Indios de papel. Juan Carlos Orrego Arismendi
Читать онлайн книгу.la novela hispanoamericana que reescribió a lo largo de un cuarto de siglo, Proceso y contenido de la novela hispano-americana (1953-1976), toma los cabos sueltos de las clasificaciones esbozadas por Mariátegui y Meléndez y establece, de modo definitivo, las dos categorías que, a su juicio, deben diferenciar sendas modalidades de novela sobre el indio. Sánchez zanja la cuestión con un parafraseo explícito del trabajo de Meléndez: “la novela india de ‘mera emoción exotista’ será la que llamemos ‘indianismo’ y la de ‘un sentimiento de reivindicación social’, ‘indigenismo’”.24 Más adelante, mientras comenta la obra narrativa de Jorge Icaza, concluye que indianismo e indigenismo “no sólo son diferentes, sino antagónicos”.25 Es interesante constatar que, para Sánchez, se trata de una dicotomía aferrada no solo al contenido de las novelas, sino también a una distinción léxica que, con cierta naturalidad, separa dos tipos de “actitud” frente al habitante nativo de América: “Se llamaba ‘indio’ al aborigen de América, desde los tiempos de la llegada de Colón, pues él pensó haber dado con otro costado de las Indias Orientales, el occidental; se usó el de ‘indígena’, sin saber cómo ni por qué, a partir de fines del siglo xix. Parece como que en tal vocablo se hubiera recargado cierta dosis de intención reivindicatoria y social, de que no estaba libre la de ‘indios’. Con ser una sutileza casi verbalista, ella contiene significado esencial”.26
Esa “sutileza casi verbalista”, bien se ve, anticipa la queja filológica de Guillermo Bonfil Batalla y, de paso, sugiere un tibio paliativo para esta. Pero lo que más importa en la intervención crítica de Sánchez es que se establece una estructura de términos en sucesión histórica (indio da paso a indígena), para pensar en una periodización o proceso de la novela de tema indígena latinoamericana. Que ese era el camino que iba a seguir la crítica lo confirman los trabajos de Tomás G. Escajadillo y Julio Rodríguez-Luis, quienes, afiliados a la expectativa de Mariátegui de que el indio llegara a escribir su propia literatura, analizan un proceso histórico que sugiere una aproximación gradual a esa posibilidad de expresión étnica.
En La narrativa indigenista peruana (1994) –reescritura de su tesis doctoral de 1971–, Escajadillo desarrolla las categorías legadas por sus predecesores y adiciona una tercera, neoindigenismo, la cual entiende como una modalidad avanzada del indigenismo. Para este investigador peruano, el indianismo se habría impuesto en la escena narrativa hasta entrado el siglo xx y se caracterizaría por el predominio de una emoción por lo exótico, la artificialidad del entorno romántico, el desinterés por la psicología del indio y un sesgo sentimental y católico que incluso puede llegar a relativizar algunas manifestaciones de reivindicación social, como cree Escajadillo que ocurre con Aves sin nido, novela en la que, a su juicio, el tema indígena recibe un tratamiento romántico. El indigenismo ortodoxo habría surgido solo cuando una “suficiente proximidad”27 respecto del referente étnico permitió dejar atrás la perspectiva romántica, con lo que, consciente o inconscientemente, se afirmó el componente de la reivindicación social; y, como eco de la visión de Mariátegui, Escajadillo propone que la literatura de su país habría inaugurado esa corriente con los Cuentos andinos de López Albújar.28
Esa proximidad, susceptible de cualificarse desde una perspectiva antropológica, acabaría penetrando en el “universo mítico del hombre andino”, el cual operaría como nuevo referente para una narrativa que hasta entonces había mirado la vida nativa con cierta objetividad etnográfica y con estrategias narrativas susceptibles de agotamiento. Surge entonces el neoindigenismo, materializado en la narrativa de madurez de José María Arguedas –concretamente, las novelas Los ríos profundos (1958) y Todas las sangres (1964)– y cuyos rasgos serían la “develación” del mito con recursos del “realismo mágico” o “lo real maravilloso”29 –lo que implica, en general, una transformación de las estrategias narrativas–, la intensificación de la expresión lírica o poemática, y la ampliación del planteamiento de la cuestión indígena a una escala nacional e incluso planetaria, toda vez que la explotación del nativo andino no podría pensarse como un problema ajeno a la sujeción capitalista del llamado “tercer mundo”.30
Con su tesis de la inclusión del mito en la narrativa peruana de mediados del siglo xx, Escajadillo sugiere –o propiamente documenta– la expresión en ella de algo que, grosso modo, podría identificarse como una voz propiamente india o, simplemente, ancestral. Pues bien, es en ese sentido que avanza la reflexión del crítico cubano Julio Rodríguez-Luis, quien tiene claro que hay un “tercer avatar” para la literatura indigenista. En su trabajo, publicado en 2004, Rodríguez-Luis propone que el indianismo habría dado paso al indigenismo una vez que los escritores, conscientes de que pretendían dar cuenta de un referente que era exterior a su universo cultural, se esforzaron por “paliar lo artificial de su proyecto” y apostaron por una “apariencia de autenticidad respecto a su objeto”,31 gesto que el crítico entiende como una aproximación antropológica. En un principio –digamos nosotros, con el indigenismo ortodoxo de Escajadillo–, se aborda desde afuera la cultura del indio, de modo que este no habla propiamente o lo hace con la voz que, para él, imagina y forja el escritor mestizo, quien, por lo demás, se apoya en la cuestión indígena para adelantar su propia agenda política. En el periodo neoindigenista, esa mirada externa cede el lugar o, mejor, se complementa con un “enfoque interiorista” que pretende apropiarse “totalmente” del referente indígena, de modo que todos los componentes de su vida social, psicología y cultura puedan ser aprovechados, entre ellos el mito. Sin embargo, advierte Rodríguez-Luis, por más que se acerque a la subjetividad del nativo, incluso ese enfoque no puede evitar recurrir a una traducción del texto indígena que es, en el fondo, un tipo de “tergiversación”.32
La superación del escollo vendrá con el “género testimonial” –el tercer avatar indigenista propiamente dicho–, en el cual las historias por narrar son, en esencia, historias de vida recogidas por antropólogos. Aparte de la voz indígena, dominante en la narración, el texto incorpora mínimas intervenciones editoriales con las cuales se busca facilitar el trabajo del lector. Esta modalidad literaria se desarrolló particularmente en la segunda mitad del siglo xx, y habría nacido con Juan Pérez Jolote (1948), libro publicado por el antropólogo mexicano Ricardo Pozas. Rodríguez-Luis se refiere, con entusiasmo, a lo que ve como la manifestación, en esa obra, de una perspectiva indígena sin los sesgos de una orientación con intereses y prejuicios ajenos: “no se enuncia en la obra un mensaje político, puesto que el narrador original no se rebela contra la explotación de que es víctima, sino que acepta la terrible situación en que vive su comunidad; ni tampoco se idealiza a esta, puesto que ese narrador original describe a su pueblo y a sí mismo con absoluta objetividad”.33 Por no ser ni alegato político, ni novela, el testimonio acaba emergiendo como un género peculiar que, en cierto sentido, se brinda como respuesta a la pregunta de Mariátegui por una literatura producida por el indio. Por supuesto, se trata de un punto de llegada paradójico, toda vez que, en el ejemplo particular aducido por Rodríguez-Luis, la esperada literatura del indio llega a cambio de apagar el gesto de “virilidad suficiente”34 con la que el nativo debe luchar por la tierra y contra sus opresores, para emplear una expresión de Manuel González Prada, inspirador del trabajo crítico de Mariátegui.
Hace poco más de un lustro, Carmen Alemany Bay compuso una síntesis de la evolución de la narrativa latinoamericana sobre el indígena que, en términos generales, se pliega al bosquejo ofrecido en los párrafos previos. Sin embargo, a propósito del género testimonial, la autora aporta una reflexión novedosa: a su juicio, el agotamiento del neoindigenismo hacia los años setenta habría llevado a que las “reflexiones literarias” sobre el indígena se incorporaran a diversas modalidades narrativas “renovadas”: las novelas sobre el multiculturalismo, las obras en molde de “nueva novela histórica” que tratan de rescatar elementos del pasado indígena y la narrativa testimonial.35 Alemany Bay, quien no considera la temprana aparición de Juan Pérez Jolote, tiene para sí que el tema indígena encarnó en el testimonio desde fines de los setenta y en cierto sentido por influjo de las investigaciones en campo del etnólogo cubano Miguel Barnet, autor de Biografía de un cimarrón (1966).36 En un principio, la divulgación de testimonios tenía el propósito de acceder, por vía de la memoria individual, a imágenes válidas de una historia colectiva que, por razones políticas, no tenía plena divulgación