Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Читать онлайн книгу.retrocedió y en actitud desafiante, los miró. Acostumbrados a que su presencia intimidara, le sostuvieron la mirada hasta que uno de ellos dijo:
—¡No lo mate! Se lo suplico, no es guerrillero, es cultivador de tabaco. –Y soltaron unas carcajadas delirantes, llenas de soberbia.
Otro, sacando la lengua obscenamente, agregó:
—¡A que les hubiera gustado verla con ese cactus en la boca y los chorros de sangre resbalándole por los labios! –Y volvieron a reír mientras brindaban con sus copas.
Noemi y Elena se paralizaron al oír aquellas palabras, esos rostros serían inolvidables. Salieron de allí, giraron en la esquina y los perdieron de vista. Desoladas, caminaban sin rumbo. Ya Noemi no tenía deseos de llamar a su primo, y aunque debía pedirle su plata, solo quería tomarse un ron y huir de esa ciudad cuyos malos augurios la aplastaban. Necesitaba pensar con lucidez y no movida por aquellas emociones.
Entraron en un restaurante, Elena miraba la carta: mote de queso, empanada de huevo, bollos de yuca y jugos, Noemi pidió un ron doble y cigarrillos. No tenían nada que decirse, y el silencio creaba entre ellas un espacio vasto para las imágenes y esos rostros que las golpeaban repetidamente, en un eco que crecía. Cuando Noemi sintió que iba a gritar hundida en la impotencia y la desesperación, aspiró una bocanada de humo que la contuvo, y dirigiéndose a Elena, dijo con resolución:
—¡Nos vamos! No podemos estar cerca de esos asesinos, aquí se ve la muerte tatuada en los rostros. Siento que una cosa oscura crece dentro de mí y la detesto, es como una marea que arremete contra la esperanza y me llena de rabia.
La mirada asombrada y temerosa de Elena la interrumpió. Trató de cambiar el tono pero no pudo. Callar sus pensamientos era continuar con el engaño, sumarse al artificio, y no estaba dispuesta, así que le dijo sosteniendo su mirada.
—Sí. Odio todo esto y no voy a callarlo aunque seas una niña. Ya te robaron la infancia, la vida fue asaltada en ti cuando apenas comenzabas a vivir. Has visto y vivido tantas cosas que podrías tener mi edad, y no voy a protegerte ahora.
—¿Escuchaste lo que dijeron? Me parece que hablaban de una mujer a la que seguro mataron. Tengo mucho miedo. También me quiero ir, pero cómo vamos a llegar a la terminal sin pasar por donde ellos están.
—Esperemos aquí hasta que esos hombres se hayan ido. Más tarde vamos a comprar los pasajes.
—¿Crees que estuvieron en El Salado? Allá se cultiva tabaco.
—Eso no lo sé, pero no me queda duda de que son paramilitares. La vida para ellos es un campo de batalla y de una manera u otra, siempre están destruyendo o humillando a alguien.
Decía esto mirando a las personas que se encontraban allí; caras tristes marcadas por la soledad, seres hundidos en el silencio, aburridos y ensimismados frente a sus tazas de café, entre nubes de humo de tabaco. Noemi se preguntaba cuántos de esos hombres habían sido desplazados de sus pueblos y de sus tierras, cuántas de esas mujeres, jugando a la vulgaridad y al desafío, habían sido violadas como ella, cuántos de esos seres lisiados escaparon de una matanza y agonizaron entre matorrales; y de todos esos locos, cuántos habían perdido la razón, al ser testigos del desmembramiento en vida de sus seres queridos. Entonces, sintió que el deseo de huir de allí implicaba una negación. ¿Qué hacían abandonando a quienes como ellas eran perseguidos y asediados por la necesidad y conducidos a la margen oscura de un mundo que los ignoraba y les quitaba la dignidad?
Sabía que ellas no se encontraban aun en esas orillas del vértigo, que todavía no clavaban sus uñas en la tierra, garras ya las manos, ni se defendían como animales para no ser lanzadas a la sima de la completa pérdida de la vida. Sin embargo, aquello era su futuro más probable, pues eso hace la violencia: lanza a los hombres a esos límites donde mandan los instintos. No, ella no huiría de aquellos que le señalaban su porvenir. Y el de Elena.
—Este mote de queso me recuerda a mi mamá –dijo Elena.
Esas palabras subieron por su garganta trayendo recuerdos que la ensordecieron con gritos: “Corre, Elena, huye de aquí”, y sintió nuevamente la mano sobre su brazo. De nuevo, como entonces, comenzó el batir acelerado de la huida. Sumida en el silencio y con el sabor amargo de las palabras pronunciadas sin pensar, quiso empujar su memoria. ¿Qué había pasado luego? ¿Quién había sido aquella persona empeñada en salvarla? Parecía estar ante una pared que ocultaba lo ocurrido después de los gritos de su madre; esa voz que quizá no volvería a oír nunca de sus labios y sin embargo, escucharía siempre como una letanía.
Apretó los párpados para no llorar, cerró los puños y dijo tres veces el nombre de su madre: una a su cuerpo cuando la cargaba y la llevaba a la cama, otra a su corazón que palpitaba cuando ella la abrazaba y otra a su alma que la llenaba de imágenes cuando le contaba cuentos. Pedía con todas sus fuerzas, que su rostro no se borrara jamás, que el amor fuera como las ceibas bongas, altas y robustas; pedía y se prometía que nunca dejaría de proteger su memoria. Mientras tanto, Noemi miraba los titulares de los periódicos sin atreverse a leer el contenido, le disgustaba enfrentarse a esa voluntad de ocultar la realidad, de disfrazarla con la gramática de las mentiras.
Caminaron para alejarse de aquel hervidero. En cada recodo había un mendigo con el rostro deformado, un paralítico o un hombre exhibiendo una herida, y las miradas de quienes se les acercaban ofreciéndoles algo pasaban de la inocencia fingida a la malicia y al engaño. Allí cohabitaban la desesperación y la lucha más intensa por recoger algunas monedas. Aquello parecía una feria de seres acorralados en cárceles invisibles, despojados de toda dignidad. El desamparo latía en los cuerpos y una ira contenida palpitaba entre las palabras que usaban para pedir, vender o amenazar. La violencia vivida los había conducido hasta allí.
—Voy a llamar a mi primo para que me mande la plata a Sahagún y nos podemos quedar allá un tiempo mientras averiguo dónde van a abrir fosas –dijo Noemi.
Y pensó: “Aunque no sé cómo voy a reconocer a mis hijos si no tenían ninguna seña y jamás habían ido al dentista; era don Tomás, el barbero del pueblo, quien les sacaba las muelas cuando les dolían y él no llevaba registros. ¿Todavía tendrán las cadenitas de plata con sus nombres y fechas de nacimiento? ¿Nada más? No. Tengo que confiar en lo que diga mi cuerpo”.
Cuando el autobús tomó la carretera hacia Sahagún, Noemi dijo:
—Esta es una ciudad sin perros.
La luz del atardecer perfilaba el contorno de los árboles donde los loros se refugiaban en medio de aleteos y alboroto. Elena amaba a esas aves. Producían en su alma infantil un efecto mágico. Sacaba la cabeza por la ventana y disfrutaba escuchando la algarabía. Todo parecía estar en su sitio justo.
“Es maravilloso observar el mundo cuando me aleja de los temores, sin el cansancio de pensar que me roba el cuerpo –pensó Noemi–; quiero quedarme en este velo, en esta niebla que me detiene ante el paisaje como si solo existieran mi mirada, el rojo del horizonte y el aire caliente que me golpea el rostro. Sentirme una de esas loras en un mundo ordenado y preciso: caer del sol, correr del viento, volar hacia el sueño. Necesito abandonarme ante el paisaje y que los sonidos arranquen hasta el último dolor. Olvidar al menos por unas horas, permanecer vacía, salir de las aguas en las que siempre estoy al límite del ahogo. Cerrar los ojos y vagar. Lejos del mundo feroz, del temor de ese animal asustado que nada dentro de mí”.
La invadía la sensación de dejar atrás el único material intocable e inmutable de su vida que la anclaba al pasado denso que odiaba, aunque a veces le enviara señales de ilusión y esperanza, signos de cambio y de lugares fecundos en el alma en los que no todo era violencia. “Pero camino con los pies atados a una piedra que me frena los pasos. A punto de emprender el vuelo hacia otros sueños, la realidad me ataja y regreso, atrapada, hacia la muerte. A veces me basta una palabra, a veces una mirada furtiva en la calle, a veces un sueño, a veces el asalto del miedo. Es estéril la vida naufragando en el desasosiego. No logro cambiar el rumbo de las imágenes ni las marcas sobre mi sexo saqueado. Atacado con el pretexto del amor –seguía pensando Noemi–. Muerte. La busco afuera, donde ella