La Constitución que queremos. Varios autores

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la regla de mayoría para la toma de decisiones (vaciando de contenido tanto el disenso como la propia democracia).

      La sedimentación social y cultural de grandes reformas estructurales requiere estabilidad en el tiempo. Para ello, el consenso es fundamental. Sin embargo, esgrimirlo como un requisito habilitante del proceso constituyente no es más que un recurso retórico falaz, que pretende desarticular la reivindicación por una nueva constitución: i. el primer acuerdo necesario para el proceso constituyente no se refiere a los contenidos de una eventual nueva constitución, sino a la necesidad de contar con una. Se trata de una decisión preliminar que le corresponde tomar al pueblo soberano por ejemplo, a través de un plebiscito habilitante6, y ii. ese gran consenso relativo a la necesidad de contar con una nueva constitución podría, eventualmente, faltar en las cúpulas dirigenciales (cuestión que es, por cierto, discutible); sin embargo, la ciudadanía respalda mayoritariamente la necesidad de una nueva constitución, como lo han demostrado todas las mediciones y encuestas realizadas en los últimos años (al menos mientras las encuestas incorporaron dicha pregunta), algunas referenciadas previamente.

      Se trata de una limitación política a la potencia transformadora de un proceso constituyente, precisamente porque este recurso retórico ha sido utilizado por quienes, sistemáticamente, se han opuesto a todo cambio constitucional –entorpeciendo la deliberación democrática en torno a la cuestión constitucional y defendiendo, como regla vigente por defecto ante la falta de «acuerdo», el proyecto constitucional de la dictadura–, logrando así contener las iniciativas impulsadas por la vía reformista. Esa capacidad de contención que han mostrado los defensores de la Constitución de Pinochet se mantiene vigente, articulándose a través de instituciones políticamente neutralizadas, por ejemplo, a través del quórum de dos tercios para la reforma constitucional. Incorporar este elemento en el itinerario da cuenta de cómo la vía reformista se agotó y que no es capaz de dar más de lo (poco) que ya dio, pues no es ni ha sido capaz de reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad; es más, ni siquiera tiene la capacidad de plantearse dicho objetivo.

      Ambas aproximaciones críticas a la vía reformista que se ha seguido desde 1989 y que se presenta como agotada, derivan en la necesidad de una apertura radical de la participación política, a quienes se han visto sistemáticamente postergados de incidir en la solución de la cuestión constitucional. Esa apertura supone viabilizar una participación política decisoria, en los contenidos del proceso constituyente, a quien detenta el poder político originario: el pueblo soberano. Ese pueblo (los pueblos) lleva varios años movilizado en defensa de una serie de demandas ciudadanas, entre las que destaca la asamblea constituyente como una vía de solución a la cuestión constitucional, instancia que podría establecer nuevas formas democráticas para el ejercicio del poder político (tanto el que se ejerce en el plano institucional como en la sociedad).

       4.2 . Asamblea Constituyente y nuevas relaciones de poder

      Llegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.

      Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva significa una reordenación de las fuerzas políticas–, este debiera ser la consecuencia del proceso y no su puntapié inicial. En ese sentido, si bien una asamblea constituyente podría significar una contribución importante en ese proceso –según cómo se lleve, claro–, lo importante es la forma en que los sujetos políticos comienzan a rearticularse, construyendo nuevas formas para su agenciamiento político, transformando las relaciones de poder a las que están sometidos. Para ello, me parece fundamental considerar la diferencia entre la Constitución Política del Estado y la constitución política del pueblo: podría cambiar la forma como se ejerce el poder político en las instituciones del Estado, desarticulando aquellos enclaves autoritarios que han neutralizado la potencia transformadora de la soberanía popular; pero no tendrá ningún impacto si las relaciones de poder en el seno de la sociedad conservan sus estructuras actuales. Una nueva constitución debe surgir de nuevas prácticas políticas, prácticas emancipatorias.

      A este respecto, me parece que los mismos actores que ya fracasaron en su pretensión constituyente en 2005, no pueden decir nada distinto de lo que ya dijeron. Sus formas de representación simbólica de la realidad se encuentran configuradas, ineludiblemente, a partir de las relaciones materiales de poder político y económico que los condicionan en tanto sujetos, en tanto agentes políticos. Su sistemática inclinación por recurrir a la institucionalidad diseñada en dictadura, esperando poder desplegar una potestad constituyente que genere una nueva Constitución (como en 2005), demuestra que sus capacidades de comprensión del contexto normativo e institucional están condicionadas por esa misma institucionalidad. Solo la incorporación de nuevos agentes políticos, nuevos tipos de sujetos capaces de sostener discursos diferentes de los hegemónicos, que provengan de otros contextos materiales y no solo de los sectores privilegiados, dará paso a una forma distinta de representación simbólica –o podríamos decir constitucional– de la realidad. Aquí la clave está, efectivamente, en la forma. La forma es el fondo: si no se establece un mecanismo que garantice una efectiva participación de la ciudadanía en la definición de los contenidos de una nueva constitución (especialmente de los grupos subalternos, que han sido postergados de esta discusión), asegurando una participación igualitaria en condiciones de imparcialidad, el resultado será el mismo de 2005: una norma (eventualmente) mejor técnicamente, quizá con uno o dos enclaves autoritarios menos, pero no será una Carta nueva, ni logrará superar su endémico déficit de legitimidad.

      La historia constitucional reciente muestra cómo una serie de intentos por democratizar el texto de 1980 han contribuido marginalmente en dicho objetivo, fracasando en el objetivo principal: obtener una constitución legítima. La única forma de obtener un resultado distinto de la tónica que marcan las últimas tres décadas es otorgándoles voz a formas alternativas de representación simbólica de la realidad, es decir, a sectores de la sociedad que han sido sistemáticamente excluidos de un espacio de decisión política que, en principio, corresponde al pueblo en tanto titular del poder político originario, de la soberanía. Lo que parece claro es que sin un acto constitutivo, no habrá nueva constitución. Sin el despliegue de esa magnitud política que emane del titular del poder constituyente, no habrá nueva constitución. Sin perjuicio de que se trata de categorías abstractas e indeterminadas, que nos reconducen a conceptos universales que bien podrían ser catalogados de vacíos, lo cierto es que esta lógica discursiva permite evidenciar cómo este tipo de decisiones ha estado residenciado, por décadas, en estrechos círculos de poder: una clase política cada vez más alejada de la realidad política y social que legitima el ordenamiento jurídico y el sistema político que, en nuestro nombre, administran. Sus formas discursivas, condicionadas por sus condiciones materiales de vida, su situación de privilegio en la sociedad, atravesada por la trampa de un mal entendido consenso que inmoviliza, han fracasado en su pretensión constituyente en el pasado y, si se mantienen las lógicas políticas que han imperado hasta el momento, volverán a fracasar hoy. De hecho, sus condiciones de legitimidad han empeorado progresivamente en los últimos años, disminuyendo gravemente la confianza que la ciudadanía deposita en sus representantes, lo que solo puede confirmar el fracaso de una vía que ya no puede arrogarse legitimidad para constituir.

      Desde esta perspectiva, en tanto mecanismo para darnos una nueva Constitución, la asamblea constituyente cumple


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