El caballero escocés. Miranda Bouzo

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El caballero escocés - Miranda Bouzo


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de que les hemos robado las cartas, nos darán caza como animales. ¿Viste a esos prepotentes ingleses? ¡Cómo se jactaban de sus victorias! —Rio Angus.

      —No creo que el señor de Hay se dé cuenta hasta que no pasen unas horas, lo que no sé es por qué el mensajero no esperó a entregármelas en persona. ¿Cómo acabaron unas cartas de la reina en manos de sir John de Hay? Son tan comprometidas como peligrosas. Solo queda pensar que se las robaron al enviado de Londres.

      —Tampoco lo sé, Alistair. Lo importante es que las tenemos y podemos devolvérselas a su dueño, quizá deberíamos ir directamente a Edimburgo, sería mejor deshacerse de ellas lo antes posible.

      El más joven de los dos monjes, al que el otro llamaba Alistair, pareció pensarlo, por el silencio que se hizo entre ellos.

      —El rey no estará en Edimburgo hasta dentro de unas semanas, nos dará tiempo a volver a casa, los hombres están cansados. Prefiero poner al tanto a Edward antes de hacer nada.

      Katherine dejó de escucharlos, levantó la cabeza y los vio ir hacia el camino y desaparecer entre los arbustos. ¿Habían robado unas cartas a su padre? ¿De la reina? Cuando volvió a mirar el lugar donde los dos monjes conversaban vio que Alistair se había dejado la bolsa que llevaba en el castillo y se arriesgó. Corrió hacia ella con el corazón latiéndole apresurado. Allí estaban, en el fondo de la bolsa, un fajo de cartas atadas a un fino cordel rojo. Le dio la vuelta y las dejó caer. Llevaban el sello de la reina Elizabeth. Chasqueó la lengua regañándose, aquello no estaba bien. La actitud de ese hombre con ella, la única persona que había hecho algo por parar a Hugh. El monje de los ojos azules no merecía aquello, no sabía por qué su padre tendría aquellas cartas ni era de su incumbencia, solo sabía que ese hombre la había librado de Hugh.

      Suspiró, no debía. Corrió de nuevo hasta su refugio con el aliento entrecortado y se ocultó. Unos minutos más tarde vio cómo él volvía a la playa y, antes de coger sus cosas, miraba a su alrededor como si supiera que lo observaban. Sus amigos lo llamaron y negó con la cabeza, se dio la vuelta y ascendió a la carrera por el camino para perderse entre los árboles.

      Katherine se sintió segura para salir de su escondite y fue cuando lo notó; levantó su mano hacia la claridad de la luna: su anillo con el sello de la casa de Hay había desaparecido, debía haberlo perdido en la arena o en el mar.

      Capítulo 5

      Katherine pensó que debía haber cogido unos zapatos suyos, las botas de aquel soldado al que se las había robado le quedaban grandes. Bueno, no las había robado, las había cambiado y, desde luego, el soldado había salido ganando, sin duda, porque con lo que le darían por su pulsera se compraría unas estupendas botas a su medida.

      Los pies le ardían después de caminar hasta que el amanecer asomó por las montañas. No iba por los caminos principales para evitar a aquellos a los que su padre habría enviado a buscarla, si es que la creía viva y no ahogada en el mar. Seguía siempre hacia el norte, pretendía llegar a Escocia, su querida Beth le había indicado el lugar donde su clan tenía una pequeña fortaleza en las tierras de los Tye, un clan de aquellas zonas inhóspitas que quizá pudieran darle refugio hasta que su padre entrara en razón o se olvidara de ella. A veces divisaba en la lejanía al grupo de hombres de la playa, a los monjes y los soldados, y esperaba a que se distanciaran, no quería llamar la atención y que pensaran que los seguía.

      —Alistair, nos siguen.

      Angus miró a los ojos azules de su amigo y este asintió mirando hacia atrás.

      —Lo sé, desde anoche. Lo que no entiendo es que, si sigue nuestra ruta, no se una a nosotros. ¿Puede ser que alguien del castillo nos reconociera?

      —No creo, a pesar de tu imprudencia, a aquella bella lady del baile no la puede salvar nadie de la mirada de Hugh de Rochester. Combatí a su lado y, créeme, su fama de cruel lo persigue, ni siquiera sus hombres le respetan, solo le temen, y las mujeres, amigo, dicen que tiene unos gustos un tanto peculiares…

      Alistair se puso la chaqueta; el viento del norte ya arreciaba. Lo hizo aún con cierta dificultad, a veces su mano derecha se quedaba entumecida debido a la deformidad de sus dedos. Irlanda… Aquella mano nunca le permitiría olvidarlo, las torturas y el hambre, cómo las ratas se paseaban sobre sus piernas buscando un trozo de tela roto para roer su piel, aquel hediondo calabozo en el que no existían ni el día y la noche, solo la oscuridad. Aún a veces se despertaba cubierto de sudor, sintiendo cómo le recorrían el cuerpo; y el frío, un frío helador que desde entonces le perseguía por más que se pusiera capas y capas de ropa, se le había metido en los huesos y el alma.

      —Esperaremos hasta el anochecer y, si sigue nuestro rastro, tendremos que darle una lección. Puede que se trate de un espía de su majestad, se preguntará dónde estamos y por qué no tiene noticias nuestras. —A Alistair le retorcía las entrañas saberse continuamente espiado por «los chicos de Walsingham», como llamaban a los espías de la reina.

      —¿Por qué ayudaste a la hija de Hay? —preguntó Angus apartando una rama a su paso—. Aún no comprendo por qué nos pusiste en peligro a todos por una cara bonita. Alistair, nuestra misión era llevar las cartas al rey Jacobo a Escocia, si caen en malas manos, su contenido podría levantar las armas de los caballeros ingleses. Si se sabe que la reina Elizabeth está en contacto con el joven rey escocés…

      —Seguramente todo el mundo nos cree muertos, hemos sido cuidadosos no dejándonos ver, y la chica, ¡no era una más que una muchacha normal con hermosos vestidos! Es solo que no me gusta Hugh de Rochester, ni que abusen de los más débiles.

      —Di lo que quieras, pero vi cómo la mirabas desde que entramos en el salón de Hay. Hacía tiempo que no te interesaba ninguna mujer.

      —Esta tampoco, vuelve la vista hacia adelante, Angus, o te meterás en algún infecto agujero. —Rio Alistair al ver a su amigo trastabillar—. Además, me recordó a mi hermana.

      Angus calló, la hermana de Alistair no lo era en realidad. Ayr y su marido eran los líderes del clan Tye, una mujer hermosa y combativa que de niña fue a vivir con Alistair y su hermano Iain. Era noble y leal y les había advertido mucho tiempo atrás de los peligros de seguir al ejercito inglés y a su reina o entrar en sus peligrosos juegos de espías. Ahora, cansados y un poco más sabios, volvían a casa, a Escocia.

      Capítulo 6

      Katherine estaba al borde de la extenuación y cuando vio aquel fuego lejano que el grupo de soldados y monjes seguramente habían preparado para asar algún animal, estuvo a punto de sucumbir. Una cosa era caminar de día por los caminos y saludar a los carromatos con los que se cruzaba bajando la cabeza y otra muy distinta no ver ni por dónde pisaba. La luna había desaparecido, al igual que las estrellas fugaces de la noche anterior, como su vida en el castillo de Hay, su hogar. La culpa era de su padre, ¿quién si no la había empujado a semejante disparate, como escapar de su casa? Siempre había sido una hija obediente y prudente, pero no iba a acceder a semejante suicido, casarse con Hugh. Su solo recuerdo le hizo volver a caminar más deprisa, no podía entregar su vida a ese hombre.

      Un sonido de caballos la alertó de que alguien se aproximaba, quizá tuvieran comida o quizá fueran soldados de su padre buscándola, o peor, soldados de Hugh. Saltó al borde del camino, donde unos arbustos la recibieron con sus pinchos afilados. No se movió, por miedo, al escuchar cada vez más cerca a los caballos.

      —¡Tú chico, sal de ahí!

      Katherine se movió para ocultarse aún más y sintió los cientos de pinchazos de las zarzas que perforaron la piel de sus piernas y del rostro. Entre el dolor y el miedo eligió el último.

      —No me hagas bajar a buscarte —ordenó la voz, exigente.

      Salió de su escondrijo como pudo, era mejor enfrentarse a lo que tuviera que venir.

      Ante ella cuatro de los soldados de su padre a quienes había visto por el castillo la observaron muertos


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