Retórica de la victoria. Giohanny Olave

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Retórica de la victoria - Giohanny Olave


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Magna garantiza los siguientes derechos para los partidos y los movimientos políticos con personería jurídica que se declaren en oposición al Gobierno:

      El acceso a la información y a la documentación oficial, con las restricciones constitucionales y legales; el uso de los medios de comunicación social del Estado o en aquellos que hagan uso del espectro electromagnético de acuerdo con la representación obtenida en las elecciones para Congreso inmediatamente anteriores; la réplica en los mismos medios de comunicación […]. Una ley estatutaria reglamentará íntegramente la materia (art. 112).

      Sin embargo, estos proyectos cargan con una concepción de la oposición política que heredó de la tradición democrática del país cierto reduccionismo y falta de proyección de las minorías partidistas para constituirse en alternativa de poder. Más allá de la serie de derechos que los proyectos de ley buscan reivindicar (acceso a medios de comunicación, financiamiento, garantías, etc.), la oposición no se logra desprender de una visión minoritaria y vulnerable de sí misma. En el caso colombiano, esta dificultad se hace más compleja por las siguientes razones:

      Se combina con el problema del conflicto armado que tiende a hacer considerar la oposición como enemiga del Gobierno y del sistema, y no como contradictoria a un programa. Paralelo a esto, se ha asumido la oposición como sinónimo de izquierda, y, en los casos más extremos, por el contexto colombiano, como subversión y guerrilla. Estos errores han llevado a asumir actitudes en contra de los militantes y simpatizantes de estos partidos, como la persecución, la estigmatización y, en ocasiones, el exterminio de los opositores (Castro, 2013, pág. 46).

      En este punto, el acercamiento entre los discursos de la izquierda legal y de la izquierda ilegal, al reclamar garantías de seguridad para ejercer la oposición, ha resultado contraproducente, e incluso peligroso, para la izquierda legal. Aunque no trataré el problema de ese acercamiento o distanciamiento entre discursos de la izquierda, el análisis que propongo ubica este y otros asuntos ligados a la oposición política en Colombia dentro del espectro de las problemáticas que una visión desde la retórica puede atender. En una visión de conjunto, entonces, inserto este trabajo en un campo de reflexión urgente en Colombia: cómo transformar la asociación entre violencia y desacuerdo. Comprender los hábitos adquiridos en el ejercicio de la oposición contribuirá a aproximarnos lentamente a otros modos de decir y contradecir en la democracia, más allá del esquema de ganadores y perdedores entre contradictores políticos.

      2 Dentro del modelo de una democracia radical, defendido por Mouffe (2012 [2000]) y derivado de la teoría de la hegemonía y de una visión política del discurso, la concepción del enemigo como adversario u oponente legítimo implica el paso del antagonismo al agonismo: «El antagonismo es una lucha entre enemigos, mientras que el agonismo es una lucha entre adversarios […]; desde la perspectiva del pluralismo agonístico, el objetivo de la política democrática es transformar el antagonismo en agonizo. Esto requiere proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a la expresión de las pasiones colectivas en asuntos que, pese a permitir una posibilidad de identificación suficiente, no construyan al oponente como enemigo sino como adversario» (Mouffe, 2012 [2000], págs. 115-116).

      3 «Para Michel Pêcheux, el sentido surge del choque entre formaciones discursivas –que remiten a formaciones ideológicas que, a su vez, dan cuenta de conflictos de clase– en tensión […]. El interdiscurso puede pensarse, entonces, como un campo de discursos en tensión que rodean y determinan una determinada formulación, enunciado o discurso: de allí que la polémica sea siempre una posibilidad en potencia» (Montero, 2016, pág. 10-11).

      4 «Ya sean afirmativos o negativos, la mayoría de los enunciados poseen el efecto de imponer al otro una situación nueva que no depende de él, y en la cual, sin embargo, deberá inscribir su respuesta […]. En esas condiciones, la polémica no es una función segunda del lenguaje, que se vincularía solamente con los contenidos que el lenguaje transmite de por sí; al revés, se funda en la naturaleza misma del enunciado lingüístico, que pone a cada momento a disposición del locutor, bajo la forma de presupuestos, una suerte de red en la que podrá envolver a su adversario. El enfrentamiento de las subjetividades se nos aparece por ello como una ley fundamental del lenguaje, no solamente por razones psicológicas o sociológicas, sino en virtud de una necesidad que se inscribe en el sistema mismo de la lengua» (Ducrot, 1985, pág. 27).

      5 Los trabajos disponibles sobre el tema en ciencia política comparten esa preocupación por determinar la legitimidad o no legitimidad, y sus grados, de cada forma de oposición política. En De Vega (1970), se discrimina entre oposición ideológica y oposición discrepante, según el rechazo o la aceptación de los sistemas legitimadores de poder. Para Dahl (1971), se trata de los tipos de costo-beneficio de gobernabildiad, según la gestión de la contestación pública en las poliarquías. En Sartori (1966), se habla de tres tipos: oposición responsable y constitucional, constitucional pero no responsable y ni responsable ni constitucional; esta última, según el autor, no es oposición política, sino contestación, y está asociada con la violencia. Pasquino (1997) no se propone arribar a clasificaciones, sino reconocer el papel de la oposición en el funcionamiento democrático; no obstante, termina dividiendo como oposición de calidad aquella que se propone institucionalizarse como gobierno-sombra, en contraste con aquella que sucumbe al consociativismo o cooptación por parte del grupo que gobierna. Finalmente, Loaeza (2001) hablará de una oposición leal contra una desleal, según su aceptación o no de las instituciones democráticas.

      6 Este término ha sido motivo de numerosas discusiones en Colombia, desde que apareció en 1987 en el informe de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, titulado Colombia: violencia y democracia. El término puede conducir al equívoco de pensar en una relación determinista entre cultura y violencia en el país, además de singularizarla borrando los numerosos tipos de violencia que el mismo informe reconocía en ese momento. Para Blair (2009), «el debate, a mi modo de ver, mal planteado con la expresión cultura de la violencia, impidió que, durante muchos años, la academia colombiana girara en esta dirección. Hoy, varios antropólogos trabajan en ella entendiendo que la violencia no es ajena al terreno de la cultura, y que hay, pues, múltiples relaciones entre la cultura y la violencia» (pág. 28, nota 74).

      7 En el capítulo mencionado hay coincidencias con los lingüistas marxistas rusos y franceses. Por ejemplo, Fals Borda (1968) liga el cambio semántico con las determinaciones histórico-políticas: «Son muchas las palabras que tienen ese tinte tornasol y que cambian de color según el ángulo del que se miren, especialmente cuando se ven a la luz de las cambiantes circunstancias históricas: violencia, justicia, libertad, utilidad pública, revolución, herejía, subversión. Puede verse que son conceptos arraigados en emociones, que hieren creencias y actitudes y que inducen a tomar un bando definido. Por eso son valores sociales; pero pueden ser también ‘antivalores’, según el lado que se favorezca durante el cisma de la transición. Cada uno de esos conceptos lleva en sí la posibilidad de su contradicción: no se justifican sino en un determinado contexto social. Bien pueden entenderse según la tradición; pero también pueden concebirse y justiciarse con referencia a hitos colocados hacia el futuro, que impliquen un derrotero totalmente distinto a aquel anticipado por la tradición» (pág. 2).

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