La Constitución que queremos. Varios autores

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que el pueblo, en tanto sujeto político, configure nuevas formas para su propio agenciamiento político. No necesitamos una nueva Constitución que habilite al pueblo; al menos no solamente. Necesitamos un proceso político de (re)configuración del poder político popular, de modo tal que la decisión constituyente emane de prácticas políticas democráticas que le permitan a la comunidad política decidir autónomamente; en definitiva, una decisión autónoma respecto de las reglas de la dictadura.

      Nueva constitución política significa reconfigurar las relaciones de poder. Ello solo puede ocurrir si en el proceso constituyente participan sujetos políticos que participen de prácticas políticas libres de los condicionamientos institucionales heredados del diseño constitucional de la dictadura; es decir, prácticas que se verifiquen entre sujetos que se reconocen mutuamente como iguales, que no se construyen desde la dominación y que no desconfíen de las decisiones tomadas por la mayoría. En este sentido, trazar la distinción entre norma jurídica y constitución política es crucial para la comprensión del proceso constituyente.

      La solución al problema constitucional lleva décadas de espera. Sin perjuicio de que el sector político más ligado a la dictadura siga defendiendo su proyecto constitucional, lo cierto es que las múltiples encuestas realizadas en los últimos años muestran que la mayoría de la ciudadanía demanda una nueva Constitución, legítima y democrática. Sin embargo, ni la clase política ni los constitucionalistas que la han asesorado en los últimos años han estado a la altura de la reivindicación social. Se han realizado esfuerzos importantes, algunos de ellos incluso con pretensiones constituyentes. El más importante de ellos, sin duda, fue la reforma constitucional de 2005, pero las pretensiones constituyentes de esa época sucumbieron antes de la siguiente elección presidencial de 2009, donde la mayoría de los candidatos propuso nueva constitución o, derechamente, asamblea constituyente.

      Las formas discursivas que han acompañado el debate público han defendido una propuesta que no dista de lo ya hecho en 2005, sino que continúa en la senda del reformismo inaugurada en 1989. Hasta ahora, el protagonismo lo ha tenido una ley de reforma constitucional. De hecho, la propuesta del Gobierno de Bachelet (2014-18) para encauzar el proceso constituyente dentro de la institucionalidad vigente supuso la aprobación de dos leyes de reforma constitucional y nada menos que con un quórum de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio. Ambos proyectos fracasaron.

      Más allá de los matices que han incorporado progresivamente sus actores más relevantes, el rechazo a mecanismos de cambio constitucional que permitan desplegar la potencia constituyente necesaria ha sido constante. La lógica discursiva de denunciar las así llamadas vías no institucionales como inadecuadas o derechamente ilegítimas, da cuenta de cómo se ha consolidado una concepción conservadora y formalista del ejercicio del poder político y, especialmente, un anquilosamiento de las formas clásicas de la democracia representativa.

      Qué evidencia lo señalado. Las formas discursivas de que disponen políticos y juristas tradicionales han demostrado no ser suficientes para enfrentar el tipo de exigencias que se levantan desde una sociedad en permanente transformación, más compleja, para quien las formas tradicionales de la democracia representativa se han demostrado insatisfactorias, entre otras cosas, porque la promesa de «un hombre, un voto» se ha visto completamente desfigurada por la concentración del poder económico, pero también por las desigualdades estructurales que aquejan a la sociedad. Enfrentados, nuevamente, a viejas demandas, las formas de representación simbólica de la realidad que políticos y juristas tradicionales pueden formular se encuentran, indefectiblemente, agotadas. Sus reacciones a las propuestas vinculadas con la asamblea constituyente han sido particularmente agresivas. Calificativos tales como atajo (Zapata 2015), caer por la espalda (García 2015), resquicio (Zúñiga 2015, p. 241) y hasta golpe de Estado (Correa 2015, p. 12), solo dan cuenta de la insuficiencia de las viejas formas discursivas para enfrentar la cuestión constitucional, ya sea porque reflejan cierta incapacidad para comprender la complejidad del fenómeno político y social que esta cuestión supone, o bien porque dichas formas discursivas son utilizadas en defensa de las posiciones de privilegio que supone el ordenamiento actual para quienes recurren a ellas. En cualquier caso, el alegato se maquilla como una defensa de la legalidad vigente, tratando de ocultar el carácter político del discurso.

      Desde esta perspectiva, el éxito de un proceso constituyente requiere de nuevos discursos constitucionales, capaces de desembarazarse de las lógicas institucionales heredadas de la dictadura y ver el fenómeno desde el autogobierno del pueblo y no solo desde los límites que supone una Constitución. La academia ha sido clave en la configuración de esos discursos en el pasado reciente, tanto en la configuración del orden actual como en su defensa, asumiendo posiciones partisanas comprometidas con la limitación del poder político antes que con el principio democrático. Esos actores deben asumir su responsabilidad histórica en la medida que sus construcciones discursivas permitieron justificar el Golpe, imponer una constitución fraudulenta e impedir su sustitución por una democrática. Hoy necesitamos académicos y académicas capaces de construir herramientas discursivas que justifiquen y faciliten el agenciamiento político del pueblo, y no solamente que lo limiten. Ello supone un compromiso con el valor democrático de los procesos nomogenéticos (constituyente y legislativo, principalmente) y de sus presupuestos asociados a la representación de la voluntad popular. El desafío, por tanto, no es solo pensar en formas institucionales no neutralizadas que habiliten el agenciamiento político del pueblo, sino en concebir un proceso constituyente en virtud del cual esas nuevas formas sean el resultado de procesos deliberativos en los cuales la voluntad popular pueda desplegarse sin las amarras que, por ejemplo, supone aquella neutralización. En otras palabras, que la decisión constituyente responda a una decisión popular, no solo a una decisión institucional no neutralizada.

      Sabemos que el modelo institucional vigente obedece al concepto dicotómico de democracia constitucional: la pretensión de garantizar el autogobierno del pueblo, limitada por una Constitución que, en teoría, responde a ese mismo autogobierno. El constitucionalismo chileno que ha devenido en hegemónico en el transcurso de los últimos cuarenta años ha trabajado desde la aproximación normativa del concepto, es decir, desde una constitución entendida como conjunto de reglas que regulan y limitan el ejercicio del poder, postergando la dimensión democrática del binomio conceptual precitado y que le da sentido a este modelo de organización política.

      Pareciera que este constitucionalismo poco tiene que decir respecto del componente político del concepto, aquel en virtud del cual las formas de autogobierno tensionan tanto la institucionalidad vigente como las clásicas formas políticas de la democracia representativa. El recambio que se está verificando en la academia –no solo generacional, también metodológico y epistémico– bien podría estar acompañado de uno en las formas discursivas a través de las cuales es analizado el fenómeno constitucional. Este recambio podría permitir, a su vez, mejores explicaciones de los fenómenos políticos y sociales que están detrás de la idea de democracia constitucional y, en consecuencia, sensibilizar las viejas instituciones de representación política ante las nuevas formas de agenciamiento político del pueblo.

      3. Las claves para un proceso que constituya

       3.1 . Superar la crisis de legitimidad de la Constitución

      El desafío de una nueva Constitución radica en garantizar el libre ejercicio de los derechos políticos y de la autodeterminación de los pueblos, en garantizar su agenciamiento político. Este modelo llamado democracia constitucional supone, por cierto, que una Constitución pueda establecer ciertos márgenes y límites para la deliberación política y democrática. Pero un texto constitucional no puede llegar al absurdo de cercenar dicha deliberación, identificándose con una de las concepciones de sociedad en disputa. Una Constitución debe garantizar la autonomía política de todos los individuos y sujetos políticos que componen una comunidad, para que todas las concepciones políticas en disputa puedan desplegarse libremente y en condiciones de igualdad, sin que la eventual hegemonía de alguna de ellas devenga en la opresión del resto. Es decir, un ordenamiento jurídico que no replique las opresiones estructurales y garantice, por


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