Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Читать онлайн книгу.despertaron.
—¡Levántense, tienen que irse! Arreglen la escuela y pongan las mesas en su lugar.
Los militares empujaban a la gente, la pateaban. Todos se levantaron y aquella brutalidad volvía a hundirlos en el estupor y el miedo. Carlota y varias mujeres más, se acercaron a ellos y los increparon:
—Ustedes vienen a tratarnos como si los brutos asesinos fuéramos nosotros. ¡Qué vaina! Díganle al alcalde que no nos iremos hasta que no lleguen el defensor del pueblo y los periodistas.
—Aquí tenemos varios camiones. Los llevaremos hasta Corozal. El alcalde ya se puso de acuerdo con la Defensoría del Pueblo y ellos van a estar allí esperándolos, junto con personas de la fiscalía. ¡Apúrense! Los tenemos que custodiar hasta allá.
Recogieron sus cosas y se subieron a los camiones. Nadie estaba seguro de que el alcalde hubiera concertado la cita. Apeñuscados, arriados como animales, tratados como indeseables, salieron del pueblo. Tenían miedo, sabían que posiblemente iban hacia una trampa ineludible: si no los asesinaban los militares que los conducían, podrían ser víctimas de sus cómplices, los paramilitares, y si estos los dejaban vivir, entonces serían atacados por la guerrilla, acusados de ser colaboradores. La situación era tan paradójica que posiblemente los mismos que los escoltaban, habían participado en las masacres de los pueblos de Los Montes de María.
Mientras el paisaje trasmitía una armonía extraña, casi mágica, ellos llevaban el duelo y la congoja en su corazón, cobijados por la sospecha en aquel convoy que los conducía. Sorpresivamente, en medio de la carretera desierta, los camiones se detuvieron y los militares los obligaron a bajarse en medio de insultos y malos tratos.
—¡Aquí se quedan! Corozal está a pocos kilómetros, acaben de llegar a pie. ¡Bájense! –Gritaban, mientras les tiraban las cosas al suelo y los halaban para hacerlos descender.
Nadie protestó, el miedo de que los mataran los convirtió en un único organismo. Se bajaron. El temor aumentó cuando vieron varias casas cerradas, abandonadas y con los muros visiblemente dañados por las balas y los morteros. Escucharon en sus mentes ráfagas de metralleta, gritos, sus propios gritos y los de aquellos hombres como perros enfermos de rabia. Oyeron de nuevo las voces casi apagadas que gemían y pedían auxilio y vieron a mujeres heridas arrastrándose sobre la tierra para alcanzar el último suspiro junto a sus seres queridos ya asesinados. Las balas silbaban sobre sus cabezas y entre los pasos acelerados de quienes encontraban la muerte de frente al toparse con los asesinos que venían en la retaguardia. Los camiones regresaron y ellos, con sus pocas pertenencias regadas sobre el pavimento, se quedaron mirando hacia el caserío.
La confusión reinaba otra vez en sus corazones, era el mismo sentimiento desesperado que padecieron al asistir al asesinato de su gente. De nuevo volvían a sentir el impulso de escapar venido de cada músculo, de cada fibra de sus cuerpos, y aunque aquel mandato carnal era la orden perentoria del animal, también lo era la parálisis que el miedo les producía. Muchos habían encontrado así la muerte, atrapados entre la exigencia imperiosa de huir y la férrea inmovilidad del pánico. Era casi imposible salir vivos de la maraña de odio que los atrapaba, y tarde o temprano caerían en sus redes de fuego, sangre y cólera.
Frente a aquellas imágenes que eran las suyas y que revivían el horror, se preguntaban por la salida de lo que ya sin duda alguna consideraban una trampa mortal en ese camino. El poblado en ruinas los objetos tirados, la desolación de las casas y la soledad, hacían pensar que ellos eran los únicos que habían sobrevivido en aquellas tierras. La tristeza que sentían, arrancados de todos y de todo, los hacía vulnerables y presas fáciles de esas bestias. Haber salvado sus vidas había sido la prolongación del horror. Lo que ahora estaban viviendo era apenas un leve anticipo de los sobresaltos y las humillaciones que vivirían durante su eterno destierro.
Algunos recordaban el inicio del asalto a su pueblo, otros precisaban el lugar donde los habían ubicado para matarlos uno por uno; otros más veían el rostro asesino y aterrorizados bajaban los ojos. Pero los recuerdos que anidaban en sus mentes no eran continuos. Ninguno tenía una comprensión completa de los hechos, su memoria también estaba rota por el dolor que mantenía algunos momentos hundidos en la oscuridad.
Un sonido agudo, chillón, creó una conmoción entre los desplazados, cruzó como un cuchillo y fijó la alerta sobre sus rostros, en un principio no supieron de qué se trataba hasta que uno de los hombres señaló hacia el cielo y dijo emocionado:
—¡Son cotorras!
Una bandada pasó sobre sus cabezas hacia los árboles de la explanada. De manera automática, los desplazados cogieron sus cosas y comenzaron a caminar. Cuando finalmente llegaron a Corozal, narraron sus historias interrumpidas por largos silencios frente a lo que el pudor callaba. Cada uno, al terminar su relato ante al defensor del pueblo, algunos periodistas y los representantes de las organizaciones de derechos humanos, salía con el infierno en el alma y la sospecha de que un infierno peor anidaba en sus omisiones. Rumiando su soledad, tomaban rumbos inciertos, caminos hacia la dispersión que se llevaría para siempre la memoria. Algunos decían que se iban hacia el Norte, otros hacia el centro del país y muchos, que no sabían aun hacia dónde dirigirse, tomarían el primer autobús que los sacara de esa región.
Cuando Noemi y Elena entraron a dar su versión de los hechos, les pidieron el nombre, un documento de identidad y les preguntaron si conocían a los responsables de la masacre.
—Me llamo Noemi Álvarez Restrepo. Nací en Trujillo, Valle del Cauca.
—¿Y ella? –preguntaron.
—Elena Álvarez –se apresuró a contestar Elena–. Soy su hija –agregó.
Visiblemente sorprendida, Noemi supo que Elena no declararía nada, entonces contó lo que había vivido en el Carmen de Bolívar.
—¿Y usted, por qué fue al Carmen?
—Porque me dijeron que allí se iban a abrir unas fosas comunes que la población había denunciado y yo estoy buscando a mis hijos desaparecidos.
—Según usted, ¿quiénes perpetraron la masacre?
—Fueron los paramilitares, llevaban el distintivo en el uniforme.
—¿Y la niña, tiene algo que decir?
—No –contestó Elena secamente. –Noemi firmó la declaración y salieron de allí.
—No debiste haber dicho que eras mi hija. ¿Por qué lo hiciste?
—No quiero hablar con ellos, además casi no recuerdo nada, solo los disparos, los gritos de mi mamá ordenándome que huyera y una mano como de hierro que me haló hacia el monte.
—¿Tu papá?
—Solo tengo mamá. Creo que la mataron. Ella tenía un novio, pero no era mi papá, el mío se fue y nunca supimos de él.
—¿Tienes parientes en algún lugar?
—No. todos están muertos. –Se sentó en un muro cerca de la plaza del pueblo y se puso a llorar–. No tengo a dónde ir –continuó– no tengo a nadie –decía entre sollozos y ahogo–. No me abandones ni me entregues a esos policías.
Noemi se estremeció con un dolor que le recordaba el suyo propio, lanzada a la extrañeza del abandono en un mundo que desde entonces le había sido hostil, Elena, expectante, ahogada en la angustia, esperaba. Y Noemi, viendo el temblor mudo de sus labios, sabía de qué insondables e indecibles preguntas, estaba hecho aquel llanto. Entonces, la abrazó, y limpiándole la nariz con su camisa sucia, le prometió que continuarían juntas.
—No tengo a nadie, solo te tengo a ti. Creo que a mi mamá la mataron.
Noemi sintió aquel murmullo en su pecho, como un soplo a su aridecido corazón. Entonces no quiso indagar más acerca de lo que a Elena y a su madre les había ocurrido.
Permanecieron un buen rato mirando las golondrinas volar y posarse sobre los alambres de la luz. El sol declinaba y el atardecer iluminaba sus rostros tostados durante el largo camino de la huida.