La Constitución que queremos. Varios autores

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83).

      El lenguaje hegemónico del constitucionalismo moderno ignora, excluye y suprime la diferencia cultural de diversas formas; entre las más relevantes, las que siguen: a) cuando define al soberano como una comunidad de individuos homogéneos que mediante un acto voluntario y racional crean una constitución; b) cuando se sostiene sobre la ficción de que las constituciones se crean en momentos fundacionales y que éstas son una condición previa para la democracia, pero no son parte de ella; c) cuando defiende que las instituciones políticas y jurídicas características de las constituciones posrevolucionarias son expresión de un estadio superior de progreso social, económico y cultural; y d) cuando asocia artificialmente una nación con un solo Estado que, además, posee una sola autoridad central y uniforme, garantía de estabilidad política y orden interno (Bonilla 2006, p. 87).

      Los rudimentarios Estados de derecho que emergieron en el siglo XIX en los países de América Latina son herederos de esa tradición constitucional hegemónica. Ello se refleja en la influencia de la «doctrina napoleónica de la unidad del Estado. La progresiva consolidación de esta doctrina en los novísimos países respondía a las siguientes premisas: una sola nación, un solo pueblo, una sola forma de organizar las relaciones sociales, una sola ley, una sola administración de justicia. Como consecuencia de ello se adoptó como principio fundamental la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos que integran al Estado, independientemente de su origen» (Figuera 2015, pp. 21-22).

      Como plantea Figuera (2015, pp. 22-29), los pueblos indígenas latinoamericanos se habían visto inmersos en un proceso histórico que terminó por anularlos políticamente. La conquista primero, luego la colonización y finalmente la usurpación de sus tierras ancestrales consolidó el despojo. Obviamente, los incipientes países latinoamericanos no desconocían la pluralidad cultural y nacional que los constituía, pero la fórmula monoétnica y unitaria se explicaba por la necesidad política de consolidar la frágil identidad nacional. El pago, con todo, fue extremadamente alto: sumisión, asimilación y exterminio.

      Llegado el siglo XX, los pueblos indígenas continuaron sin ser una preocupación genuina para el derecho constitucional latinoamericano. Recién con la creación de la OIT se comenzó a prestar atención a las denominadas poblaciones indígenas con la adopción del Convenio N° 107 del año 1957, aunque con un claro sesgo asimilacionista. Luego se evolucionó hacia el reconocimiento pleno de los pueblos indígenas con el Convenio N° 169, que entró en vigor en 1991 y a la fecha ha sido ratificado por veinte Estados, trece de ellos de Latinoamérica13. Chile lo hizo hace menos de 10 años. La evolución internacional alcanzó un nuevo hito al adoptarse por la Asamblea General de las Naciones Unidas la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas el año 2007, la que reconoce a los pueblos indígenas el derecho a la libre determinación.

      En casi todos los Estados latinoamericanos, gracias al impulso que supuso el Convenio 169, se cuestionó por parte de los pueblos indígenas el paradigma del Estado-nación sobre el que se construyeron las repúblicas del sur del mundo, reivindicando la introducción de reformas constitucionales y legales. «Aunque en muchos casos ha existido una brecha en la implementación de dichas reformas, en la práctica, en diversos contextos de la región se han impulsado políticas y procesos de reconocimiento de tierras y territorios indígenas y se han puesto en marcha mecanismos para hacer posible la participación política y/o la autonomía indígena en ciertas esferas, como en materia de justicia» (Aylwin et al. 2013, p. 30).

      La historia de Chile, en contraste, es bien distinta. Chile es el único Estado en Latinoamérica con una presencia indígena significativa y territorialmente asentada que no ha sido reconocida a nivel constitucional. Para comprender la singularidad del caso chileno, especialmente respecto de la nación mapuche, debemos retroceder en el tiempo hasta los albores de la república. Tal como plantea Clavero (2017, pp. 107-128), la relación entre el naciente Estado chileno y Wallmapu14 se inserta en la emergencia de definir sus fronteras. Chile se independiza, pero se encuentra al sur del Bío-Bío con Wallmapu, revitalizando la práctica de los tratados que los españoles impulsaron desde el siglo XVI para relacionarse con la nación mapuche. El más importante de esos tratados fue el Parlamento General de Tapihue, que consagró básicamente una confederación entre Chile y Wallmapu. Sin embargo, las constituciones chilenas posteriores a ese tratado, de forma consistente con el constitucionalismo moderno descrito más arriba, lo omitieron absolutamente. «El Tratado del Parlamento de Tapihue representa un reconocimiento mutuo entre Mapu y Chile, que el segundo, pues no el primero, desprecia y dilapida. La confederación se mantiene por parte indígena contra viento y marea a duras penas hasta verse conquistada y desposeída no sólo de territorio y recursos, sino también de derecho propio y autogobierno» (Clavero 2007, p. 117)15.

      Sobre esa omisión jurídica, pero también gracias a una historiografía fantasiosa, se construyó la artificial idea de que Chile fue, desde sus inicios, un Estado nación homogéneo y unitario. Este relato se ha mantenido en lo medular inalterado hasta la actualidad16. Ni la aprobación el año 1993 de la mal denominada Ley Indígena17, que se limitó a reconocer etnias, pero no pueblos indígenas, ni la implementación parcial del Convenio 169, a esperas de su íntegra aplicación, han cambiado ese panorama. Chile se encuentra lejos, entonces, de ser un Estado plurinacional que reconozca autonomía territorial y política a los pueblos indígenas.

       2.2. El reconocimiento general de los pueblos originarios: preexistencia y autodeterminación colectiva

      En el despoblado contexto descrito, pero fértil para ser reconquistado, una propuesta constitucional integral debería partir, en mi opinión, por un acto de reconocimiento al otro distinto que, bajo la ilusión del concepto de Estado culturalmente homogéneo, ha sido asimilado bajo la idea de «nación chilena». Si recurrimos a la tradición contractual que suele estar en la base de la justificación de una constitución como la representación de ese momento de autonomía radical, en la que la ciudadanía es genuinamente soberana sobre sí misma, la única forma de darle valor al texto normativo que llamamos «Constitución» es satisfaciendo el principio de legitimidad política en los términos que siguen: si bien en una sociedad democrática el poder político es siempre coercitivo –esto es, respaldado por el monopolio estatal de la fuerza–, es al mismo tiempo el poder del público, o sea, el poder de los ciudadanos libres e iguales considerados como un sistema cooperativo. Y si cada ciudadano comparte por igual el poder político, luego, en la medida de lo posible, este poder debería ejercerse, al menos cuando están en juego las cuestiones de justicia básica, de una forma en que todas y todos los ciudadanos puedan aceptar públicamente a la luz de su propia razón (Rawls 2002, p. 131).

      Conforme al principio de legitimidad democrática, entonces, es indispensable que las minorías étnicas y nacionales sean reconocidas expresamente en el texto constitucional. En este aspecto el derecho constitucional latinoamericano ha realizado avances significativos: Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Venezuela, entre los más relevantes, han incorporado a sus Cartas Fundamentales algún grado de reconocimiento de los pueblos indígenas. Mención especial merecen, por su profundidad, el caso boliviano y ecuatoriano, ya que se reconocen como países expresamente plurinacionales18.

      ¿Cuál sería la forma correcta de ese reconocimiento? El contenido material del reconocimiento reposa, en general, en el derecho a la libre determinación de los pueblos, una categoría normativa crucial del derecho internacional y que se extiende, con restricciones, a los pueblos indígenas. Siguiendo el análisis de Oliva (2012, pp. 763-772), ello implica en su faz negativa que: a) la comunidad internacional no les reconoce a los pueblos indígenas un derecho a la libre determinación en su dimensión externa o amplia, pues no los considera como pueblos sometidos a alguna forma de colonialismo externo o interno; y b) descarta la posibilidad de que los pueblos indígenas se constituyan unilateralmente como Estados independientes o puedan ejercer –total o parcialmente– el derecho de secesión19. Por su parte, en su faz positiva, el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas comprende: a) la implementación de estructuras autónomas políticas (derecho al autogobierno) y jurídicas (derecho a la jurisdicción propia) al interior de los Estados; b) la protección de la pluralidad cultural a través


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