Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza


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escuché el incesante ruido de martillos pilones golpeando paredes. La casa Kaufmann, que a mí siempre me recordó a un museo de arte moderno, con sus cristaleras inmensas que la hacían casi transparente y sus líneas rectas y metálicas, estaba patas arriba. Miré a Frank y puse los ojos en blanco. Ella me apretó el brazo y entró conmigo en casa.

      Korey y Valerie estaban encantados de estar en Los Ángeles con su abuela consentidora y aquel sol de justicia de pleno verano californiano. Llevaba meses sin llover y sobre la ciudad sobrevolaba una nube de contaminación de aspecto amarillento que se podía apreciar perfectamente desde la colina donde estaba enclavada la casa de mi madre.

      Allí, en las colinas, nos librábamos de aquella insana atmósfera que debían respirar los angelinos menos afortunados. El césped era regado mediante un novedoso sistema que empleaba la evaporación natural del suelo y la convertía en un rocío suficiente para mantener verde aquel jardín lleno de palmeras, enormes ficus y parterres de cactus y suculentas mezclados con rododendros e hibiscos. No se podía desperdiciar el agua, so pena de recibir severas multas del gobierno, pero todas las piscinas de Hollywood, paradójicamente, estaban llenas. La sequía se había vuelto anual en algunas zonas del país.

      El primer día nos despertó un taladro a primerísima hora de la mañana, que parecía estar en la misma habitación en la que nos encontrábamos. El ala de invitados era la única que permanecía intacta y mi madre nos había alojado allí en un par de habitaciones contiguas, con nuestros hijos al lado, compartiendo un único baño. Ella dormía en la colindante a la nuestra, mientras que Charlotte disfrutaba de la privacidad de la casita de la piscina, que contaba con una pequeña cocina americana para las barbacoas y un sofá cama junto con un baño completo con la única bañera de hidromasaje que estaba disponible en toda la mansión, antaño llena de comodidades.

      Emití un gruñido y Frank se removió a mi lado.

      —Buenos días, chéri —susurró con voz somnolienta.

      —Lo de buenos…

      Ella emitió un ruidito, una risita ahogada y se apretó contra mí.

      —Qué gruñón estás.

      Yo la abracé respondiendo con un gruñido muy diferente al primero posando mi erección matutina contra su sugerente trasero. Estaba besando su cuello cuando escuché la voz de Korey y Valerie que venía de la habitación de al lado con total nitidez. El taladro había despertado a toda la familia.

      —¿La puerta está abierta? —pregunté extrañado.

      —Ah, sí. La dejé abierta anoche porque al estar en una habitación extraña Valerie podía tener una de esas pesadillas y así se iba a sentir más segura.

      —Ni me enteré —dije separándome del cuerpo de Frank, no sin cierta desilusión.

      —Te dormiste a la primera.

      —Pero si está con Korey.

      —Bueno, prefiero no tener que levantarme en medio de la noche.

      —Ya es mayor, ya no tiene pesadillas, amor —dije amagando un segundo intento, acariciando su trasero con codicia.

      —El mes pasado tuvo una. Y me lo ha pedido, no es su casa.

      —Si tú lo dices… —dije estirándome sobre la enorme cama. Al menos era cómoda, pero pensé que no íbamos a poder usarla más que para dormir, visto el panorama.

      Resoplé y me froté la cara. Frank me acarició la incipiente barba que ya asomaba medio canosa y sonrió.

      —Creo que puedo adivinar lo que estás pensando por lo fruncido que tienes el ceño.

      —Estoy seguro —sonreí.

      —Conozco tu mente pervertida, Gallagher.

      —Sé que la conoces, nena.

      —Pues olvídalo de momento porque ni ahora ni en días sucesivos —dijo acariciándome le pecho.

      —Ya —dije lacónico—. Hijos al lado y puerta abierta.

      —Y tu madre durmiendo pared con pared, y tiene un sueño muy ligero.

      Emití un quejido desesperado cuando el taladro volvió a empezar y me tapé la cara con la almohada.

      Capítulo 8

      Time Of The Season

      El celibato obligatorio nunca nos había ido a Frank y a mí. Nos altera los nervios, a ambos. Nos mantiene ansiosos, siempre fue así, desde el principio. Cuando no hacemos el amor con regularidad nos estresamos. Necesitamos manosearnos, olernos, saborearnos, llenar nuestros sentidos con el calor del otro. Yo soy muy «tocón», más que ella, y en cuanto la tengo cerca no puedo evitar posar mis manos en su cuerpo, a veces solo como gesto de ternura o para sentirme mejor automáticamente, no solo por deseo sexual. Su tacto me sosiega. Ella lo sabe. Después de tanto tiempo sabe que me da paz y cuando me nota nervioso solo tiene que tomar mi mano para que me sienta automáticamente en calma.

      Pero en aquella casa llena de gente, con los obreros asomándose a nuestro dormitorio desde el andamio, era imposible. Llevábamos más de dos semanas sin sexo, tan solo con carantoñas y besos urgentes que nos dejaban frustrados.

      Cuando nuestros hijos eran bebés todavía era fácil. Los niños pequeños no suelen despertarse a pesar de que sus padres hagan ruidos extraños y no hacen preguntas incómodas. Además, no les importa la desnudez. Pero a los de nueve y once años hacen muchas preguntas.

      Aquella mañana, apenas despiertos, habíamos bajado la guardia. Hacía un calor extraño, sofocante. Vivir en Los Ángeles se había convertido en los últimos años en un verdadero infierno por culpa de los incendios que se sucedían sin importar la estación. El desierto había avanzado en una década y ya estaba a las puertas de la ciudad. En realidad, ya solo existía una estación: la del asfixiante y ardiente verano. Habíamos dormido con la ventana abierta, pero no con el aire acondicionado puesto porque nos parecía insano, además de un terrible gasto energético que ni el país ni el planeta se podían permitir, y recién amanecidos descansábamos casi desnudos sobre la cama, sin taparnos ni con las sábanas.

      Frank emitió un suspiro que acabó en un débil jadeo. Giré mi rostro hacia ella. Tenía los ojos cerrados y estaba preciosa, despeinada, con el cuello levemente perlado de sudor y los pechos adivinándose bajo una de mis camisetas interiores. Para ella era muy grande y además estaba vieja y dada de sí con lo que un pecho se le escapaba y el otro quedaba casi al aire.

      Mis ojos se fueron acostumbrando a la luz cegadora del sol de la Costa Oeste que la envolvía y le daba a su piel perfecta una leve tonalidad dorada. La miré sonriente. El casi inexistente e invisible vello rubio de sus muslos y brazos se adivinaba al trasluz. Ella continuaba medio dormida, o eso pensé. Siempre me ha encantado verla dormir. Tenía un brazo sobre su cabeza y el otro se había deslizado perezoso hasta su vientre, donde su mano se posaba sobre el montículo suave y caliente bajo su ombligo.

      Los obreros parecían haber comenzado a trabajar alejados de aquella parte de la casa porque hasta nuestra ventana llegaban ruidos amortiguados por la distancia y la música lejana de uno de ellos, que solía amenizar a sus compañeros con buena música. Sonaba un gran clásico, Time Of The Season de The Zombies.

      Me quedé observando a Frank fascinado. Ella debió de notar mi respiración porque abrió los ojos, me miró y sonrió.

      —Esa sonrisa… —susurré acariciando sus labios con mis dedos—. Es mía.

      —Siempre —dijo sin dejar de sonreírme.

      La gente que subía y bajaba por el andamio que cubría la pared hasta el tejado cada día no parecía estar por allí aún. Al no ver a ninguno de ellos en la terraza de la habitación o trepando hasta el tejado, con nuestros hijos profundamente dormidos y mi madre roncando en la habitación de al lado, decidimos que era nuestro momento.

      Posé mi mano sobre la


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