Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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honrosa. Tal vez quisiese entrar en política o tal vez simplemente quería lavar su conciencia, pensé. He de decir que no me parece mal. Hay gente que posee inmensas fortunas que jamás hará nada por nadie.

      El tipo, neoyorquino como nosotros, me prometió una generosa contribución anual. A cambio solo teníamos que cambiar el nombre de la academia, que llevaba el nombre de Charmaine Moore en honor a la madre de Pocket, la mujer negra y madre soltera que de adolescente me había dado de comer tantas veces y había evitado que acabase siendo un delincuente.

      Me negué en rotundo, me despedí educadamente y fui en busca de Frank. Estaba hablando con otro grupo de caballeros y señoras. Me quedé observándola desde lejos. A ratos sonreía y a ratos callaba escuchando con aquella mirada tan inteligente. Estaba preciosa. «Se lo haré en la cama, lento, hasta agotarnos juntos», pensé regocijándome por anticipado.

      De pronto sentí una presencia a mi espalda.

      —Hola, Mark —dijo una voz que me era familiar, una voz de mi pasado.

      Me giré de inmediato y en un primer momento me quedé boquiabierto.

      —Hola, señora Tenembaum.

      —Llámame Daisy, por favor, Mark. Ya nos conocemos. Además, me hace sentir mucho más vieja de lo que soy lo de «señora» —sonrió con coquetería.

      Asentí. La señora Tenembaum había sido muy generosa conmigo en el pasado. La recordaba como una buena mujer de unos treinta y tantos años aburrida e infravalorada por su marido, un tipo gris que no le llegaba ni a la suela del zapato a aquella elegante dama de Manhattan. Ahora tenía casi treinta años más, pero aún conservaba parte de la espectacular belleza que había tenido en su juventud. Ella me había proporcionado trabajo en varias ocasiones, cuando apenas contaba veinte años y yo le había pagado con lo único que tenía por aquel entonces.

      —Me divorcié de Virgil, ¿sabes? Tú tenías razón, era poco para mí. Me volví a casar con John Newman, un amigo de mi exmarido y mío. Él siempre me quiso. Ahora soy la señora Newman y escribo artículos para el New York Times. —Al decirlo su rostro se veía radiante.

      —¡Vaya! Me alegro mucho, Daisy. De verdad —asentí con sinceridad.

      —Tú me animaste a ello, ¿te acuerdas?

      —La verdad es que no.

      Ella me sonrió con cierta melancolía en la mirada.

      —Bueno, al menos me recuerdas. He visto a tu esposa —dijo con una sonrisa pícara—. Es preciosa. Una Sargent, nada menos. Nos ha comentado a John y a mí el programa de estudios artísticos que lleváis a cabo en esa academia de arte de Queens.

      —En realidad, es Frank quien está al mando. Yo estoy muy orgulloso de ella.

      Daisy asintió.

      —Tú también te merecías más. Me ha parecido encantadora. —Entonces me miró fijamente a los ojos—. Fuiste muy amable y sincero conmigo en una época difícil de mi vida. Eras un buen chico. Me trataste muy bien, Mark, y siempre te he recordado con cariño.

      —Yo también, señora…, quiero decir Daisy —sonreí algo azorado—. Frank y yo tenemos tres hijos.

      Con orgullo de padre le enseñé algunas fotos que tenía de Charlotte, Korey y Valerie en el móvil y ella me mostró las fotos de su primer nieto.

      —Son hermosos, Mark —me dijo mirándome con ternura—. Me alegro mucho de haberte visto y de que tengas una familia tan bonita.

      —Yo también me alegro de haberte visto, Daisy —dije estrechándole la mano a modo de despedida.

      En ese momento, Daisy se acercó y me susurró al oído: «Sigues igual de apuesto y encantador que siempre», justo antes de besar mi mejilla con ternura.

      Después se alejó esparciendo aquel perfume de violetas que reconocí en mi memoria. Me quedé mirando cómo desaparecía entre la gente y busqué a Frank con la mirada para, al encontrarla, ir a su encuentro. La anhelaba.

      —¡Oh, Mark! Estás aquí —dijo tomándome del brazo para iniciar las presentaciones.

      Estreché manos y dediqué sonrisas, y enseguida reconocí los ojos de las damas, y de algún caballero, fijos en mi persona. Las risitas tontas y el aleteo de pestañas no tardaron en aparecer.

      Tuve que bailar con varias condesas y la mujer del cónsul antes de poder hacerlo con Frank. Sonaba una canción en italiano que a ella le gustó mucho, Invincibile, de Marco Mengoni. Yo la añadí a nuestra lista de canciones, la que había aumentado considerablemente a lo largo de los años y me preocupé de traducirla del italiano descubriendo una maravillosa letra que hablaba de alguien que se sentía como yo, invencible al estar al lado de ella, de Frank.

      Estaba así, concentrado en mis propios pensamientos cuando escuché su voz:

      —¿En qué piensas que estás tan callado, chéri? —preguntó.

      Pensaba en la suerte que había tenido al conocer a Frank y en que ella me amase.

      —En ti —respondí.

      Capítulo 5

      Quando m’en vò

      La gente ya había tomado suficientes bellinis, un cóctel con vino y zumo de melocotón blanco, como para estar sobradamente borrachos, así que tanto Frank como yo consideramos que no íbamos a sacar nada más de aquellos bolsillos repletos y decidimos hacer mutis.

      Regresamos un tanto decepcionados, sin haber confirmado ninguna posible donación. Todo habían sido buenas palabras, pero poco más.

      En la lancha de vuelta al hotel habíamos charlado de algo intrascendente acerca del colegio de los niños. Ya dentro del hotel, mientras subíamos a la habitación, solo podía fijarme en lo guapa que se veía con su vestido de noche.

      Frank había bebido más de la cuenta y yo, totalmente sobrio, era consciente de cómo el alcohol la hacía estar más liviana y suave. Solo hasta que la tocaba, entonces se volvía salvaje, se abandonaba de tal forma que quedaba por completo en mis manos.

      Aunque estaba cansado y el viaje transoceánico en avión me había puesto de los nervios no tenía entre mis intenciones irme a dormir sin aprovechar aquella principesca cama en Venecia.

      El aire de la noche veneciana que entraba por la ventana era cálido y llegaba cargado de una humedad pegajosa. Había cierto aroma a fango en el ambiente, pero la vista sobre el viejo canal desde aquella suite era soberbia.

      Frank había puesto una de sus listas de ópera que guardaba en el móvil en el equipo de música de la habitación. Era lo más apropiado para aquel escenario. Sonaba Quando m’en vò, de La Bohème. Tuve que reconocer, una vez más, que Puccini era el mejor.

      En todos aquellos años con Frank había aprendido mucho de ópera, y aquella pieza, también llamada «el vals de Musetta», me gustaba mucho. Aquel canto en la voz de la maravillosa Maria Callas transmitía alegría.

      Estaba en la habitación descalzándome junto con Frank. Teníamos los pies doloridos por el baile. En ese momento el teléfono de Frank vibró y lo cogí para dárselo.

      —Tienes un mensaje, nena —dije acercándoselo.

      —Gracias, chéri.

      Me había quitado la chaqueta del esmoquin, la pajarita y había soltado dos botones de mi camisa. Tenía calor.

      —Mark…

      Noté algo raro en su voz y la miré. Ella examinaba la pantalla de su móvil con extrañeza. Al levantar la mirada estaba asombrada.

      —¿Qué, amor?

      —Acaban de donar en la cuenta de la academia —dijo mirándome aturdida.

      —¿Cuánto?

      —Tres millones de dólares


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