La industria del creer. Joaquín Algranti

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La industria del creer - Joaquín Algranti


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fe o, todo lo contrario, es decir, como el resultado de fuerzas de sujeción externas relativas a instituciones socializadoras. También nos interesa desmarcarnos de las lecturas que construyen un perfil o biografía ejemplar de creyente como modelo representativo de todo un grupo, desdibujando así el juego de relaciones y competencias que se establecen con otros perfiles en disputa. Anclada en una tradición específica dentro de la sociología, nuestra respuesta pone en primer plano las zonas de pertenencias, con sus respectivas posiciones móviles de sujeto, desde donde es posible habitar un territorio que se define a sí mismo con relación a lo sagrado. Este último puede ser dividido analíticamente en dos niveles complementarios, uno físico y otro simbólico. Aunque evidente, la distinción sirve para diferenciar dos planos que no deberían pensarse como una unidad compacta e indisoluble. La geografía física y la geografía simbólica de un territorio poseen naturalmente grados de correspondencia, pero no coinciden palmo a palmo como si una fuera el reflejo, el epifenómeno, de la otra. De hecho, los desfases entre ambos niveles le dan el tono al entramado en cuestión.

      Ahora bien, ¿qué aportan estas distinciones al objeto de nuestro libro? Consideramos que es importante plantearlas en la introducción porque las mercancías religiosas que nos ocupan, y que colman la cultura material de los grupos, operan de manera distinta en cada una de estas geografías. Cuando hablamos del plano físico, estamos haciendo referencia concretamente a los múltiples espacios de interacción cara a cara que se habilitan –a fuerza muchas veces de conquistas y negociaciones– tanto en la periferia como en las zonas intermedias y nucleares de los entramados. Pensemos puntualmente en los cultos, reuniones, talleres y seminarios, en los cursos de formación o estudio, en las actividades recreativas, los eventos y las celebraciones en el espacio público, las convocatorias en fechas festivas y en la infinidad de microencuentros que recubren cada una de estas circunstancias sociales, delimitando circuitos de circulación de personas y objetos. Las numerosas formas de sociabilidad, religiosamente mediadas, configuran una geografía física que le otorga anclaje territorial a la vida del grupo. En este plano, los objetos culturales son poderosos instrumentos de socialización. Ellos se intercambian, regalan, prestan, se consumen colectivamente, se critican o recomiendan; cada referencia, cada cita, cada letra de canción, conduce a otra inscribiendo las mercancías y sus señales en un diálogo permanente. Para habitar el núcleo duro de un entramado religioso, es decir, para ajustarse al papel de un mesías, un instructor de meditación, un evangelista o una monja, es preciso socializarse en un universo de consumos culturales que otorga un sentido de calificación y pertenencia a la persona. Por eso, una parte importante de la identificación entre expertos es leer los mismos libros, compartir los gustos musicales, conocer las películas relacionadas y estar al tanto de la prensa de su confesión. Lo mismo podemos decir de la periferia, por nombrar el extremo opuesto, pero sobre la base de patrones distintos ciertamente más amplios y complementarios, desde el momento en que los límites, los cánones, de institución no se aplican de la misma forma y el sincretismo; tal como lo define Pierre Sanchis (2008), es un rasgo fuerte de estas posiciones de sujeto. Es probable que un miembro periférico, quien frente a un encuestador se identifica llanamente como católico o evangélico “a secas”, en su día a día combine –de manera “sucesiva” o “simultánea”, como bien señalan Fortunato Mallimaci y Verónica Giménez Béliveau (2007: 55-58)– formas variadas de símbolos sagrados de raigambre oriental, new age, cabalísticos o afro-brasileños. Lo que nos interesa resaltar en este punto es algo tan sencillo como que las zonas de pertenencia que señalamos en el último apartado se construyen basadas en patrones de consumo que las refuerzan, con las consecuentes estrategias de producción de las industrias religiosas. Ellas ordenan, como vamos a ver más adelante, la oferta según se dirijan a los perfiles nucleares, intermedios, periféricos o marginales. Cada uno de estos perfiles de creyentes supone esquemas de percepción, una manera de leer, de mirar y de escuchar, que vuelve inteligibles los objetos. Dentro de la geografía física de los entramados, las mercancías religiosas operan como mediadoras de los vínculos y las interacciones cara a cara en los espacios de sociabilidad existentes.

      Ahora bien, no todo es interacción y encuentro situados cuando se trata de habitar grupos sociales, en este caso religiosos; menos aún cuando los dispositivos tecnológicos potencian modalidades de conexión y pertenencia virtual que no dependen del estar ahí a la misma hora en el mismo lugar. Más allá de una geografía física donde las mercancías circulan de mano en mano, existe una extensa geografía de símbolos, discursos, referencias y tópicos que los objetos de cultura vehiculizan. Allí también se delimitan zonas de pertenencia a gran escala en las que es posible habitar un territorio de signos, una cultura material, sin compartir físicamente espacios intersubjetivos. No habría que tomar a la ligera el hecho de poder construir un vínculo con las pautas culturales de un grupo que no se encuentre mediado por las presencia, sino por la tecnología y los objetos de consumo porque ahí reside en parte el potencial expansivo de las imágenes religiosas así como su capacidad para perpetuarse en el tiempo. La condición de posibilidad para establecer este tipo de vínculo es el aprendizaje social de los esquemas de percepción que permiten comprender, discernir, disfrutar o dejar de lado las mercancías y los usos de los medios virtuales de interacción. Generalmente, cuando los bienes culturales se encuentran dirigidos al circuito ampliado de la periferia, ellos habilitan al menos dos códigos o registros dominantes de percepción: uno que recupera los sentidos y el lenguaje del “mundo”, y otro que introduce claves religiosas de lectura. Por ejemplo y para hablar de la música, la banda cristiana Klandestino, que estudia en este libro Luciana Lago, elige como ritmo para sus temas no la alabanza ni la adoración –dos referencias fuertemente evangélicas–, sino el ska y el reggae que todos conocen aunque ocupen una posición marginal al protestantismo. Al mismo tiempo, sus letras aparecen espiritualmente cifradas con palabras hebreas. “Jaiam”, explica el cantante a Luciana, “significa vida en hebreo. Todo el tema se refiere a agradecer tener la vida. La canción funcionó porque, al no conocer la palabra, como que pega [en el público]”. Lo mismo ocurre, siguiendo aquí a Damián Setton, con los usos del lenguaje y los estilos musicales que actualiza Atzmus, para producir una síntesis entre el new metal, elementos del jasidismo e incluso referencias subrepticiamente cristianas. Podríamos seguir con casos ejemplares del espacio de las productoras y sobre todo del espacio editorial, sugiriendo libros, revistas, películas o documentales, y en cada ejemplo vamos a encontrar al menos los dos registros mencionados cuando se trata de producir marcaciones atractivas a los estilos periféricos y marginales al grupo religioso en cuestión. En todo caso lo que nos interesa reconocer en este breve apartado es la posibilidad efectiva de habitar la geografía simbólica que amplifican las industrias religiosas, prescindiendo de las interacciones cara a cara dentro de los circuitos de sociabilidad que ofrecen los grupos en el proceso de constituirse y conservarse como tales. Por eso, leer Combustible espiritual de Ari Paluch, los libros de Ravi Shankar, el rabino Sergio Bergman, Anselm Grün o los Cuadernos de la vida de Claudio María Domínguez, sintonizar la radio María o la frecuencia cristiana de una iglesia local, seguir el programa de cocina de la hermana Bernarda y comprar sus recetas, adquirir la agenda de San Pablo con citas bíblicas; cada una de estas elecciones de consumo plantean formas de relacionarse con la cultura material de una o varias religiones sin necesidad de interactuar con otras personas, ni acudir a intermediarios institucionales de lo sagrado. En este sentido, y como el arte en la era de la reproductibilidad técnica que supo estudiar Walter Benjamin (1989), las mercancías religiosas contribuyen a emancipar los significantes y los discursos de sus rituales de origen, es decir, de su contexto de emergencia, potenciando así una geografía simbólica ciertamente más vasta que el territorio físico que ocupan los grupos en construcción. Exploremos ahora las dificultades que atraviesa la captación sociológica de un fenómeno que se encuentra a medio camino entre la economía y la religión.

      Obstáculos, exageraciones, zonceras

      En términos generales, las religiones no son nunca un conjunto atomizado de narrativas, símbolos e imágenes sueltas. Existen, por el contrario, principios de orden que integran y en el mismo acto dotan de identidad a las referencias espirituales. Ellas poseen, por ejemplo, un ordenamiento práctico de sus ideas sobre la base de ritos más o menos instituidos, así como un sustrato material que los expresan, refuerzan y organizan en objetos grabados. No es la religión a solas, sino la religión y sus “cosas”. Sus estampitas, manuales, libros y películas, sus agendas, sus


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