El caballero escocés. Miranda Bouzo

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El caballero escocés - Miranda Bouzo


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iría a una batalla sin su feileadh mor con los colores de su clan, azul y gris. Pasó por su hombro el tartán, prendió el alfiler de plata con el águila grabada que lo sujetaba, desechó el sporran de su cintura para moverse con mayor libertad y colocó la daga en su bota de piel. Ciñó su espada claymore en la funda de cuero y respiró hondo. Abrió los brazos para rendirse al fuego de los cañones de los españoles, que hacía rato disparaban desesperados e impotentes ante los ágiles barcos ingleses. Sir Francis Drake, su amigo, dio la orden y los barcos incendiados con brea navegaron hacia la masa de los navíos españoles, con Alistair a la cabeza. Misión suicida, lo habían llamado, y solo el escocés se prestó a ella. Qué podía importar ya vivir o morir, si aquello era el mismísimo infierno. Armada Invencible, habían llamado los españoles a su fuerza naval, que ahora caía abatida por el fuego y las tormentas. Alistair había comprendido hacía mucho tiempo que no había nada que no se pudiera destruir. Tiempo atrás abrazaba la vida, se bebía las fiestas, tenía amores de una noche y siempre hacía cuanto podía para disfrutar cada segundo de goce. Todo antes de Irlanda.

      Capítulo 2

      1589 Castillo de Hay. Inglaterra

      Katherine Gray escuchó el bullicio del salón mientras descendía las estrechas escaleras de piedra con las faldas de aquel ostentoso vestido recogidas en sus manos. Estaba enfadada consigo misma por haber cedido ante él, indignada porque su padre le hiciera pasar por todo aquello. La mirada de ojos negros de Katherine giró hacia Beth, su doncella, que la empujó levemente para que prosiguiera sin contemplaciones. Sabía que sus ojos podían clavarse como dagas en otra persona cuando se enfadaba, y de sus labios podían salir palabras capaces de hacer llorar a un guerrero. Pero aquella mujer, que la conocía desde niña, no se amedrentó ante sus tácticas amenazantes. Su anciana aya, de cabellos ya blancos, le colocó el pelo negro sobre el hombro y retocó su diadema de flores antes de llegar al salón.

      La voz del bardo se elevó al verla al pie de las escaleras, se dejó oír por encima de las risas, los gritos y las conversaciones del banquete, casi todas en inglés. Katherine se obligó a levantar la barbilla y a caminar hasta su padre.

      —La bella dama de Hay, la hija de mi señor, lady Katherine Gray.

      Katherine apretó los puños, se mordió el labio y, sabedora de que todos la observaban, acudió junto a su padre, no sin antes dirigir su mirada furiosa ante el que la había anunciado de manera tan ostentosa. Así la mostraban, como una res en busca de comprador, el caballo al que le mirarían los dientes todos y cada uno de aquellos caballeros, todos de noble cuna y grandes fortunas. Ese era su triste destino, encontrar un marido que salvara la casa de Hay, arruinada por la mala cabeza de su padre y la guerra contra España. Sus tres hermanos pequeños la miraban como si fuera un hada salida de sus propios cuentos, jamás la habían visto tan arreglada y distinta de la hermana mayor que les limpiaba los mocos, los perseguía por las porquerizas y les contaba cuentos. Estaba convencida de que su madre jamás hubiera permitido tamaño disparate, como exhibirla en busca de marido, pero su madre había muerto hacía cinco años, al dar a luz al pequeño John. Robert y Richard eran gemelos, apenas tenían tres años cuando sucedió, y ella, con tan solo diecisiete años, se había echado encima la responsabilidad de cuidar a sus hermanos y a Jean, su hermana de quince.

      John de Hay, su padre, inclinó la cabeza cuando llegó junto a él e ignoró su mirada, le señaló que se sentara con un gesto rápido. Katherine lo hizo, cayendo con fuerza sobre el cojín del asiento como si estuviera a solas en sus aposentos.

      —Lady, podéis refunfuñar cuanto queráis, pero sabed que el prestigio de la casa Hay está en vuestras manos.

      Katherine se giró hacia el segundo de su padre, un antiguo señor de Gales que había servido con su padre en el ejército de su majestad Enrique VIII.

      —Nunca pedí semejante privilegio, si quieres, Thomas, puedes ocupar mi puesto.

      Escuchó a su padre gemir ante sus palabras, a punto de disculparse con Thomas, vio que este la miraba con odio mal disimulado, y lo ignoró. Su padre era un hombre bueno y justo que se dejaba llevar por los dictados de Thomas. Para su desdicha y la de los habitantes de Hay, la voluntad que exhibía John era la que Thomas ordenaba.

      —Padre, aún hay tiempo, esperemos a la primavera, quizá a las cosechas, tal vez recuperemos el dinero invertido en los campos. ¿Quién cuidará de los pequeños? Sabéis que Jean no puede ni tiene paciencia, los mellizos necesitan a alguien aún.

      John de Hay miró a su hija con la pena de ver a su guerrera tan derrotada. Aún recordaba su risa infantil por todo el castillo, cómo los caballeros la cogían en sus hombros y las doncellas de su madre la consentían. Katherine era una niña dulce, de mirada directa e inteligente, quizá demasiado consentida. Sus ojos negros, siempre vivaces, se habían ido apagando con el paso de los años y la responsabilidad que había hecho caer sus hombros. Era hora de casarla, como decía su aya, antes de que se consumiera entre los muros del castillo. Tenía más de veinte años y el dinero que traería su matrimonio salvaría el castillo.

      —¡Toda mi fortuna daría por esa belleza! —gritó una voz de hombre. Al mirar Katherine en la dirección de aquel vozarrón, vio a Will de Somerset, un caballero joven que había llegado el día anterior y, por si no fuera bastante, el hijo de Thomas. Elevaba su vaso de cerveza como si estuviera en una taberna y quiso levantarse y contestar que tal vez sus gritos serían mejor acogidos en las cuadras. En su lugar permaneció sentada mordiéndose el labio. No podía seguir escuchando las chanzas de aquellos hombres, alguno de ellos pediría su mano sin importarle su fama de arisca, seria y algo cortante. Todos podían ver la falsa riqueza de su hogar, las paredes cargadas de tapices y la vajilla de plata, pero, por encima de todas las cosas, su título y el emplazamiento de la fortaleza, a medio camino entre Inglaterra y Escocia.

      Will de Somerset se acercó hacia el estrado, donde permanecía sentada bajo la vigilancia de su padre. Las mejillas coloradas y el paso tambaleante de haber bebido demasiado le recordó a Thomas. Will, ufano y arrogante, como si el hecho de tener un título lo hiciera invulnerable, apoyó las manos sobre la mesa, cercando su visión. Katherine intentó levantarse, pero su padre la sujetó del brazo obligándola a permanecer ante el escrutinio de aquel «caballero».

      —Lady Katherine, me habían hablado de vuestra belleza.

      —Dejadme adivinar, también de mi título, el castillo de mi padre y lo único que nos queda, mi dote.

      Will retrocedió sorprendido ante su cortante respuesta. Katherine a menudo utilizaba su lengua para mantener lejos a hombres como él, era consciente de que no era una belleza, no al menos una belleza como su hermana Jean o lo fue su madre, no al menos esa belleza que dejaba a un hombre sin respiración o iluminaba los versos de una canción. Su posición, eso sí, iluminaba la ambición de los caballeros, no se engañaba pensando que alguno de los que había en aquel salón acudía en busca de su rostro o movido por el amor más absoluto hacia ella, y ahora Will, ante su agria respuesta, tampoco. Nada acostumbrado al descaro de una mujer, saludó a Katherine con una inclinación de la cabeza y se sentó lo bastante alejado de ella como para no tener que dirigirle la palabra. Uno menos, pensó Katherine.

      Era una noche fría para ser agosto y, aunque los fuegos de la chimenea se avivaban constantemente, Katherine sintió un escalofrío. Los estandartes colgados de las paredes, con los escudos de sus antepasados, se agitaron cuando la puerta principal se abrió de par en par para dejar pasar a un grupo de hombres. Una corriente helada recorrió el salón. Entre ellos distinguió a algunos jóvenes caballeros conocidos, muchos de ellos sucios por el polvo del camino. La guerra de la reina Elizabeth contra España parecía haber terminado hacía unas semanas, con la derrota de los barcos españoles frente a las costas de su amada Inglaterra. Muchos hombres volvían a sus casas, ricos y pobres, todos cansados de la lucha. En la fortaleza de Hay todos habían sido bien acogidos, como había pedido la reina en una misiva a todos sus castillos.

      En otra ocasión Katherine los hubiera atendido ella misma, pero, consciente de que si se levantaba de aquella mesa su padre sin duda la castigaría, volvió a caer sobre la silla. Su padre no estaba


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