Mientras el cielo esté vacío. Marta Cecilia Vélez Saldarriaga
Читать онлайн книгу.y la deja náufraga en la superficie del mundo? ¿Por qué no puedo denunciar a aquellos hombres por haberme vaciado el alma, por haber robado mis esperanzas y haberme dejado en un mundo estéril donde solo permanece el animal que respira y tiembla? ¿Por qué ninguno de aquellos hombres será juzgado por haberme quitado la vida? ¿Y la vida? Es este olor a estiércol y leche cuajada; tocar el viento, la suavidad de la hierba, el calor de un animal”. Entonces apretó los puños, clavó las uñas en las palmas de las manos y contuvo el aire casi hasta el ahogo; y en ese instante preciso del ya no más, donde podía sentir la presión de la muerte, la bestia que latía en sus venas invadió su cuerpo y abrió sus manos al mismo tiempo que la obligaba a respirar. Sentía la vida.
Noemi pensaba que el objetivo de la guerra no era el animal, sino reducir lo humano, humillarlo hasta despojarlo de su dignidad. Sospechaba que los guerreros habían comenzado la destrucción de la vida en la lucha contra las pulsaciones de lo vivo, expresada en risa, en ternura, en pensamiento. Para resistir era necesario recordar y sostener en la mirada el misterio que nos inquieta de otra mirada. Entendió que la memoria era lo único que podía sacarla del camino hacia el vacío al que la conducían aquellas muertes.
Pasaban por caseríos que parecían pueblos fantasmas; solo las luces lánguidas los denunciaban en la sabana.
—Sé de estos pueblos que eran alegres y parranderos y ahora enmudecen apenas cae la noche y las puertas de las casas se cierran con doble tranca con la falsa ilusión de detener a las jaurías de asesinos. No se escucha el hincharse del acordeón ni los sonidos opacos de las tamboras. Las gentes de esta región han sido siempre abiertas, dispuestas y simpáticas, curiosas del otro, de relaciones fáciles; pero todo eso se perdió, igual ocurre aquí, en el autobús: el miedo silencia las palabras espontáneas y arrebata la confianza. Lo reconozco en las miradas que huyen recelosas, esquivas, casi acusadoras –hablaba Noemi como para sí misma, en un tono tan bajo y monótono, que Elena no le prestaba atención.
—Yo misma abandoné mi pueblo cuando se hizo invivible por la violencia más atroz e inimaginable. Luego de los asesinatos, no confiaba en nadie, y solo vivía para protegerme. Diariamente se esparcían rumores, prohibiciones, advertencias, amenazas entre las familias, entre hermanos, entre amigos entrañables de la infancia. Algunos muchachos habían ingresado en las autodefensas, otros a la guerrilla y muchos se mantenían en un equilibrio más mortal incluso, pues atraían las sospechas de todos. Mis hijos no estaban en la guerra, iban al jornal y regresaban sin hablar con nadie, esto también era extraño. Quizá por eso habían desaparecido. Un día salieron a trabajar y no regresaron más.
El autobús frenó sorpresivamente e interrumpió el monólogo de Noemi. Al pasar una curva se encontraron con varios carros detenidos. En medio del sobresalto el chofer gritó:
—¡Un retén! ¡El que deba algo coja el monte!
—¿Un retén de quién? –preguntó una mujer con voz apretada.
—No sé, no alcanzo a ver detrás de ese poco de carros. Pero se les advirtió sobre lo arriesgado que era salir a estas horas. ¡Ustedes saben que está prohibido! ¡Y aún así puyaron y ajá! Acá nos cogieron. Ve a mirar Fredo.
El ayudante del chofer se bajó de un salto y fue a pedirles información a los conductores de los automóviles. Los pasajeros quedaron expectantes y temerosos; las miradas inquisidoras que se dirigían ahora mostraban que la duda y el miedo ya comenzaban a actuar. Cuando el ayudante regresó, encendió la luz y dijo que era un retén del ejército y que tuvieran los papeles de identificación a mano.
Elena se aferró a Noemi y le dijo:
—¿Y si ese hombre está ahí?
—No te preocupes, estamos muy lejos del Carmen –le dijo.
Sin embargo, Noemi sabía que sí podía encontrarse allí y que en un retén a esa hora en medio del camino, era muy fácil que las detuvieran e incluso que las mataran. Asomada por la ventana, veía a hombres armados, nerviosos y listos para disparar.
Algunos militares abordaron el bus mientras otros los esperaban en la carretera.
—¡Bájense! Los hombres pongan las manos contra el bus, las piernas separadas y mirando al frente. La libreta militar lista. Las mujeres hagan fila al lado derecho. –Dijo el que estaba al mando. Revisaba los papeles y miraba los rostros con desprecio. Entonces le preguntó a Noemi.
—¿Dónde está su marido? En la guerrilla seguramente, y es tan cobarde que la deja viajar sola con niños por esta zona –dijo mirando a Elena.
—Es mi hija. –Elena, pegada a Noemi, buscaba disimuladamente un rostro entre los rostros, el de aquel hombre que la había reconocido.
—Y su marido dónde está –repitió–, o es que no tiene. –Se acercó más y le tocó ligeramente la mejilla.
Con un gesto de rechazo. Noemi le respondió:
—Está muerto.
El militar le devolvió los papeles, ya de espaldas les dijo que regresaran al autobús y se dirigió a los hombres que estaban tal como se les había ordenado.
— Miren hacia el frente, guerrilleros de mierda. ¿Dónde llevan las armas? En estos pueblos solo hay terroristas. Han hecho muchas masacres en los Montes de María y la orden es darles plomo a todos.
Mientras los requisaban les preguntaba dónde trabajaban y los hombres les respondían temerosos, cabizbajos, siempre pegados al autobús. Un joven de unos diez y ocho años giró hacia él para responderle. Entonces, encolerizado, ordenó que lo separaran del grupo, lo tiraron al suelo, le pegaron con las culatas de las armas y lo patearon. Noemi que estaba atenta a lo que pasaba, les gritó:
—¿Es que lo piensan matar o qué?
El militar la alumbró con la linterna y le dijo:
—¿O qué? Si es tan valiente bájese que aquí le damos lo que le hace falta. Seguro que no tiene un hombre que le tape la boca, vieja puta. Respete la autoridad.
—¡Cállate! ¡Cálmate! –Le dijo Elena muy asustada y la abrazó. Y Noemi, sorprendida por su propia osadía, entendió el riesgo que habían corrido y permaneció en silencio.
Algunas personas se bajaron de los carros y se dirigieron hacia allí, al notarlo, los soldados se dispersaron rápidamente y levantaron el retén. El muchacho, doblado por el dolor, logró llegar hasta su puesto en el bus. Le corría sangre por el rostro. Noemi le ofreció su botella de agua y lo ayudó a recostarse, entre quejidos, le dio las gracias. Nadie dijo nada, nadie más se acercó a ayudarlo; cada uno se encerró en sus pensamientos en medio del miedo. El autobús arrancó.
La indefensión del muchacho la hacía pensar en sus hijos, en los hijos de toda esa turba de mujeres que había conocido durante el recorrido del espanto, detrás de las huellas ensangrentadas de los asesinos, en los escombros de los pueblos incendiados, en las fosas de la tierra profanada. Habrían podido desaparecerlo de no ser por la gente que se encontraba allí. Pensaba Noemi, pero entonces, ¿cómo habían logrado hacerlo con miles de personas de las que nada se sabía? ¿Acaso otras miles atemorizadas permanecían en silencio permitiendo que cuantos caminaban, cavaban y suplicaban buscando sus muertos para poder enterrarlos, vivieran en el limbo de esa muerte? Había visto a cientos de mujeres ir de un lugar a otro, esperanzadas, pidiendo que las autoridades las acompañaran y siguieran con ellas las pistas falsas, las denuncias engañosas. Muchas veces solas, las vio cavar y constatar que los asesinos habían regado las habladurías para despistarlas y poder cambiar los restos, quemarlos o tirarlos a los ríos.
Elena miraba fijamente al muchacho: era moreno y de facciones angulosas, como recortadas. Los ojos negros, enmarcados por unas cejas tupidas, se abrían asustados cuando miraba a quienes iban cerca de él en el autobús. Lo veía doblarse por el dolor y cada mueca acentuaba el temor de Elena. No lograba apartar su mirada del joven, la atraía en la hermandad del peligro, en el desamparo, en el miedo y en la orfandad que ella también sintió cuando los militares lo humillaban. Eran ecos de una sensación que se había convertido en un sobresalto permanente que la quemaba con ansiedad: un temblor que