablemente Agustín buscaba orientación en aquellos momentos en los que no sabía a qué atenerse, sobre todo, en el campo religioso. De esta manera sencilla se lo cuenta él al Señor:

      Llegué a Milán y visité al obispo Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo la flor de trigo, la alegría del óleo y la sobria embriaguez de tu vino. A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti, sabiéndolo.

      Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje, por su condición de obispo. Yo comencé a amarlo; al principio, no ciertamente como doctor de la verdad, una verdad que yo no esperaba hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo…[45].

      Y estos fueron los motivos iniciales que le llevaron, desde el primer momento, a asistir a sus sermones que, aunque eran menos elegantes literariamente que los del maniqueo Fausto, los superaba con mucho en su contenido, «puesto que, mientras este erraba por entre fábulas, Ambrosio enseñaba saludablemente la salud eterna», interpretación esta que hará una vez convertido, porque entonces «no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía». Sin embargo, a pesar de la decepción que había sufrido en su entrevista con Fausto, no acababa de desprenderse de las doctrinas de los maniqueos, aunque reconocía que la doctrina sobre la salvación, predicada por el obispo Ambrosio, lo «acercaba a ella insensiblemente y sin saberlo»[46].

      Si no como amigo, sí como pastor prudente y amable, Ambrosio sabía cómo actuar con un intelectual del nivel de Agustín, de cuyas andanzas se fue enterando paulatinamente a través de quienes lo conocían y, sobre todo, por parte de Mónica, su madre, que había llegado ya a Milán juntamente con su nuera y el pequeño Adeodato.

      Después de la amable recepción que le había dispensado Ambrosio y el interés mostrado por su viaje, le dirá Agustín al Señor: «Yo comencé a sentir por él gran estima; al principio, no ciertamente por considerarlo como doctor de la verdad, que no esperaba encontrar en tu Iglesia, sino por ser un hombre afable conmigo». Y añadirá que, tras esta primera visita, comenzó a asistir a sus sermones, «no con la intención que debía, sino como queriendo ver si su elocuencia estaba a la altura de su fama». Ahora bien, lejos de defraudarle, confesará: «me deleitaba con la suavidad de sus sermones»[47]. Más adelante volverá sobre el tema para confesar:

      Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía —era esta vana preocupación lo único que había quedado en mí, desesperando ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti, (Señor)—, acudían a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que yo despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él, al mismo tiempo, lo que decía de verdadero; mas esto lentamente[48].

      La exégesis bíblica con el método alegórico, aplicado por san Ambrosio al Antiguo Testamento, comenzó a parecerle a Agustín una respuesta cabal a los burdos errores de los maniqueos, «de modo que, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos Libros, comencé a poner freno a aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la Ley y de los Profetas»[49]. El libro V de las Confesiones terminará con estas dos decisiones:

      Determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta… En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto adonde dirigir mis pasos[50].

      Comenzaba, por tanto, a apuntar una triple conquista de Agustín: la espiritualidad de Dios, la espiritualidad del alma y una cierta posibilidad de confianza en la Iglesia Católica, que defendía estos principios. Pero solamente se vislumbraba por entonces la posibilidad de esta conquista, ya que en medio de la confusión al tener que abandonar las doctrinas maniqueas, optó por el escepticismo de los académicos. No obstante, decidió mantenerse en la lista de los catecúmenos. El testimonio de Agustín respecto a san Ambrosio en aquellos momentos es elocuente: «Por él, en aquel intermedio, había venido yo a dar en aquella fluctuante indecisión»[51]. Y esto ya era mucho.

      Era aquella la mejor ocasión en que Agustín bien podría haber expuesto su situación al santo obispo, pero le faltaron ánimos para ello; pensó, además, que le robaría el poco tiempo que le quedaba de sus otras tareas. Ambrosio, por su parte, que debió de darse cuenta de los deseos de Agustín, tampoco habría querido discutir con él. Podemos pensar, sin embargo, que esa actitud suya pudo ser intencionada: como aquel otro obispo al que había acudido Mónica en Cartago, Ambrosio debió de pensar que no sería por la discusión y la refutación de las falsas ideas del joven intelectual la manera de conducirlo a la ortodoxia católica.

      Lo cierto es que Agustín estaba siendo llevado por Ambrosio casi insensiblemente a la verdad por sus sermones, los elogios que dedicaba a Mónica y las breves respuestas que le daba a él de vez en cuando; y, aunque todo ello le hacía sentir una profunda veneración por el santo obispo, sin embargo, se quejará ante el Señor de que a él «no se le daba tiempo para consultar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino solo cuando podía darme una respuesta breve»[52]. Ciertamente que las relaciones entre Ambrosio y Agustín no fueron íntimas, incluso después de la conversión de este; y a ello alude en una de sus obras, como una queja, cuando dice: «Me duele sobremanera el no haber podido manifestarle mi afecto hacia él y mi deseo de la sabiduría»[53].

      Lo cierto es que los numerosos y magníficos elogios que Agustín le tributa en algunas de sus obras, sus sinceras manifestaciones de veneración y afecto, considerándolo como uno de los principales responsables de su conversión[54], nos muestran con claridad lo hondo que había calado en su corazón la figura de aquel pastor ejemplar. Nada menos que 115 veces lo citará en muchas de sus obras. El grato recuerdo, en fin, del santo obispo de Milán, de quien recibirá las aguas bautismales el 24 de abril del año 387, le acompañará toda su vida. Póngasele el nombre que se quiera a lo que Agustín sentía por Ambrosio después de leer este sincero y emocionado pasaje que rezuma amor, gratitud y admiración, dirigido al hereje Julián:

      5.3. Los amigos de Agustín en Milán

      Ya hemos visto que, en medio de aquella decepción a que había llegado en su profesión del maniqueísmo, Agustín optó por un escepticismo filosófico-religioso, opción que no le impedía continuar inscrito entre los catecúmenos y mucho menos continuar escuchando los sermones del obispo Ambrosio; en medio de todo ello, nos dice que comenzó «a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia»[56].

      Confiesa, además, que andaba con mil otras preocupaciones materiales, como eran: el ansia de honores y riquezas junto con el deseo de contraer legítimo matrimonio, puesto que la ley civil le impedía casarse con quien era su compañera y madre de su hijo, impedimento legal para la ley romana; y todo ello le hacía profundamente infeliz. En cierta ocasión, acompañado de algunos de sus amigos repararon en un mendigo que, al parecer, se sentía feliz con su miseria y embriaguez. Aquello los llevó a esta reflexión:

      Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, como eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo


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