Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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Frank la que contestase mediante una videollamada. Yo estaba demasiado molesto con la actitud de Charlotte para poder hacerlo.

      —Si insiste en no regresar va a perder el curso. Tendrá que repetir porque no podrá presentarse a los exámenes finales —dije más preocupado que enfadado.

      Había fantaseado durante toda su infancia con que ella sería la primera Gallagher que haría una carrera universitaria.

      —Tienes que confiar en ella —dijo Frank de pie, a mi espalda, acariciando mis hombros. Resoplé y giré el cuello, que crujió de un modo alarmante—. Estás tenso y tienes una contractura.

      —Es que me está costando mucho no coger un avión y plantarme en Los Ángeles —dije removiéndome en mi asiento.

      —Lo sé, pero con eso solo empeorarías las cosas. Está bien con Charlie. No la presiones porque hará justo lo que no quieres que haga —dijo besando mi cuello—. Y tú tienes que relajarte, chéri, y no enfadarte.

      —Es fácil decirlo —resoplé—. Siempre nos enfadamos por ellos, por nuestros hijos.

      —Sí, es cierto. ¿Por qué no nos vamos a la casita de la playa este fin de semana? No hemos celebrado mi cumpleaños tú y yo solos, solo con los niños —sonrió con picardía—. Korey y Valerie están en el campamento aún y tú y yo… podríamos… tomar el sol, pasear por la playa, comer langosta y… relajarnos juntos.

      Sus dedos acariciaron mi nuca erizando mi piel. Eché la cabeza hacia atrás y vi sus ojos fijos en los míos.

      —Está bien —suspiré viendo cómo se ensanchaba su preciosa sonrisa y sonreí por inercia. Frank se agachó hasta alcanzar mi boca y besarme emitiendo un dulce ruidito que me hizo volver a sonreír.

      Conduje hasta Los Hamptons decidido a pasar un buen fin de semana, sin remordimientos. Las fotografías que mi madre nos había enviado de Charlotte tomando el sol en la piscina, posando en Malibú para el book de estrella de cine que estaba sufragando su abuela y probándose de todo en Rodeo Drive como en Pretty Woman me confirmó que mi hija no estaba precisamente preocupada como nosotros. Así que cuando Frank regresó de la academia a media tarde tomé la carretera hacia la casita de la playa dispuesto a aguantar la caravana de un viernes saliendo de Nueva York.

      Casi anochecía cuando llegamos a Main Beach, la playa de East Hampton. La casa de verano, un antiguo refugio de pescadores que perteneció a la madre de Frank, se divisaba como un amparo blanco entre las marismas. El restaurado refugio para guardar los aparejos de pesca reconvertido en un coqueto bungaló al estilo de Los Hamptons había estado cerrado los últimos meses y la humedad y el salitre procedente del mar se había apoderado de él. Pensé que necesitaba una mano de pintura.

      Un trueno retumbo lejano cuando abríamos la puerta. La primavera, que estaba a punto de acabar, había sido especialmente fría. Me dispuse a encender la chimenea para templar rápidamente el húmedo ambiente mientras Frank rebuscaba entre los vinilos para elegir la música. Escogió uno de los discos de ópera de su madre, la famosa mezzosoprano francesa y lo puso en el plato para vinilos.

      La salita de estar pronto se caldeó con el fuego y la estupenda voz de la difunta Valentine Mercier, así que, escuchando cómo caían las primeras gotas de la tormenta, decidimos quedarnos en casa y no salir a cenar como teníamos planeado.

      —La langosta va a tener que esperar. Me parece que está a punto de caer un aguacero —dije.

      —¿Tú crees? —dudó Frank.

      Otro rayo iluminó el salón.

      —Ese ha caído muy cerca.

      El siguiente fue el que dejó a todo Main Beach sin luz.

      —¡Vaya por Dios! —exclamó Frank—. Nos hemos quedado sin música.

      —Teníamos que haber puesto paneles solares también aquí —lamenté.

      —Bueno, tenemos la chimenea y velas. Venga, ayúdame a encontrarlas.

      Buscamos todas las velas que pudimos localizar y las encendimos sobre varios candelabros, dentro de vasos y platos. Después utilicé mi móvil para poder escuchar una de nuestras canciones favoritas, Holding On To You del genial Terence Trent D’Arby. La habíamos bailado juntos un montón de veces y también era una de nuestras canciones para hacer el amor.

      Pronto todo el salón se llenó de la calidez que proporcionan las llamas, grandes como las de la chimenea o las pequeñas de las velas. Es un tipo de luz que no puede competir con la luz eléctrica y que cambia tu estado de ánimo. En mi caso me pareció la mejor puesta en escena para aquella noche con Frank.

      Nos sentamos sobre la alfombra, frente a la chimenea. La lluvia golpeaba contra las ventanas y el tejado, pero nosotros estábamos resguardados de las inclemencias de la costa atlántica en nuestro lugar preferido.

      —Se está bien aquí al lado del fuego —suspiró Frank descalzándose y quitándome las deportivas.

      —Mejor que arriba. El dormitorio estará frío —sonreí al verla quitarme los calcetines.

      —No tenía pensado subir —dijo mirándome con picardía.

      —¿No vas a deshacer la maleta?

      —Apenas he traído nada.

      —No me lo creo —reí.

      —Ni tan siquiera un camisón —dijo mordiéndose el labio con picardía.

      —Ah… me parece lo correcto porque… —susurré enredando mis dedos en un mechón de su pelo—. Resulta que yo tampoco he traído pijama, nena.

      Frank rio en el mismo momento en que yo le estaba soltando el primer botón de su blusa. Continué sin que ella dejase de mirarme, intentando aguantarse la risa, hasta que dejé a la vista su ropa interior. Acaricié su piel justo al borde del sujetador de encaje, pasando lentamente las yemas de mis dedos. Frank no dejaba de mirarme con ojos golosos. Ya no hacía frío, pero su piel se erizó y al verlo pasé mi mano por encima de sus pechos, que asomaban llenos y suavísimos de entre las copas del sujetador.

      Frank se quitó la blusa y el sujetador y se quedó en vaqueros delante de mis ojos.

      —Ahora me toca a mí quitarte la ropa —dijo mordiéndose el labio con cara traviesa.

      —Es lo justo —sonreí como un canalla—. ¿Y después?

      —Después tengo pensado hacerte algunas cuantas cosas, pero… si te portas bien y me miras a los ojos y no a las tetas.

      —No puedo, amor —reí haciendo un puchero.

      —Sí que puedes.

      Me reí y negué con la cabeza.

      —Sabes lo que me gusta mirarte las tetas —dije tomándolas entre mis manos y besando cada una de ellas con suavidad.

      —Vale, pues, entonces, para evitar que me las mires, voy a hacer algo.

      E inmediatamente se levantó para coger la maleta y abrirla. Rebuscó, desordenándolo todo, sacó un pañuelo y vino con él hacia mí.

      —Sé lo que quieres hacer con ese pañuelo —sonreí.

      —Anda, calla, Gallagher.

      Frank se puso detrás, me quitó la camisa y apoyó sus cálidos pechos en mi espalda desnuda mientras me ponía el pañuelo, tapando mis ojos y atándolo a la nuca. Al notar sus pezones duros y suaves presionando mi piel no pude evitar gruñir de gusto.

      —¿Ves algo? —preguntó—. Y no mientas.

      —No, nada. Palabra —dije levantando la mano y poniéndola sobre mi pecho, en el lado del corazón.

      Supe que ella estaba sonriendo cuando acarició mis hombros y bajó sus manos por mis clavículas hasta mis pectorales, provocándome un suspiro. Las volvió a subir regalándome un masaje en la nuca.

      —Estás muy tenso,


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