El caballero escocés. Miranda Bouzo

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El caballero escocés - Miranda Bouzo


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con ese idiota de Hugh.

      —Siempre fuiste el elegido, Hugh, solo faltaba que te decidieras. Todos decían que el sueño de vuestro padre era que os casarais con mi hija y más aún después de darnos cuenta de cómo la perseguías cuando erais niños.

      Solo ella pareció darse cuenta de cómo el ceño de Hugh se fruncía. ¿Perseguir él a alguien? ¡Ja!

      —Quizá si Katherine hubiera mostrado algún interés…

      Los ojos azules de Hugh y los suyos se enfrentaron hostiles. Él sabía que no le agradaba, con todo lo que había en juego, debería comportarse como una buena hija y obedecer a su padre, nunca había habido otra alternativa. Era el precio a pagar a cambio de la vida que llevaba en Hay: debía obedecer. Intentó ver en Hugh algún rasgo que le agradara, ya que su hermana decía que era guapo, con buena complexión y rasgos normandos, y de nuevo le asaltó aquella náusea en el estómago que le decía que jamás podría casarse con él.

      —Éramos demasiado pequeños entonces —respondió Katherine roja como la grana ante los pensamientos desagradables que ese hombre despertaba en ella—. Padre, debo ir a atender a los soldados que han llegado, como manda la tradición de Hay.

      Su padre entornó los ojos, temiendo que lo que hacía era escapar de Hugh y de aquella conversación.

      —Ve si quieres, debo hablar con Hugh, si él está de acuerdo, quiero que firméis los contratos matrimoniales cuanto antes.

      Katherine no esperó a que su padre cambiara de opinión, y se levantó de un salto muy poco femenino.

      —¿Por qué atiendes personalmente a los soldados? ¿No hay criadas que se ocupen de esas tareas?

      —Por supuesto, Hugh, pero esos hombres han combatido por Inglaterra y la hospitalidad de Hay es sobradamente conocida. Solo me aseguraré de que estén bien.

      Katherine no esperó la contestación de Hugh, sino que se levantó a toda prisa cuando vio que el grupo de soldados era conducido por su doncella Beth hacia el último rincón de la mesa. Con una sonrisa la anciana doncella asintió para que estuviera tranquila. Beth había perdido a su marido hacía años en una de las guerras contra Escocia y tenía en gran estima a cuantos soldados pasaran por el castillo de Hay en busca de refugio. Se dirigía hacia ellos cuando aferraron su brazo con una fuerza exagerada a la altura de la muñeca, y Katherine se giró para amonestar a quien cometía semejante osadía con la señora del castillo. Los dedos de Hugh se deslizaron en los suyos, con su brazo acorraló su cintura y con un empujón la acercó a él mientras los músicos tocaban la tradicional Rose of England.

      —Suéltame, Hugh, no quería bailar.

      Hugh se inclinó sobre el lado de su cuello desnudo y sintió su respiración caliente en el oído mientras ambos seguían los pasos de baile como dos figuras sin conciencia. Poco a poco él la condujo hacia el exterior, donde las antorchas iluminaban levemente el patio interior, con violencia, la empujó contra la pared del muro, haciendo que su cabeza chocara contra la piedra.

      —Katherine, vas a casarte conmigo quieras o no quieras. Voy a someterte como hace años estoy deseando, estarás en mi cama cuando me plazca y harás cuanto yo te diga. Pagarás caro cada vez que te escondías de mí, cada vez que me negaste un beso y me dejaste en ridículo, y a cambio, recibirás un golpe. Y ¿sabes lo que haré cuando me canse de usarte? Te pasearé desnuda por mi castillo para acabar de humillarte…

      Katherine miró a su alrededor en busca de alguno de los hombres de su padre, alguien que pudiera ayudarla. Hugh había sido precavido, estaban completamente solos mientras todos se divertían en el gran salón; desde las murallas los guardias no podían verlos. Con esa natural audacia que antaño Katherine demostraba, elevó la barbilla ofendida, intentando no mostrar miedo ante él.

      —Nunca me doblegaré ante ti. ¡Cuánto rencor tienes en esa mente enferma! —contestó Katherine intentando separarse. Hugh la tenía bien aferrada, miró alrededor una vez más, suplicando que alguien los viera—. Moriría antes de permitir que me uses como una ramera y después me olvides. Podría casarme con cualquiera de esa sala, hasta con uno de estos soldados antes que contigo, Hugh.

      —Firmarás los contratos matrimoniales y te someterás o destruiré toda la vida que conoces. Si hubieras sido más complaciente en estos años, ahora sería más agradable contigo.

      —Disfrutas con la desgracia de otros, hiciste mi niñez imposible. Te gané una sola carrera y mataste a mi caballo, le dijiste a todo el mundo que se había torcido la pata. Eres cruel y despiadado, nunca, nunca me casaré contigo.

      La voz se le cortó al sentir cómo Hugh apretaba su garganta con fuerza para después sentir que el aire abandonaba sus pulmones, incrédula porque nadie se diera cuenta de lo que sucedía, que ya no estaba en el salón. Fue entonces cuando Hugh, en lugar de seguir apretando, la soltó sorprendido y cayó al suelo de espaldas, sentando su trasero en el suelo. Katherine abrió los ojos por la sorpresa y miró al hombre que, bajo una espesa barba rubia, con al menos cien onzas de suciedad, la observaba bajo aquella capucha de monje. Sus ojos azules brillaban con temeridad, una leve sonrisa escondida solo dirigida a ella se dibujó en sus labios. En lugar de gritar Katherine recorrió aquel rostro con la mirada curiosa. Katherine olvidó a Hugh en el suelo, correr hacia el salón e incluso su inefable destino al mirar a aquel monje. Fue la unión de algo escondido entre su pecho y el corazón que no sabía que existiese, un cosquilleo que la hizo sonreír a aquel extraño como hacía años, desde el mismo centro de su ser. Era el único en ese salón que se había dado cuenta de que Hugh le estaba haciendo daño y había acudido en su defensa. Hugh intentó levantarse y el monje, con un rápido movimiento, se agachó, propinándole un puñetazo que le hizo caer de nuevo contra las piedras del suelo, esta vez inconsciente.

      —Gracias —acertó Katherine a decir—. ¿Quién sois? ¿Cómo visteis…?

      Sus preguntas murieron en la garganta porque él asintió en una despedida con la cabeza, sin contestar, con una reverencia propia de un gran señor, y se marchó, desapareció entre las sombras creadas por la luz de las antorchas, como si de un fantasma se tratara, con las manos escondidas bajo su hábito.

      Katherine se dio cuenta de que todo el rato había estado apoyada contra el muro y fue a seguirlo. ¿Qué hacía entrando en la torre? Allí solo estaban los aposentos de su padre. Decidida a averiguar quién era ese hombre, se preparó para seguirlo, cuando Hugh dio muestras de despertar. No quería estar allí cuando el orgulloso caballero despertara, si su furia antes era brutal cómo sería ahora, después de que un simple monje lo hubiera derribado. Katherine recogió sus faldas y echó a correr hacia el salón. Sin que ella lo advirtiera, unos ojos siguieron su entrada al castillo para asegurarse de que estaba bien y después volvió a su misión. Tenía que encontrar las cartas.

      Ya segura, a la vista de todos, Katherine, consciente de los pocos segundos que el extraño y ella se habían mirado, evocó aquel hermoso rostro lleno de sombras. Sus ropas olían fatal pero sus ojos eran… Seguramente cometía el más horrible de los pecados al pensar así en un monje, pero no podía evitar recrearse en lo masculino que resultaba a pesar de su atuendo y la fuerza de su golpe. Intentó dejar de correr, que su corazón se serenara, en breve Hugh atravesaría aquella puerta y necesitaba hablar con su padre, hacerle saber el monstruo que era él, que no llevara a cabo aquella locura de casarla.

      Capítulo 3

      El viento agitaba las olas en la orilla con una suave brisa de verano como si no fuera consciente de la pena de Katherine. Las risas de su hermana y de las otras muchachas de la aldea sonaban muy lejanas, aunque estuvieran a su alrededor. Hubo un tiempo de niña en que aquella era la mejor noche del año, salían del férreo control de sus padres y de los guardias y disfrutaban de la fiesta en la playa. Miró el cielo de la bahía cuajado de estrellas mientras algunas luces rasgaban la cúpula oscura sobre sus cabezas. Las lágrimas de san Lorenzo se veían en la distancia, perdidas en el mar, algunas parecían caer en las lejanas costas de Irlanda y otras se reflejaban en el agua agitada, entre las barcazas de los pescadores, iluminadas


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