El santo amigo. Teófilo Viñas Román

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El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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papel, más que importante, decisivo, en esta recuperación se debió a los numerosos amigos de los que se vio rodeado, desde el primer momento. Entre ellos estaban algunos de los que habían sido discípulos suyos en Tagaste y varios más que, como alumnos o simplemente como amigos, se le juntaron en la misma ciudad de Cartago. Todos ellos formarán un grupo, cuyo retrato nos ha dejado en este inolvidable pasaje amical de las Confesiones:

      Había otras cosas que cautivaban fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír, servirnos mutuamente con placer, leer, juntos, libros bien escritos, bromear unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin animosidad, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales discusiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los que aman y son amados, y se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos se derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas, y de muchas se hacía una sola[24].

      Entre los que conformaron este grupo estaban: Alipio, Nebridio, Eulogio, Honorato y quizás los jóvenes Licencio y Trigecio, todos ellos alumnos suyos; a ellos debieron de añadirse algunos de los que habían sido compañeros y amigos en su primera estancia en Cartago. De todos ellos se sentirá deudor por los más variados motivos y, ahora concretamente por haberle ayudado a salir de su triste situación anímica, tras la muerte del amigo de Tagaste. Téngase en cuenta también que, al continuar profesando las creencias de los maniqueos, podrían haber formado parte del grupo algunos de los miembros de la secta.

      A continuación del perfecto y apasionado retrato de aquel grupo de amigos Agustín nos ofrecerá unas luminosas reflexiones sobre la amistad y los amigos, desde una comprensión cristiana de todo aquello:

      Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que lo ama o no corresponde al que lo amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno y las tinieblas de dolores y el afligirse el corazón, trocada la dulzura en amargura; y de aquí la muerte de los vivos por la pérdida de la vida de los que mueren. Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en Aquel que no puede perderse[25].

      Huelga, por lo mismo, ponderar la gran importancia que tienen estos pasajes en orden a mostrar, no solo la dimensión profundamente amical de Agustín, sino también que, habiendo escrito estas páginas tantos años después de su conversión, aquella amistad continuaba siendo para él, sin duda, un nobilísimo valor humano, al que solamente le había faltado para llegar a ser verdadera (plena) amistad la presencia del Espíritu, por considerarla como un precioso don del mismo Espíritu, pero esta sería una conclusión a la que llegaría más tarde, desde su propia vivencia cristiana.

      En sus clases de Retórica podían aparecer diversos temas de discusión por los que se interesaban también los alumnos. Uno de los temas fue el de la belleza (¿qué es o en qué consiste lo bello?); contaba Agustín por aquellos días con 26 o 27 años. Sus reflexiones y respuestas las había dejado en una pequeña obra, titulada De pulchro et apto (Lo bello y lo perfecto); habría sido interesante conocer sus ideas estéticas, pero la obra se perdió. Al recordarlo en las Confesiones no parece lamentar su pérdida[26].

      Otro de los temas de discusión eran sus creencias maniqueas. La definición ciceroniana de la amistad, que no es otra cosa sino el consenso en todos los asuntos divinos y humanos con benevolencia y amor[27], exigía esa plena sintonía entre los amigos en lo divino y lo humano; esto es lo que explica el empeño de Agustín por conseguir que sus amigos se hiciesen también maniqueos. Y ahí están los siete capítulos del Libro V de las Confesiones, dedicados al tema, para terminar finalmente, tras su entrevista con Fausto, muy decepcionado con aquellas creencias que nunca le habían dejado satisfecho, sobre todo a la hora de resolver el problema del mal moral, cuando ellos lo justificaban con la simple afirmación de que era un Principio divino el responsable, no la persona que lo cometía.

      Demasiado inteligente era Agustín para conformarse con esta solución simplista y con tantas otras cuestiones que necesitaban respuestas más convincentes que las que le estaban dando; sí le prometían que cuando viniese Fausto, verdadero corifeo de la secta, él le iba a responder a todo lo que le preguntase. Llegó, por fin, el tal Fausto y esto es lo que nos dirá sobre aquel encuentro:

      Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre agradable, de grata conversación y que hablaba, más dulcemente que los otros, las mismas cosas que estos decían. Pero ¿qué le suministraba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje[28].

      Me sentaba mal que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera presentarle mis dudas y tratar con él las cuestiones que me preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas y respuestas. Cuando, al fin, lo pude hacer, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle en la ocasión y lugar más a propósito para tales discusiones, presentándole algunas de las objeciones que más me inquietaban[29].

      Vindiciano y Fermín. Abandono de la astrología

      Además del maniqueísmo, profesado con tan poco entusiasmo como acabamos de ver, Agustín se había entusiasmado con las creencias astrológicas, dedicándose, además, a esa práctica con quienes acudían a él en demanda de respuesta sobre el propio destino; ello constituía una fuente rentable de ingresos. Los citados personajes serán, precisamente, los que van a ayudarle en el abandono tanto de la práctica como de las mismas creencias.

      El Procónsul Vindiciano es uno de los amigos más ilustres entre los muchos que Agustín fue haciendo a lo largo de su vida. Su relación amistosa con él había comenzado con motivo de la coronación del entonces joven retórico de Tagaste, como vencedor de un certamen que tuvo lugar en Cartago con motivo de las Fiestas Quinquenales el año 380. Fue el procónsul, precisamente, quien le había entregado la corona de laurel que premiaba su triunfo[31]. Cierto día, en medio de la charla amiga que mantenían con frecuencia, Vindiciano se enteró de que Agustín era aficionado a los libros del los «genetlíacos o astrólogos» y que no solo profesaba aquellas doctrinas, sino que también hacía el horóscopo. Fue este el momento oportuno para reconvenirle:

      Me amonestó —dice— benigna y paternalmente a que dejase todo aquello y que no gastase en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas útiles, añadiendo que él se había aprendido aquella arte, hasta el punto de querer tomarla en los primeros años de su edad como una profesión para ganarse la vida…, pero que al fin había dejado aquellos estudios por los de medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no querer, a fuer de hombre serio, buscar el sustento engañando a los demás. Pero tú —me decía— que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de retórica, sigues este engaño, no por apremios de dinero sino por libre curiosidad. Razón de más para que creas lo que te he dicho, pues cuidé de aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente[32].

      Poco adelantaron por el momento las recomendaciones y los sabios consejos de aquel buen amigo, como tampoco la sorna de uno de sus jóvenes discípulos y gran amigo ya entonces —Nebridio—, «que se burlaba de todo aquel arte de la adivinación»[33]. Sin embargo, más tarde Agustín reconocerá que aquella conversación con Vindiciano junto con las burlas y bromas de Nebridio fueron las que le llevaron a plantearse con seriedad el asunto y a abandonar no mucho después la práctica y las creencias astrológicas. De esta manera se lo confesará al Señor:

      Y esto, Señor, me lo procuró


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