Retórica de la victoria. Giohanny Olave
Читать онлайн книгу.resultaba excesivo para las posibilidades financieras de la economía colombiana, aun con los rubros de las ayudas norteamericanas del Plan Colombia (2000): «La Política de Seguridad Democrática no cumple con las condiciones de sostenibilidad financiera del Gobierno. Un indicador para el gasto de defensa muestra que el gasto público militar está por encima del que la economía podría financiar» (pág. 75).
El gasto en defensa y seguridad fue justificado desde esta política, relacionando economía y militarismo en un círculo virtuoso. Según esa lógica, las tasas de crecimiento suben a medida que aumenta la seguridad en el territorio, especialmente por el aumento del ingreso de capitales extranjeros a partir de la confianza inversionista suscitada por la protección militar contra las guerrillas en los sectores de inversión. En esta medida, Uribe sostuvo que la seguridad era el requisito del desarrollo, de manera que ganar la guerra sería una estrategia en beneficio de la economía del país y de la calidad de vida de sus habitantes. Así, la Política de Seguridad Democrática propuso que el gasto en la guerra generaría a largo plazo un crecimiento sostenible y mejoraría las condiciones macrosociales; no obstante, el análisis de López Fonseca (2011) comprueba lo siguiente:
Que no existe una relación directa y clara del impacto de la política de seguridad sobre la inversión […] [pues] el aumento del GDS [gasto en defensa y seguridad] no es perjudicial, siempre y cuando no supere la tasa de crecimiento del producto del país; sin embargo […], durante todo el periodo estudiado [1990-2006] la tasa de crecimiento del GDS estuvo siempre por encima de la tasa de crecimiento del PIB (pág. 71).
Alineamiento y dependencia de la guerra antiterrorista estadounidense
La Política de Seguridad Democrática profundizó la dependencia militar y económica con Estados Unidos12. Ya desde la década del noventa, durante la época de los carteles de Medellín y Cali, Colombia se venía convirtiendo en el principal receptor de ayuda estadounidense; el Plan Colombia, firmado durante la administración de Pastrana (1998-2002), ratificó la voluntad de las partes de invertir cantidades ingentes de recursos económicos y logísticos contra la producción y la comercialización de narcóticos.
Los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra Estados Unidos resultaron decisivos para el alineamiento gubernamental con la llamada guerra antiterrorista, impulsada para combatir a los grupos armados en el mundo, clasificados como terroristas, y, particularmente en Colombia, contra las guerrillas a quienes se les acusa de lucrarse con la economía del narcotráfico y de representar una amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. Así, la lucha contra el terrorismo se convirtió en una bandera y una forma de política exterior, que guio las relaciones internacionales de Estados Unidos (Chomsky, 2004; Sanahuja, 2005) y que fue definitoria en los debates previos y posteriores al 11 de septiembre, en torno a la aprobación del Plan Colombia (León Vargas, 2005).
Tickner (2007) asegura que «Colombia constituye un ejemplo singular de ‘intervención por invitación’ en América Latina, en donde el mismo Gobierno ha liderado una estrategia de intensa asociación» (pág. 92), que deviene en injerencia y en mayor subordinación a la potencia mundial. Los perjuicios de la intromisión estadounidense tienen que ver con la pérdida de la autonomía nacional en las decisiones soberanas, la vigilancia de ese país a través de radares, satélites y bases militares en territorio colombiano y la internacionalización del conflicto mismo. Esta última ha afectado gravemente las relaciones con aquellos países vecinos que no se alinean a la política estadounidense y que insisten en conformar bloques de poder regional, pese a las identidades y retóricas tan heterogéneas que dificultan estas alianzas (De Arnoux, Bonnin, De Diego y Magnanego, 2012).
Militarización y polarización del entorno social
La Política de Seguridad Democrática representó una apuesta por la terminación del conflicto armado por vías exclusivamente militares, después de la decepción del proceso de paz de El Caguán. El avance de los ocho años de esta política muestra que los ciudadanos aumentaron su confianza en la estrategia bélica del Gobierno: «Mientras que hasta 2007 solo un 18 % de la población pensaba que era posible derrotar a las farc-ep, en 2009 lo pensaba más del 50 %» (Ávila, 2009, pág. 7). Para 2010, año de elecciones presidenciales, la apuesta militarista fue definitiva para el electorado, y la promesa de continuidad de esa visión de la seguridad le permitió a Juan Manuel Santos llegar a la presidencia. Así, el discurso militarista13 logró instalarse en el entorno social y orientar las decisiones públicas.
Pero una vez que ese discurso concentra la dimensión de la seguridad en el combate contra las organizaciones armadas, descuida los factores sociales relacionados con el alzamiento en armas (Granada et al., 2009, pág. 103). En esta medida, el belicismo termina estructurando el orden social y redefiniendo las funciones gubernamentales y la aceptabilidad de sus políticas entre la población civil:
Las medidas militares, además de ser insuficientes para el objetivo de ganar la guerra, habían llevado a crear condiciones propicias para la profundización de la fragmentación y la polarización de la sociedad colombiana, que finalmente terminaron por fortalecer el predominio de las lógicas guerreras en desmedro de las salidas negociadas (CNMH, 2013a, pág. 180).
La polarización social es un efecto de ese orden militarista, con base en la construcción de la figura de la guerrilla como el enemigo absoluto que se debe exterminar (Angarita et al., 2015). El discurso gubernamental durante la Política de Seguridad Democrática promovió esa enemistad en el planteamiento de una guerra total contra una guerrilla degradada; una desubjetivación que extravió las posibilidades de una discusión entre adversarios políticos, y que dividió al país en dos bandos excluyentes, uno a favor y otro en contra de las FARC-EP.
Despolitización y negación del conflicto armado interno
A partir del alineamiento con la guerra antiterrorista, desde finales del periodo presidencial de Pastrana (1998-2002), y que se profundizó en el periodo de Uribe (2002-2010), la Política de Seguridad Democrática presentó a las guerrillas y al conflicto armado interno como terrorismo: «El terrorismo es el principal método que utilizan las organizaciones armadas ilegales para desestabilizar la democracia colombiana» (MinDefensa, 2003, pág. 24). El Gobierno pasó de ver, presentar y tratar a los guerrilleros como revolucionarios a considerarlos como terroristas; la inclusión de las FARC-EP en los listados norteamericanos y europeos de grupos terroristas en el mundo respaldó esa idea. De ahí que se les dejara de reconocer su estatus de beligerancia, que se negara la existencia del conflicto mismo (reemplazándolo por la calificación de amenaza terrorista) y que se privilegiara la solución militar, presionando a los insurgentes para que se sometieran a la justicia gubernamental, o bien para que sufrieran un exterminio violento.
Las relaciones de las FARC-EP con la economía de la droga fueron fundamentales para sostener y validar esa visión de la guerra. Se trató de una despolitización de la lucha armada al resaltar la criminalización de esa guerrilla y la idea de que habían extraviado su norte político y se habían convertido en un cartel de narcotraficantes. Así lo presentó la Presidencia de la República (2003, págs. 26-27), en el documento principal de la Política de Seguridad Democrática:
La implicación cada vez mayor […] en este negocio, que va hoy desde la promoción del cultivo hasta el control de rutas y la comercialización internacional, ha contribuido a la pérdida de disciplina ideológica y, consecuentemente, al uso creciente del terror, mediante el cual amedrentan a la población y, en las regiones de cultivos ilícitos, la someten a un régimen neofeudal de control sobre la producción14.
La despolitización y la negación del conflicto armado interno cerraron la posibilidad de terminarlo a través de medios no violentos o de la rendición de la guerrilla, así mismo justificaron el desangre y la sevicia contra los enemigos absolutos y, además, profundizaron y prolongaron el escenario bélico en el país, con un aumento inusitado de víctimas entre la población civil (CNMH, 2013a).
Continuidades y rupturas de Uribe a Santos
La llegada de Juan Manuel Santos a la presidencia de la República se hizo posible bajo la promesa explícita de la continuidad de las políticas adelantadas por Álvaro Uribe, particularmente las relacionadas con la seguridad pública.