Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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sus ojos somnolientos recorrían mi rostro. Mis dedos juguetearon con su vello. Abrió sus muslos invitándome y me deslicé en busca de aquella carne cálida y húmeda.

      Me recosté de forma que mi otra mano quedase libre y acaricié el contorno de su rostro con ella. Su respiración se había vuelto más profunda y ansiosa cuando mis dedos resbalaron hasta dentro. Se le escapó un gemido y a mí una sonrisa torcida. Frank buscó mi otra mano con su boca y besó mis dedos. La punta de su lengua rozó cada uno de ellos lentamente. Me estremecí cuando sus labios tomaron mi pulgar para introducirlo en su boca y chuparlo con un sonido de succión, húmedo, el mismo tipo de sonido que mis dedos le estaban provocando más abajo.

      Yo ya estaba jadeante y duro, pero quise esperar un poco más. Era una delicia verla así, ir cayendo solo con mi tacto en aquella bruma de placer que la hacía gemir quedamente. Mis dedos no habían parado de insistir y Frank se retorcía de gusto mientras mi pulgar, mojado por su saliva, recorría el contorno de sus carnosos labios sin cesar.

      —Métete dentro —me imploró ansiosa.

      —Después —le susurré al oído.

      Frank gimió como respuesta y se arqueó buscando más fricción, más contacto de mi piel con la suya. La tela elástica de mis calzoncillos no daba más de sí, pero no quise ir deprisa, necesitaba mirarla antes de disfrutarla. Ni tan siquiera la besé, solo continué acariciándola con suavidad, pero sin cesar.

      Me encanta que se corra primero para poder verla y después que se vuelva a correr conmigo porque ese segundo orgasmo es el más fuerte y la deja totalmente estremecida, casi sin aliento.

      Ya estaba mordiéndose el labio a punto de estallar en uno de sus gloriosos orgasmos dignos de contemplar cuando pegó un grito que no tenía nada de orgásmico y se tapó los pechos con los brazos saltando sobre la cama, mirando hacia la terraza.

      Confuso, hice lo mismo y me encontré con la cara de dos fulanos pegada al cristal de las puertas que daban al ventanal, vestidos con mono de trabajo, contemplándonos con los ojos saliéndoseles de las órbitas.

      Me levanté hecho una furia y me acerqué a la ventana vociferando.

      —¡Fuera, se acabó el espectáculo! ¡Fuera, joder! —grité agitando los brazos con la intención de espantarlos—. ¡Y dejad de mirar a mi mujer!

      A mi espalda escuché la risa de Frank. Me giré y ella miró hacia mi entrepierna, elevó una ceja y se mordió el labio.

      Se acercaba el cumpleaños de Charlotte y el 4 de julio y mi madre decidió que había que ir de tiendas. Yo me negué a acompañarlas y me quedé con Korey y Valerie en la piscina.

      Las tres pasaron la mañana, y parte de la tarde, de compras y al regresar venían cargadas de bolsas y paquetes.

      —¿Lo habéis pasado bien? —pregunté dándole un beso en la mejilla a Frank, mi madre y Charlotte antes de abrazar a los pequeños.

      —Sí, muy bien —dijo Frank con una extraña sonrisa en su precioso rostro al que el sol de Los Ángeles le había repuesto sus graciosas pecas.

      —Hemos estado con una amiga de la abuela en su casa tomando el té, esa que es actriz y tiene dos premios Óscar. Es tan divertida… Tiene una nieta de mi edad y hemos estado escuchado música —dijo Charlotte.

      —Sí, claro. Con su pastillita para la ansiedad y esas dos copas que se ha tomado yo también soy igual de simpática y dicharachera —dijo mi madre.

      Frank rio ante las maliciosas ocurrencias de mi madre. Yo me levanté de la tumbona. Me había animado a tomar un poco el sol para quitarme aquel color macilento que da el ser de Nueva York, y estaba en bañador. Me acababa de dar un chapuzón en la piscina y tenía el cuerpo aún mojado. Pude darme cuenta de cómo Frank me miraba de arriba abajo. No podía disimular que le gustaba lo que veía. Ambos seguíamos en celo por culpa de aquel celibato forzoso. En aquella casa carecíamos de intimidad. Cuando no eran los de la obra eran los arquitectos, las amistades de mi madre o el servicio. El caso era que llevábamos más de dos semanas sin consumar.

      Me acerqué a Frank secándome con la toalla mirándola con ese tipo de mirada que ella enseguida reconocía. Ella posó su mano cálida y suave en mi hombro mojado y juntos entramos a casa.

      —Nos han invitado a cenar mis vecinos, los Salcedo, los que coprodujeron la última serie de los Estudios Kaufmann.

      —¿Esta noche? —dije contrariado.

      Había pensado salir con Frank a dar una vuelta para estar solos. Incluso había barajado la idea de irnos a un hotel a pasar la noche y poder hacer el amor por fin. Pero parecía que no iba a poder ser aquella noche.

      —Sí, es una cena informal en su casa. Está aquí al lado y no creo que se alargue. Son de cenar y acostarse pronto —dijo mi madre mirándome de reojo—. Así conocerán por fin a mis nietos. Quiero presumir de ellos.

      Accedí, no me quedaba otro remedio. Nos arreglamos, aunque de un modo informal, Los niños fueron vestidos con ropa cómoda, Frank con un bonito vestido de punto negro, como de ganchillo, que le quedaba espectacular, y yo con unos simples chinos azul oscuro y una camisa de lino blanca. Mi madre nos echó un vistazo a todos y aprobó nuestra indumentaria.

      —Parece que no tienes muchas ganas de salir —dijo Frank cuando estuvimos un poco apartados del resto.

      —Tenía otros planes para nosotros dos.

      —¿Qué planes? —preguntó con picardía.

      —Salir tú y yo solos… No sé. Va a ser una noche aburrida, me temo.

      —O puede que no —dijo Frank acariciando mi espalda.

      En ese momento no pillé la indirecta. Estaba demasiado ocupado lamentándome de mi falta de sexo como para tener los sentidos atentos a sus señales.

      Estábamos en los postres, o más bien a las copas. La cena informal había terminado conmigo acompañando a Charlotte tocando algunas canciones en el maravilloso piano de cola del salón de los Salcedo. Después, casi todo el mundo había salido al jardín de la casa. Mi madre y la señora Salcedo estaban atentas a alguna cosa que contaba el señor Salcedo. Los niños, incluida Charlotte, jugaban con las cuatro mascotas de la casa, unos perritos de raza Pomerania. Frank se disculpó para ir al lavabo y yo me quedé sentado frente al piano, improvisando alguna nota.

      Al regresar del baño se apoyó en el piano mirando cómo tocaba, en silencio. Levanté la vista de las teclas y la miré. Tenía una expresión extraña, como pícara y misteriosa a la vez.

      —¿Qué haces, nena? —le dije admirando lo bonita que estaba.

      —Quiero que hagas una cosa por mí, chéri.

      —¿El qué, amor? Pídeme lo que quieras —dije dedicándole mi sonrisa torcida más sexy.

      —Toma mi móvil —lo hice extrañado—. ¿Ves la pantalla?

      —Sí, pero…

      —¿Ves ese gráfico en la aplicación? —asentí—. Tienes que hacer que esa línea suba de cero a diez, pero no de golpe, poco a poco —susurró con picardía.

      —¿Es algún juego? —sonreí sin comprender aún.

      —Puede decirse que sí.

      —Vale. Despacio has dicho…

      Hice lo que me había indicado y apliqué la yema del dedo índice sobre la pantalla para hacer que aquella flechita rosa subiese y fuese cambiando de color hacia el rosa intenso y el rojo.

      —¿Así? —pregunté.

      Frank respondió con un leve quejido y la miré extrañado. Estaba mordiéndose el labio.

      —Sigue… Un poco más —jadeó.

      Lo hice, proseguí. Ante mi sorpresa, Frank comenzó a cerrar los ojos y a frotarse los muslos. Pude comprobar cómo se le encendían las mejillas


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