El santo amigo. Teófilo Viñas Román

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El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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luego se iba»[67]. Cierto día criticaba Agustín en una de sus clases los males del circo, al tiempo que entraba Alipio y se sentaba, como de costumbre, entre los demás alumnos. Las palabras del maestro calaron tan hondamente en su corazón, que «tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y, así, lo que hubiera sido para otro motivo de enojo para conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí»[68].

      Agustín había ganado al amigo por antonomasia, al que se referiría muchas veces como el inseparable «hermano de mi corazón». De inmediato la amistad y la admiración por él le llevó a profesar con él la doctrina maniquea, cuyos tortuosos caminos hasta salir de ella correrán conjuntamente. Ya se ha dicho que, por dar gusto a sus padres, más que por gusto personal, hubo de trasladarse a Roma, con el fin de terminar allí sus estudios de jurisprudencia y quizás con la secreta esperanza de que su amigo Agustín le siguiera más tarde. Y, en efecto, no mucho después allí arribaba este, lleno de ambiciones y proyectos.

      Nos dice Agustín que en algunos juicios en que participó Alipio, tanto en Milán como en Roma, «su integridad fue probada, no solo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor…. Pero consultada la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder que se lo consentía… Así era entonces —terminará diciendo Agustín— este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir»[69]. Hay que añadir que todo lo que este escriba sobre Alipio en las Confesiones es respuesta a la petición que le había hecho el obispo Paulino de Nola: que le hiciese llegar una pequeña biografía de él. Agustín se lo había prometido: «Si Dios me ayuda, pronto meteré a nuestro Alipio entero en tu corazón»[70].

      Hecha la presentación de Alipio, Agustín se apresura a registrar la llegada de Nebridio a la Capital del imperio en estos términos:

      Había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y la sabiduría, por la que, lo mismo que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas[71].

      Eran, pues, tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que, por tu misericordia en todas nuestras acciones mundanas, queriendo averiguar la causa por la que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿hasta cuándo estas cosas?[72]

      Todas «estas cosas» sobre las que dialogaban y discutían vienen contenidas en algunas afirmaciones y en numerosos interrogantes: «La vida es miserable y la muerte incierta». «Si esta nos sorprende, ¿en qué estado saldríamos de aquí?». «¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender?». «Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad». «¿Por qué, pues, dudamos en abandonar las esperanzas del siglo y no nos dedicamos exclusivamente a buscar a Dios y la vida feliz?». Pero aquí aparecían las ventajas de las cosas mundanas que «tienen su dulzura y no pequeña», «tengo numerosos y ricos amigos», «podré casarme con una mujer rica»[73].

      Precisamente, estas últimas palabras llevaron a Agustín a recordar una oportunísima intervención de Alipio:

      Alipio me prohibía tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos, juntos, con tranquilidad a vivir en el amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal que causaba admiración… Le llevaba yo la contraria con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios y habían tenido y amado fielmente a sus amigos… Con ello, además, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua dulces lazos en su camino en los que sus pies honestos y libres se enredasen[74].

      La historia de amistad entre Agustín y Alipio tendrá continuación, después de la conversión de ambos, durante su estancia en Casiciaco y, sobre todo, una vez retornados a la patria africana y, muy concretamente, al tratar de la correspondencia epistolar.

      Era hijo de una acomodada familia de Cartago. Debió de conocer a Agustín cuando este cursaba sus estudios en la citada ciudad. Sin embargo, fue al volver a Cartago, tras la muerte del «amigo anónimo», cuando, al abrir cátedra en esta ciudad, el joven se matriculó en sus clases, buscando, ante todo, un guía moral e intelectual[75], sin importarle la profesión maniquea de Agustín. Las muchas coincidencias de temperamento y carácter entre ambos y sus extraordinarias dotes intelectuales e iguales inquietudes fueron el origen de aquella amistad.

      Una amistad que —se recordará— le permitió a Nebridio mofarse de las creencias astrológicas que profesaba su maestro, argumentando inteligentemente contra ellas. Ya se dijo entonces que, gracias a él y a las intervenciones de Vindiciano y Fermín, aquellas creencias se resquebrajaron y acabó abandonándolas poco después. Hay que recordar también que aquella amistad y admiración de Nebridio por Agustín llegó a ser tal que, cuando este se trasladó a Roma, también él,

      abandonada la magnífica finca rústica de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba[76].

      A ejemplo de Agustín, y por causa de él, había aceptado la doctrina maniquea; pero, antes incluso que su maestro, comprendió Nebridio los errores de esta doctrina y procuró convencerlo con sólidos argumentos. Así lo reconoce Agustín en este pasaje:

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