La Constitución que queremos. Varios autores
Читать онлайн книгу.tipología de las minorías debería dar lugar, dependiendo de cada caso, a diferentes categorías de derechos propios. Así, los derechos más característicos de las minorías nacionales son los derechos de autonomía política que irían, de menor a mayor intensidad, desde los derechos de representación especial, el derecho a un sistema jurídico propio total o parcial y el derecho al autogobierno. A su turno, los derechos de las minorías emigradas y de las minorías culturales se traducen en una serie de derechos a la diferenciación cultural (festividades, educación, vestimenta, prácticas religiosas, lengua, etc.), pero también derechos a lo no discriminación por referencia al grupo dominante (ello es particularmente claro en el caso de minorías sexuales y de las mujeres). En fin, las minorías sociales reclaman derechos de prestación que les permitan acceder a una más equitativa distribución de recursos. Ahora bien, lo interesante –y complicado también– es que un mismo grupo minoritario puede pertenecer, al mismo tiempo, a más de una categoría de minorías. Piénsese en las mujeres mapuche que son, al mismo tiempo, una minoría nacional o étnica (dependiendo del lugar en que se encuentren), una minoría sexual y, en todos los casos, una minoría social.
Despejada la primera duda, cuestionémonos si acaso las políticas multiculturalistas producen efectos negativos respecto de las políticas de redistribución. Para el liberalismo igualitario, la respuesta es obvia: puesto que cree que la política es un juego de suma cero, cualquier asunto que pase a formar parte activa de la agenda pública distraerá los esfuerzos que debieran destinarse a la redistribución. Pienso, sin embargo, que además de no existir fundamento empírico para tal afirmación respecto de las políticas de reconocimiento, es necesario previamente cuestionar el planteamiento mismo de la pregunta. ¿Tiene sentido oponer dos presupuestos tan importantes para la justicia como la redistribución de los recursos escasos y el reconocimiento de las diferencias? ¿Puede, en todo caso, disociarse uno de otro? Pareciera que el asunto es más complejo. El que la redistribución sea necesaria, no la hace suficiente. De modo que, en vez de plantear el tema en términos excluyentes, lo que debería hacerse es redefinir el debate sobre la justicia para lograr una teoría que integre tanto el reconocimiento como la redistribución.
La afirmación de que el multiculturalismo quita fuerzas al Estado de Bienestar se fundamenta en la creencia gratuita de que existiría una masa de gente dispuesta a actuar en defensa de éste, pero que se ve distraída por el multiculturalismo. En el hecho esto no es efectivo, y baste para ello mirar al ciudadano medio. Si la gente ha dejado de participar activamente o ha disminuido su actuación en pos de la redistribución, es mayoritariamente porque el Estado de bienestar mismo se encuentra en crisis. La pasividad de la izquierda no tiene que ver con el multiculturalismo, sino con sus propios fracasos. En este sentido, las políticas multiculturalistas tienden a significar más un avance en el empoderamiento político-ciudadano que un retroceso, y permiten que las personas puedan volver a mezclarse en política sintiendo que es posible hacer una diferencia. Desde este punto de vista, «el real desafío es que la gente se involucre en política […]. Una vez que se encuentran involucrados, y tienen este sentido de eficiencia política, estarán abiertos a apoyar otras demandas progresistas también» (Banting y Kymlicka 2006, p. 16).
Tampoco parece persuasivo el reproche de que el multiculturalismo resalta las diferencias entre las personas en vez de lo que nos hace iguales. Quienes piensan así parecen asumir que con anterioridad a la implementación de las políticas multiculturalistas existían altos niveles de solidaridad y confianza interétnica, y se olvidan que la historia de Occidente está marcada por políticas de asimilación y exclusión, precisamente porque no existía dicha confianza y solidaridad. «Los grupos dominantes se sentían asustados frente a las minorías, y/o superiores a ellos, y/o simplemente indiferentes respecto de su bienestar, así que intentaban asimilarlas, excluirlas, explotarlas o quitarles su poder. Esto, a su turno, llevó a las minorías a desconfiar del grupo dominante» (Banting y Kymlicka 2006, p. 17). De este modo, podemos ver que las políticas multiculturalistas no son la causa original de la desconfianza, sino medidas que se toman a consecuencia de ella.
Por último, el temor ante la posible «culturización» de los problemas también parece falso. Los escépticos plantean que, al centrarse únicamente en las diferencias étnicas y culturales, se dejan de lado los problemas comunes, distorsionando la comprensión de las causas de la iniquidad. Me parece que esta crítica tendría sentido si el multiculturalismo efectivamente tomara como única causa de los problemas la falta de reconocimiento cultural de las minorías. Pero eso es un error: el multiculturalismo no ignora otras causas ni minimiza su importancia, sino que simplemente agrega al debate público otra fuente de desigualdades. Banting y Kymlicka señalan una posible razón por la cual podría pensarse que considerar la cultura como raíz de injusticias anula otros factores como la clase y el género: si las personas tuvieran un sentido de justicia limitado, entonces, al dar relevancia a un determinado tipo de injusticia, necesariamente deberían desestimar otro. Pienso, por el contrario, que el sentido de justicia se va desarrollando y las personas incrementen su sensibilidad frente a diversas circunstancias, a medida que toman conocimiento de ellas (Banting y Kymlicka 2006, p. 20).
1.4. La noción de cultura
Para efectos de la propuesta que se va a detallar a continuación, vamos a entender que la cultura se caracteriza por cuatro rasgos fundamentales:
i) La idea de proceso. La cultura, apoyándome en Phillips (2007, pp. 15-29), la comprenderemos como lo «cotidiano» u «ordinario», es decir, aquel proceso omnipresente, continuo y cambiante a través del cual toda organización social se desarrolla y se reproduce a sí misma, construyendo un significado compartido, transmitido de generación en generación, y abierto al debate y correcciones;
ii) El choque cultural como una distribución desigual del poder. Desde el punto de vista de la teoría política, la cultura importa no tanto como el estudio de la diferencia de las prácticas culturales, sino como desigualdad, o sea, determinar qué cuenta como justo tratamiento para los grupos minoritarios;
iii) El proceso de significación radica en las personas, no en la cultura. Como plantea Dhamoon (2007, pp. 30-49), lo cultural se define como un proceso de construcción de significado. Este énfasis es decisivo pues modifica el análisis desde el objeto de la cultura distinta (la entidad que tiene un significado) al proceso que expresa esa identidad diversa.
iv) Las culturas tienen potestades normativas. El último elemento de la noción de cultura es lo que Shachar (2001, p. 2) denomina comunidad nomoi. Con ello se refiere a un grupo que tiene una visión del mundo comprensiva y distinguible que se concreta en potestades normativas que crean leyes para la comunidad. Estos grupos se distinguen no sólo por sus particulares sistemas de significado, sino por pretender regular a través de la ley la conducta de la comunidad de sus miembros.
2. Articulando una constitución plurinacional
Me propongo ahora explorar las bases de una propuesta constitucional que se haga cargo adecuadamente de nuestra realidad plurinacional. Partamos por decir que en Chile está casi todo por hacer, especialmente desde el punto de vista constitucional. No hay reconocimiento expreso en la Carta Fundamental de los pueblos indígenas, no hay derechos colectivos o de acomodo de ninguna especie, no hay autonomía territorial ni funcional; el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) recién fue ratificado el año 200812 y la jurisprudencia es escasa y deficiente. Para construir esa propuesta, debemos comprender, primero, por que, el constitucionalismo moderno es tan refractario, en general, a las demandas culturales.
2.1. La necesidad de un nuevo constitucionalismo
Como nos recuerda Bonilla (2006, pp. 80-108), siguiendo el clásico trabajo de Tully (1995, pp. 58-98), el constitucionalismo moderno ha ocultado, sistemáticamente, la diversidad cultural. La razón descansa en que «el lenguaje del constitucionalismo moderno que ha llegado a ser respetado fue diseñado para excluir o asimilar la diversidad cultural y justificar la homogeneidad» (Tully 1995, p. 58). La tradición constitucional moderna está estructurada por un «espectro limitado del uso de términos