Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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reír. Aquel juego estaba resultando muy divertido. Escuché cómo Frank se movía a mi alrededor colocándose delante, mientras yo continuaba sentado sobre la moqueta. Oí una cremallera y el sonido de una tela resbalando por la piel.

      —Ahora túmbate —susurró.

      Lo hice y se colocó de rodillas sobre mis muslos. Yo aún llevaba puestos los vaqueros. Ella ya se había quitado los pantalones porque noté su piel cálida rozando la mía. Quise comprobar algo más y extendí mi brazo tanteando hasta que mi mano se topó con el suave vello recortado de su sexo. Frank había decidido no depilarse más el vello púbico porque, en sus propias palabras, le parecía una tortura patriarcal absoluta que rayaba la pederastia y solo se lo recortaba. A mí me parecía bien lo que decidiese respecto a aquella delicada parte de su anatomía, no tenía que pedir mi opinión de ninguna manera, era su decisión y su precioso coño. Además, he de confesar que ese lugar tan íntimo es mucho más bonito adornado con un poco de suave pelo color canela. Soy antiguo hasta para eso.

      Mis dedos rozaron el vello sedoso y resbalaron hacia sus pliegues mojados. Frank suspiró y yo intensifiqué las caricias sobre sus labios deslizándolas hasta dentro. Ella gimió y se removió sobre mi cuerpo. Enseguida me di cuenta de lo que pretendía porque noté cómo se colocaba justo encima de mi rostro. Aún con el pañuelo tapándome los ojos pude notar su aroma, su calor y escuchar su respiración agitada. Su piel es tan suave y cálida ahí abajo que nunca puedo resistir las ganas.

      Elevé un poco mi cabeza y mis labios alcanzaron su sexo. Al momento me puse a saborearla. Mi boca chupaba, mi lengua lamía mientras mis manos acariciaban sus nalgas y sus muslos. Frank comenzó a gemir cada vez con más fuerza a medida que la punta de mi lengua alcanzaba el ritmo perfecto sobre su clítoris. Yo no paraba de gruñir sobre su carne tierna y empapada y ella no podía dejar de jadear mientras se balanceaba siguiendo la cadencia de mis labios succionando su delicioso sabor salado.

      Gemí palabras que no pudo escuchar. El zumbido de mi voz contra ella, retumbando en su carne, la volvía tremendamente salvaje. No era importante lo que le decía, tan solo el sonido de su hombre disfrutando de su festín privado, de ella, de su esencia.

      Metí uno de mis dedos entre sus pliegues y lo introduje entero en su interior, muy despacio. Frank gruñó de gusto. Lo saqué rozando y presionándola toda, y continué lamiéndola sin descanso, resoplando, abrumado por el dulce aroma a sexo y por los sonidos que emitía de puro placer. Volví a metérselo y volví a sacarlo, una y otra vez. Ella lloriqueaba muy bajito «sí, sí» mientras mi boca hacía brotar los primeros temblores de sus tiernas y ardientes entrañas. Mis manos presionaban sus nalgas. Las tomé entreabriéndola más y me afané en su clítoris ya duro e hinchado. Con cada nueva pasada de mi lengua conseguía un nuevo gemido maravilloso. Mis dedos mojados por sus fluidos le acariciaban los muslos y las nalgas ya empapadas. Uno de mis dedos recogió todo aquel néctar que brotaba de su interior y resbaló entre sus nalgas para comprobar cómo se abría. Introduje un dedo en cada entrada y justo en aquel momento Frank comenzó a palpitar sin control. Los espasmos y sus poderosos gritos orgásmicos me hacían temblar de placer. No dejé de lamerla mientras se agitaba desesperada sobre mi rostro.

      Yo sabía que llegaba un momento, durante su orgasmo, en que incluso el más leve roce le resultaba casi insoportable de tanto placer que le causaba, así que paré de presionar y solo me dediqué a depositar suaves besos sobre su carne estremecida.

      Poco a poco, Frank dejó de jadear y comenzó a respirar con menos afán. Me quitó el pañuelo y pude contemplar aquella sensualidad salvaje que emanaba de ella. Respiré con fuerza y sentí aquel dulce y antiguo dolor en mi pecho.

      —Creo que este ha sido tu regalo, ¿verdad? —susurró.

      —Exacto. Todo para ti —sonreí acariciando sus muslos temblorosos.

      Yo no era un hombre que hiciese muchos regalos, pero todos mis besos y abrazos eran para ella y Frank lo sabía.

      Se deslizó sobre mi cuerpo con una lujuriosa sonrisa en la cara y me soltó los vaqueros para tirar de ellos y dejarme completamente desnudo, liberándome. Yo estaba durísimo y casi me dolía. Sus dedos me acariciaron haciendo que mi miembro palpitara con fuerza y que se me escapase un quejido de placer. Miró mi erección y se pasó la lengua por los labios justo antes de sonreír.

      —Tu turno, chéri.

      Y se agachó para dedicarse a mí, para concederme el éxtasis con su boca. Mientras, Terence cantaba para nosotros:

      Pero abrazarte a ti, significa dejar de lado el dolor.

      Significa dejar de lado las lágrimas.

      Significa dejar de lado la lluvia.

      Significa dejarse curar las heridas.

      Abrazándote a ti.

      Capítulo 7

      Missing You

      «Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo».

      William Shakespeare.

      Siguió lloviendo toda la noche y nosotros continuábamos desnudos junto al fuego y tirados sobre la alfombra, tapados por una manta. Nos daba pereza movernos y estábamos muy cómodos en aquel estado de dulce y cálida flojera que deja el sexo.

      Frank descansaba apoyando su cabeza sobre mi pecho y jugueteaba con el vello de mi vientre mientras yo dedicaba perezosas caricias a su espalda, sus hombros y su pelo, adormilado y muy satisfecho de la estupenda felación que acababa de hacerme, interrumpida por diversas posturas y penetraciones que le proporcionaron un segundo orgasmo. Sí, es así, ella siempre sale ganando.

      Me estiré sobre la manta que nos tapaba a los dos y sentí pequeñas punzadas de dolor en varios sitios de mi cuerpo, flexioné las rodillas y noté cómo me crujían las articulaciones y la rigidez de la espalda contra el duro suelo de madera. Aun así, me sentía plenamente feliz y, aunque exhausto, emití un leve quejido de placer. Frank me miró.

      —¿Cansado? —sonrió.

      —Sí —susurré acariciándola con ternura—. Los cuarenta y siete pesan. Mi cuerpo ha entrado en decadencia y no estoy tan elástico como antes, me temo.

      —Estás perfectamente, chéri. Tienes suerte. A mí cada vez me cuesta más mantener la talla de los pantalones.

      —Tienes una talla perfecta —dije agarrando su trasero y besándola en los labios.

      —Gracias —sonrió—. Pero a lo que me refiero es que tu cuerpo sigue siendo como siempre. Estás sin un gramo de grasa, sin estrías… Eres hermoso.

      —Tu sí que eres hermosa, amor. —Hice una pausa para contemplarla y le acaricié el vientre mirándola a los ojos—. Para mí eres hermosa porque tu cuerpo ha creado a nuestros hijos, porque lo he visto cambiar, porque… es mi refugio.

      —¿Lo es? —susurró con los ojos brillantes y la voz estremecida.

      Asentí abrazándola con muchísima ternura.

      —Por cierto, tu «tratamiento» es mejor que una sesión de yoga. Eres fantástica —suspiré besando su pelo.

      —¿A que ya estás menos preocupado?

      —Sí, estoy mejor —sonreí.

      —Tienes que tomarte las cosa con más calma, chéri.

      —Ya sabes cómo soy, nena.

      —Sí, pero con esto de Charlotte… Me recuerdas a mi padre, a Geoffrey —dijo con cierta tristeza en la mirada—. No quiero que os enfadéis.

      Recordé al difunto Geoffrey Sargent, al que Frank creyó su padre durante veintiún años y que aun después de saber que no era su hija bilógica la quiso como si lo fuese y le dejó toda su fortuna en herencia.

      —Ahora comprendo mejor a Geoffrey —le dije con ternura.


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