Indios de papel. Juan Carlos Orrego Arismendi
Читать онлайн книгу.florentino Américo Vespucio. Tres lustros atrás, en la carta escrita por Cristóbal Colón entre el 15 de febrero y el 14 de marzo de 1493, y en la que anunciaba a los Reyes Católicos el éxito de su viaje a la región del mundo que él y su tripulación habían confundido con tierras asiáticas, el almirante había llamado indios a los hombres que encontró: en el primer párrafo del documento, tras informar que un viaje de 33 días le había permitido llegar “a las Indias”, detalla que encontró muchas islas habitadas, a una de las cuales “los Indios la llaman Guanahani”1 (el énfasis es nuestro). Desde entonces, las relaciones y documentos jurídicos de la colonización generalizaron esa y otras palabras de amplia semántica –como naturales o gentiles– para aludir a la inmensurable diversidad de pueblos que poblaban el continente. Una generalización que, por supuesto, pretendió –y en buena parte consiguió– borrar de un plumazo la conciencia de esa situación de heterogeneidad cultural.
La novela de tema indígena, a su vez, nació en América Latina hace casi dos siglos, esto es, en los primeros años de vida de las nuevas repúblicas. Al menos eso es lo que puede decirse si se asume –como lo ha hecho hasta ahora la crítica especializada– que la primera obra en su especie fue Jicotencal (1826), aparecida de modo anónimo en Filadelfia, y cuya autoría ha sido atribuida por muchos lectores y críticos al poeta cubano José María Heredia, si bien una profusa investigación de finales del siglo xx sugiere como su artífice al sacerdote Félix Varela y Morales, también nacido en Cuba.2 A partir de la publicación de esa novela –referida a la alianza que Hernán Cortés celebró con los tlaxcaltecas para vencer al imperio de Moctezuma–, el subgénero se desarrolló con profusión y complejidad, y a un grado tal que pretender dar una idea de las obras publicadas desde entonces devendría en un inventario interminable –y por ello fatigoso– con cientos de títulos y nombres.
Para dar una idea general del vigor y la amplitud de la manifestación de la novela de tema indígena en el subcontinente basta asomarse a los compendios bibliográficos de tres estudios particulares. En el más temprano de ellos, La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889) (1934), la investigadora portorriqueña Concha Meléndez presenta, a modo de anexo, un inventario de sus fuentes primarias compuesto por 24 novelas, que van entre el medio siglo –o poco más– corrido entre Netzula (1832), del mexicano José María Lafragua, y Aves sin nido (1889), de la peruana Clorinda Matto de Turner.3 De lo que sucedió a partir de entonces se ocupa “The Indianista Novel since 1889”, un artículo publicado en 1950 por Gerald E. Wade y William H. Archer, ambos profesores de la Universidad de Tennessee en Knoxville, y quienes logran establecer un corpus de 33 novelas entre Wuata Wuara (1904), del boliviano Alcides Arguedas, y El callado dolor de los tzotziles (1949), del mexicano Ramón Rubín.4 Finalmente, un trabajo mucho más reciente y enfocado en el caso colombiano –la tesis doctoral “Vision de l’indien à travers le roman colombien du XXe siècle” (1998), presentada por Ernesto Mächler Tobar en la Universidad de París III– ofrece referencias de medio centenar de novelas publicadas en menos de un siglo en el país: las que van entre La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera –año en que también Juan José Botero publicó Lejos del nido–, y En el país de los chimilas (1996), de Robinson Nájera Galvis.5 Ante un panorama semejante no es posible, pues, albergar dudas de lo prolífico de la novela de tema indígena en América Latina.
También de manera temprana empezó a escribirse crítica sobre esa modalidad narrativa, o por lo menos sobre la literatura americana relacionada con el universo indio. En 1884, José Martí publicó en La América, de Nueva York, una recensión sobre el rescate de una obra dramática mestiza, El Güegüence, incluida por el arqueólogo y etnólogo estadounidense Daniel Garrison Brinton en la serie Librería de literatura americana aborigen. Con la idea de ofrecer un mínimo contexto sobre el género, el escritor cubano hace una presentación del drama andino Ollantay, en el que señala su carácter cultural irremediablemente heterogéneo, no sin antes llamar la atención sobre la propensión especial de la dramaturgia para reflejar los modos de vida de un pueblo. Ese mismo año, Martí comentó la novela dominicana Enriquillo –la cual, publicada entre 1879 y 1882, se interesa en el levantamiento histórico del cacique taíno Enrique Guarocuya– en una breve carta que envió a Manuel de Jesús Galván, su autor, y en la que sugiere la tesis de que la forma ideal de “escribir el poema americano” sea una que mixture los registros lírico, épico y trágico. También debe tenerse en cuenta que, en 1887, Martí escribió un comentario elogioso de Ramona (1884), novela de la estadounidense Helen Hunt Jackson, de la que valoró –entre otros aspectos– el que hubiera hecho, “en pro de los indios”,6 lo que Harriet Beecher Stowe había hecho por los negros en La cabaña del tío Tom (1852). Como se verá enseguida, la conciencia de ese elemento de reivindicación no carece de importancia.
Fue en el siglo xx cuando, a partir de los trabajos de José Carlos Mariátegui, la crítica de la novela latinoamericana de tema indígena se definió conceptualmente y pudo cobrar, con ello, plena conciencia de sí misma como ejercicio discursivo. Una revisión más detenida de esa propuesta, y de las que siguieron su estela hasta los albores del siglo xxi, permite no solo hacerse una idea de la evolución del trabajo interpretativo del subgénero novelístico en mención, sino que, al mismo tiempo, brinda la oportunidad de conocer los principales rasgos de ese universo de fuentes primarias del que antes señalamos la riqueza y complejidad de su manifestación. A continuación, emprendemos esa tarea.
1.2 El indigenismo literario según José Carlos Mariátegui
En la última parte de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) –en el ensayo dedicado al “proceso” de la literatura–, José Carlos Mariátegui analiza lo que entiende como una corriente de actualidad en su país, el indigenismo, misma que cree ver representada, sobre todo, en los relatos de Enrique López Albújar, autor de los Cuentos andinos (1920). Para el crítico, este indigenismo se caracteriza por trascender la sola intención de elaborar un “tipo” literario, intención siempre encallada en el exotismo y la plasmación sentimental de quienes, al escribir sobre el indio, imaginaron –como Abraham Valdelomar en sus cuentos sobre el Imperio inca– los esplendores de un pasado irremediablemente perdido. Por el contrario, el indigenismo estaría comprometido con la emergencia de un nuevo estado de conciencia histórica en el Perú; advierte Mariátegui que “Los ‘indigenistas’ auténticos –que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero ‘exotismo’– colaboran, conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación –no de restauración ni resurrección–”.7 Ya antes, en el segundo capítulo de su obra capital, el ensayista había examinado las maneras históricas en que había querido materializarse ese gesto de reivindicación del indio y entre ellas había señalado, como la única posible, la restitución de la propiedad de la tierra para el nativo. A Mariátegui le parecen demagógicas las cruzadas humanitarias y educativas con las que, hasta ese momento, se había querido redimir al indio de su relegación social, y señala con vigor los argumentos cosmovisionales e históricos sobre los que se asienta la necesidad de implementar la restitución económica, pilar de otras restituciones: “La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras. En una raza de costumbre y de alma agrarias, como la raza indígena, este despojo ha constituido una causa de disolución moral. La tierra ha sido siempre toda la alegría del indio. El indio ha desposado la tierra. Siente que ‘la vida viene de la tierra’ y vuelve a la tierra. Por ende, el indio puede ser indiferente a todo, menos a la posesión de la tierra que sus manos y su aliento labran y fecundan religiosamente”.8
Crear la conciencia necesaria para impulsar la reivindicación del indio es una tarea que, en parte, corresponde a la literatura indigenista, toda vez que en esa corriente “el problema indígena [...] es planteado en sus términos sociales y económicos, identificándosele ante todo con el problema de la tierra”.9 Ese tipo de representación estuvo ausente en la literatura histórica exotista del siglo xix, así como en una novela sentimental y de talante humanitario como Aves sin nido (1889), que algunos críticos quieren ver como la primera novela indigenista latinoamericana –entre ellos Luis Alberto Sánchez y Julio Rodríguez-Luis–,10 sin importar que en ella no se cuestione la posesión feudal de la tierra por parte de los hacendados