Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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solo pudo temblar, vencida por esa marea de sensaciones avasalladoras que la poseían.

      Resoplando aún los dos, salí de ella y tomándola entre mis brazos con suma ternura me aseguré de que era capaz de sostenerse de pie antes de posarla sobre el suelo.

      Nos miramos sonrientes, sofocados y satisfechos. Frank me acarició las mejillas, sus manos ardían. Tenía los ojos brillantes, la cara encendida y estaba más sexy y hermosa que nunca. Se colocó el sujetador a toda prisa cubriéndose los pechos. Yo se los miré con codicia y ella me sonrió mientras intentaba ayudarla con los tirantes del vestido y ella se lo recomponía como podía, aún aturdida por el sensacional orgasmo que acabábamos de disfrutar juntos.

      El espejo del lavabo estaba empañado. Recogí del suelo mi camisa y sus braguitas y me guardé en el bolsillo el inútil consolador, aún mojado por sus fluidos. Frank se puso las bragas e intentó peinar su media melena despeinada. Mientras yo me metía la camisa en los pantalones, me miró con la cara más pícara que he visto en mi vida, como la de un niño que acaba de hacer una trastada y salimos de allí riéndonos, cogidos de la mano.

      —¿Sabes que el aparatito ese es unisex? —me susurró al oído.

      La miré asombrado y ella rio iluminando mi vida una vez más. La besé con suavidad en los labios. Había sido un polvo estupendo, de esos urgentes y peligrosos tan nuestros, pero, aunque aliviados, yo aún quería amarla más, despacio, en otro lugar más cómodo y privado.

      Capítulo 9

      Umbrella

      Mi madre había dejado que Charlotte se quedara en su casa a cambio de que nuestra hija se apuntase a clases de teatro. El curso con uno de los mejores coach de todo Hollywood consistía en clases de interpretación, danza, expresión corporal, música, historia del teatro, literatura y un montón de asignaturas que yo estaba seguro de que a mi hija le parecerían tediosas e innecesarias.

      Tenía las mañanas hasta media tarde ocupadísimas y pronto comenzó a quejarse de su apretada agenda, como aquella mañana, durante el desayuno.

      —Quien algo quiere, algo le cuesta, Charlotte —le dijo su abuela.

      —Sé lo que duro que es. Tienes que desearlo mucho y ser constante y, aun así, puede que no lo logres —dijo Frank.

      —Pero tú siempre has dicho que no lo deseabas lo suficiente —dijo Charlotte con expresión desafiante.

      —Es cierto, deseaba más otras cosas —dijo mirándome a los ojos. Bajé la cabeza sonriendo algo avergonzado mientras me tomaba el café del desayuno—. Y me encanta dirigir la academia, no lo cambiaría por nada.

      —Y lo haces de maravilla —asentí.

      —Pero no sé para qué tengo que estudiar tanto. Lo que necesito es una oportunidad, un papel —rezongó nuestra hija con cara de sueño.

      —Enseñé tu book a varios conocidos y me han ofrecido alguna cosa, pero no he aceptado ninguna —dijo mi madre sirviéndose más café.

      —¿Por qué no? —aulló Charlotte.

      —Charlotte… —la regañé con suavidad, pero serio.

      —La primera opción era un espectáculo para una cadena de series de adolescentes. Pero el problema es que lo produce un pederasta despreciable. La segunda opción era para Disney.

      —¿Para Disney? —dijimos los cinco a la vez.

      —Sí, para otra serie familiar. Ni hablar. Ya sabéis cómo acaban todas las niñas Disney.

      —¿Y la tercera? —preguntó Valerie.

      —La tercera era la menos mala. Ser la «novia» del nuevo Efron.

      —¿Cómo? —pregunté asombrado—. Pero si Charlotte ni es mayor de edad.

      —Eso no les importa en Hollywood. Nunca les ha importado —sonrió mi madre.

      —Pues a mí me parece la peor —dije asqueado.

      —No lo es. El chico es gay y un verdadero encanto, la trataría como a una reina y serían amigos, pero no quiero que mi nieta sea conocida como «la novia de», eso a la larga perjudica a las actrices.

      Frank asintió sonriendo. Korey y Valerie, a los que no debía de interesar mucho lo que estábamos hablando, se levantaron de la mesa para dejar sus platos en el fregadero.

      —A mí también me ofrecieron un trato así una vez, pero no lo acepté —dijo robándome una tostada que acababa de untar con mermelada

      —No me lo habías contado —dije asombrado.

      —No hizo falta. Ni me lo planteé.

      —¿Y por qué no lo hiciste, mamá? —preguntó Charlotte.

      —Lo hace muchísima gente, no les culpo. Hay gente que oculta su identidad sexual para poder conseguir un determinado perfil y, por ende, trabajo. Se trabaja mucho para llegar a ser algo y lamentablemente el ser gay aún hoy en día cierra puertas.

      —Sí, tu madre tiene razón —dijo Charlie. Es muy difícil hacerse un hueco si no sigues el viejo juego de la industria. Los hombres deben ser solteros, heterosexuales y promiscuos. Las mujeres jóvenes, deseables y disponibles si están empezando. Después se las critica por lo mismo que primero se las alababa, por ser demasiado libres y sexys —dijo mi madre.

      —Charlotte, yo estaba con tu padre y no quería fingir o escondernos. Al final tuve que hacerlo por otros motivos, pero esa es otra historia

      —¿Qué historia? —preguntó nuestra hija mayor.

      —Te la contaremos algún día —sonreí mirando de reojo a Frank.

      —Fue hace mucho y no me arrepiento en absoluto.

      Miré a Frank con devoción y me encontré con los ojos de nuestra hija fijos en nosotros.

      —Si te sirve de consuelo, no tienes ningún papel, pero sí una fiesta de presentación coincidiendo con tu cumpleaños.

      —¡Abuela, eres genial! —dijo Charlotte levantándose a abrazar a mi madre.

      —Aquí no puede ser porque está todo patas arriba —pensé en voz alta.

      —¿Y dónde será? —preguntó Charlotte.

      —En casa de Jacob Fisher —dijo mi madre.

      —¿De tu abogado? —pregunté.

      Me acordaba de Jacob Fisher, el abogado experto en divorcios de estrellas de cine que nos había asesorado a Frank y a mí para poder escapar de las garras de la difunta Patricia Van der Veen y de su empeño en separarnos de Charlotte cuando aún era muy pequeña. Recordar a aquella perversa mujer me puso los pelos de punta, como si estuviese invocando a su espíritu condenado para que volviese de entre los muertos a poner patas arriba nuestras vidas una vez más.

      —Nos presta su jardín sin problemas. Es abogado de las estrellas. Tiene una mansión mucho más grande que la mía —dijo mi madre sarcástica.

      La fiesta en casa de Fisher fue el gran acontecimiento del verano en Hollywood. Charlotte fue agasajada por sus dieciséis años con una gran celebración en la que estuvo un famoso DJ europeo, una orquesta, acróbatas del Circo del Sol y hasta fuegos artificiales. Mi madre no reparó en gastos y decidió invitar a los mejores productores musicales del momento.

      Fuimos recibidos por el anfitrión y su recién estrenado marido, al que como buen abogado le había impuesto severas clausulas prematrimonial que Charlie comentó con su ironía habitual.

      Las tres estaban preciosas. Frank, Charlotte y mi madre se habían decantado por sendos vestidos de noche de Elie Saab. Charlotte en corto y con colores fuertes y lentejuelas, mi madre en verde, su color, en un modelo que ella denominó drapeado tipo túnica romana. Frank estaba espectacular con un vestido color azafrán,


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