Jamás te olvidé - Otra vez tú. Patricia Thayer

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Jamás te olvidé - Otra vez tú - Patricia Thayer


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extraña. Reparó en el pasamanos de la cama, oyó el pitido del monitor… ¿Un hospital? ¿Qué había pasado? Cerró los ojos y buscó su último recuerdo.

      Estaba amaneciendo. Había salido al granero para darles de comer a los animales. Le dolía el brazo desde que se había levantado de la cama. De repente había empezado a sentir mareos y había tenido que sentarse en una bala de heno. Vance estaba a su lado de repente, preguntándole si se encontraba bien.

      No. No se encontraba bien en esa cama, con una aguja en el brazo, enchufado a varios monitores. Pero lo peor de todo era que no podía moverse. ¿Qué le pasaba? Trató de hablar, pero solo pudo emitir un gruñido.

      –¿Señor Slater? ¿Señor Slater?

      Oyó la voz de una mujer.

      –Está en un hospital. Soy su enfermera, Elena García. ¿Le duele algo?

      Una vez más, no pudo hacer más que gruñir.

      –Le daré algo que le alivie.

      Colt parpadeó. Se fijó en aquella belleza de pelo negro y entonces contuvo el aliento. Esa cara con forma de corazón, esos ojos almendrados… Abrió la boca.

      –Luisa… –susurró y entonces ya no vio nada más.

      Veinte minutos más tarde, Ana entró en la habitación de su padre. Al ver el monitor y la vía que tenía en el brazo, casi se dejó llevar por el pánico.

      Se acercó. Colt Slater siempre había sido indestructible para ella. La antigua estrella del rodeo medía más de un metro ochenta y aún conservaba sus músculos. Todos esos años de trabajo en el rancho le habían mantenido en buena forma. Su pelo castaño tenía algunas betas blancas, pero aún seguía siendo un hombre atractivo, incluso con esas finas líneas alrededor de los ojos. Y ella le quería.

      A lo mejor él también quería a sus hijas, a su manera. Ana sintió una lágrima en la mejilla y se la limpió.

      –Oh, papá –tomó su mano grande. Estaba caliente.

      Quería otra oportunidad para acercarse a él. ¿Tendría tiempo suficiente?

      Una enfermera entró en ese momento y sonrió.

      –Hola. Me alegra ver que el señor Slater tiene visita.

      –¿Cómo ha estado?

      –Se despertó no hace mucho.

      Ana sintió un atisbo de esperanza.

      –¿En serio? ¿No dijo nada? Quiero decir… ¿Fue capaz de hablar?

      Una vez más, la enfermera sonrió.

      –Dijo el nombre «Luisa». ¿Eres tú?

      Ana contuvo el aliento al oír el nombre de su madre.

      –No. No soy yo.

      Soltó la mano de su padre y salió corriendo de la habitación. Todavía quería a su madre… Ana no fue capaz de contener las lágrimas al llegar a la sala de espera. Se echó a llorar. Por suerte, la sala estaba vacía.

      De repente sintió una mano en el hombro y oyó esa voz tan familiar. Se secó los ojos y se dio la vuelta lentamente. Era Vance. Su mirada oscura la atravesaba. Vio compasión en sus ojos.

      Sin saber muy bien lo que hacía, se echó a sus brazos. Le agarró de la camisa y escondió el rostro contra su pecho.

      Vance luchó consigo mismo para no reaccionar de ninguna manera, pero era como dejar de respirar. Rechazar algo que había querido durante mucho tiempo y que sabía que no podía tener… La dulce Analeigh, en sus brazos…

      Casi no le llegaba a la barbilla. Todas sus curvas se apretaban contra él, atormentándole. Movió las manos sobre su espalda, palpó su cuerpo delicado. Parecía frágil, pero no lo era. La había visto cuidar de sus hermanas durante años. Era ella quien terminaba las peleas, quien ayudaba con los deberes del colegio, quien las defendía ante Colt.

      Nunca la había visto romperse como en ese momento.

      –Oye, ¿qué pasa? ¿Colt está peor?

      Vance se sacó un pañuelo del bolsillo de atrás. Se lo dio, pero ella mantuvo la cabeza baja.

      –Vamos, dime. ¿Es Colt?

      Ella sacudió la cabeza.

      –¿Por qué estás así, Ana?

      Ella le miró por fin. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara hinchada, pero estaba preciosa.

      –Dijo su nombre.

      Vance frunció el ceño.

      –¿Qué nombre?

      –El nombre de mi madre. Luisa.

      A Vance no le sorprendía.

      –Ha sufrido un derrame. A lo mejor está confundido y no sabe ni dónde está.

      Ella asintió. Dio un paso atrás, como si acabara de darse cuenta de lo cerca que estaban.

      –Seguro que tienes razón. Lo siento. Es que lleva años sin hablar de mi madre. Pensaba que ya lo había superado.

      Señaló la camisa de Vance. Estaba húmeda por sus lágrimas.

      –Te la lavaré.

      Cuando la llevó de vuelta al rancho ya era muy tarde. Había sido un día largo. La dejó frente a la puerta y entonces se fue al granero para ver cómo estaban los animales.

      Ana se quedó frente a la casa un segundo y contempló la fachada. Llevaba meses sin entrar, pero Kathleen había insistido en que pasara la noche allí.

      Subió los peldaños del porche. Colt había construido la casa para su mujer, Luisa Delgado. La historia de amor de sus padres había sido un torbellino romántico, y su madre había desaparecido poco después.

      De eso hacía veinticuatro años.

      Ana tenía cinco años entonces. Recordó a aquella mujer encantadora que abrazaba y besaba a sus pequeñas una y otra vez, la mujer que les contaba cuentos por las noches, la que estaba a su lado cuando estaban enfermas. Quería recordarla de esa manera. Quería borrar a la mujer que las había abandonado de repente. Su abandono les había destrozado, y su padre jamás lo había superado. Había dejado de ser su padre desde entonces.

      Cruzó el umbral. Todo seguía igual, la enorme mesa de la entrada, adornada con flores frescas recién cortadas del jardín de Kathleen. Ana miró hacia la escalera de caracol, con el pasamanos de madera. Se adentró más en la casa. Pasó al salón. Había dos sofás de cuero frente a la chimenea. Definitivamente, era una habitación de hombre. El despacho de su padre era la siguiente estancia, y luego estaba el comedor, con las sillas altas y una mesa para veinte comensales. Siguió hacia su estancia favorita, la cocina.

      Sonrió y miró a su alrededor. Los muebles blancos de siempre seguían allí. Habían sido pintados muchas veces a lo largo de los años para que mantuvieran intacto su brillo. Las encimeras eran blancas, y los aparatos eléctricos también. La cocina estaba impecable.

      Kathleen entró en ese momento, procedente de la lavandería. El ama de llaves tenía cincuenta y cinco años y unos ojos castaños cálidos y amables. Su pelo había sido castaño oscuro en otra época, pero se le había puesto blanco con los años. Nunca se había casado, así que Ana y sus hermanas eran como los hijos que nunca había tenido.

      –Oh, Ana, me alegro de que estés aquí. Espero que te quedes lo bastante como para que me dé tiempo a darte bien de comer y que engordes un poco. Niña, estás muy delgada.

      –Peso lo mismo de siempre. Ni más ni menos.

      Ana no sabía si quedarse en la casa era una buena idea. Tenía tantos recuerdos que quería olvidar. Pero así estaría más cerca del hospital, y como no había colegio en verano, no tenía que trabajar.

      –Bueno, todavía tienes


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