La Constitución que queremos. Varios autores

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particularmente complejo, que combina una serie de dificultades que amenazan su éxito. Ciertamente, existen ciertos elementos procedimentales asociados a la iniciativa de la actual presidencia, que impulsa un «proceso constituyente» que contempla etapas de participación ciudadana y de su respectiva sistematización, junto a una etapa que lo enlaza con los mecanismos institucionales de reforma constitucional. Esta última tiene una doble dimensión: una reforma habilitante al Capítulo XV de la actual Constitución y un proyecto de reforma total sustitutiva del texto vigente2. El proceso impulsado –con muchísimas dificultades, por el Gobierno de Bachelet– es una de las manifestaciones más sofisticadas que hemos visto de la llamada «vía reformista», que se ha desplegado en Chile desde 1989. Uno podría preguntarse si la mayor sofisticación de esta nueva iniciativa gubernamental tiene la potencia suficiente para subsanar las carencias que la vía reformista ha presentado hasta ahora, especialmente considerando sus manifestaciones más importantes: 1989 y 2005. Ello supone analizar, en conjunto, i. los elementos del itinerario propuesto, ii. las características del actual momento político, y iii. su eventual potencia transformadora/constituyente.

      Simplificando el diseño, podemos decir que el itinerario contempla dos grandes etapas: una de participación ciudadana y otra institucional. Mientras el objetivo de la primera fue abrir canales de participación para que la ciudadanía pudiera discutir en torno a los contenidos constitucionales y realizar sus propias propuestas, la segunda pretendía canalizar dichos contenidos dentro de la institucionalidad estatal y materializarlos en una nueva constitución. En un contexto de profunda desconfianza hacia las instancias tradicionales de representación política, que abarcan tanto a los órganos del Estado como a los partidos políticos (entre otros, por cierto), se invitó a la ciudadanía a organizar cabildos locales autoconvocados (que debían funcionar conforme a un formato bastante rígido), cuyas propuestas serían recogidas en cabildos provinciales y luego regionales. A través de plataformas digitales de irregular funcionamiento –y observados por un Consejo Ciudadano cuyo compromiso con la participación ciudadana fue, en el mejor de los casos, errático3–, cada cabildo formuló sus propuestas. En principio, la sistematización de dichos contenidos sería la base de un proyecto de nueva constitución presentado por el Gobierno al Congreso Nacional, cuya concreción depende de lo que decida la instancia constituyente, que, a su vez, depende de lo que el propio Congreso decida respecto de la reforma al Capítulo XV de la Constitución vigente. Al suspenderse esta tramitación a fines de 2017, todo el proceso quedó trunco.

      De estas dos últimas decisiones políticas dependía todo el «proceso constituyente» impulsado por el Gobierno de Bachelet: de que el Congreso Nacional decida la reforma al Capítulo XV y habilite un mecanismo de reforma constitucional4 y, en conjunto, se pronuncie respecto del proyecto de sustitución constitucional que le presentará el Ejecutivo. El quórum fijado por la Presidenta de la República es de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio, es decir, el quórum de reforma constitucional más alto que contempla el texto constitucional vigente. Dadas las actuales formas de representación política vigentes en Chile, si no hay una virtual unanimidad en los dos grandes bloques con representación parlamentaria, no habrá ninguna reforma significativa al actual texto –que, básicamente, responde al proyecto político de la dictadura, más las modificaciones de 2005, que lo hacen menos vergonzoso para un país democrático–, por lo que seguirá vigente. Así, el desenlace del «proceso constituyente» no dependerá de una decisión tomada por el pueblo soberano, sino de aquellas formas de representación política diseñadas para 1980 y vigentes desde 1990; las mismas formas que no han sido suficientes para salvar el permanente cuestionamiento a la legitimidad de la Constitución, que no han enfrentado con éxito la cuestión constitucional. La historia constitucional reciente ha demostrado que esas formas de representación política no pueden dar más de lo que ya han dado en la solución de la cuestión constitucional, sea porque se encuentran amarradas a un diseño institucional antidemocrático, o bien porque no representan a aquellos sectores de la sociedad que demandan un nuevo ordenamiento constitucional. Es decir, o bien no pueden encabezar un proceso constituyente por estar sometidos a formas institucionales neutralizadoras o simplemente no quieren; pues modificar las actuales estructuras de poder supone cuestionar sus propias posiciones de privilegio, asentadas en esas estructuras. El propio proyecto de reforma constitucional presentado por el Ejecutivo en abril de 2017 da cuenta de ello, ratificado por la decisión del Gobierno de Piñera (2018-2022) de no perseverar en dicho proceso.

      Lo anterior configura, al menos, dos tipos de aproximaciones, desde las cuales es posible cuestionar la potencia constituyente que esta nueva versión de la vía reformista podría tener. En primer lugar, se configura una limitación epistémica, dadas las evidentes dificultades que han presentado los actores políticos tradicionales para formular o proponer nuevas representaciones simbólicas de la realidad, para sostener nuevos discursos de lo constitucional que permitan hacer frente a la constante crisis de legitimidad que alimenta a la cuestión constitucional. Las formas discursivas que acompañan la vía reformista son las mismas desde 1989, tanto por parte de quienes han defendido las reformas como por quienes se han opuesto a ellas, pues las condiciones materiales desde la cual son formuladas, así como el tipo de relaciones políticas entre representantes y representados que ellas reflejan, siguen siendo las mismas desde el fin de la dictadura. Las decrecientes tasas de participación electoral, la escasa densidad y renovación ideológica de los partidos políticos, así como la elitización de la actividad política y la ausencia de renovación en las élites gobernantes, dan cuenta de ello.

      No hay razones que permitan prever la emergencia de nuevas formas discursivas por parte de quienes i. ya han formulado las que podían formular, y ii. no han incorporado la representación de nuevos sujetos o actores políticos. Así, este problema epistémico se conecta con uno político, precisamente porque existe un agotamiento de las posibilidades que los actores tradicionales tienen para conocer/comprender/representar la realidad, lo que se traduce en una crisis en las formas tradicionales de representación política. En los tiempos que corren, y dado el contexto de sociedades complejas y de masas, ello no implica una renuncia a la representación política, pero sí parece indicar que las clásicas formas de representación de la democracia del siglo xx ya no son capaces de canalizar las demandas que emanan de una sociedad cuyos sujetos políticos se han complejizado radicalmente en las últimas décadas. La crítica ciudadana contra la representación política no se dirige contra toda forma de representación política ni, por cierto, contra ella en abstracto. Dicha crítica ciudadana representa una denuncia contra las actuales prácticas de representación política, que han sido monopolizadas por ciertos sectores minoritarios de la élite y que han subvertido el sentido de las instituciones representativas, poniéndolas a disposición de sus propios intereses particulares.

      Así, y en segundo lugar, es posible identificar una limitación política a la potencia transformadora, o propiamente constituyente, de esta nueva vía reformista. Se ha normalizado la idea de que ciertas reformas estructurales requieren de «grandes acuerdos» entre los actores políticos, que les den viabilidad: la famosa política de los consensos, aquella que caracterizó al período de transición o de postdictadura, fenómeno político que implicó algo más que la renuncia a ciertas identidades ideológicas de los partidos de izquierda5 y forzó una suerte de «gran consenso al centro», caracterizando la pretensión del fin de las ideologías. Se ha afirmado que si no hay un tal gran acuerdo, los cambios responderían al mero voluntarismo de la coalición gobernante o, peor, del mandatario «de turno». Este tipo de afirmaciones exige revisar qué quiere decir consenso, respecto de qué materias este puede ser deseable o necesario, y cuál es la finalidad política que podría esconder quien lo invoca (casi siempre como límite a una decisión democrática). En efecto, el consenso puede ser razonable respecto de las instituciones políticas básicas, aquellas que permiten una convivencia democrática. Sin embargo, las especificidades de su implementación, así como los énfasis en la distribución de los costos y riquezas de la vida en sociedad, generalmente están sujetos a la política contingente, aquel espacio de deliberación y disputa entre proyectos políticos alternativos que luchan por la adhesión popular. Es decir, una sociedad puede garantizar estabilidad democrática cuando sus instituciones básicas han sido debidamente consensuadas y se ha garantizado el espacio necesario para la disputa democrática. Cerrar ambas instancias


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