El caballero escocés. Miranda Bouzo

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El caballero escocés - Miranda Bouzo


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para adecentarse y después unirse al resto. No dejaría en las cocinas a ningún hombre que hubiera combatido por su país, por muchos caballeros y lores que se sentaran aquella noche en las mesas de Hay.

      Sirvieron las piezas de caza en fuentes humeantes y el salón se llenó del delicioso olor a estofado, que hizo a los soldados girar la cabeza hacia sus platos. Un silencio turbador se hizo en la sala, el hambre azotaba Inglaterra.

      El grupo que acababa de entrar siguió a las sirvientas con paso cansado, al final de la hilera que formaron, dos hombres quedaron rezagados. Katherine siguió con la mirada a aquellos monjes con la cabeza cubierta que caminaban con lentitud observándolo todo alrededor bajo su capucha. Uno de ellos debió de sentir que los observaba y se giró con arrogancia, quizá demasiada para un monje. Unos ojos azules se clavaron en los de Katherine, que quiso sonreírle para infundirle ánimos, pero la mirada orgullosa del hombre la sorprendió. Cuando tuvo valor para mirar de nuevo, aquel monje había desaparecido y, junto a él, el presentimiento de conocerlo.

      Se retiraron las mesas del banquete y las sillas. En la galería superior, donde las cristaleras se reflejaban en el brillo de las antorchas, se colocaron los músicos. ¡Ahora tendría que bailar con aquellos hombres que no conocía! ¡Oírlos jactarse de sus actos de valentía en la guerra y creérselos!, cuando sabía que la mayoría no había estado en aquel mar de tormentas que había hecho vencer al ejército de su majestad.

      —El hombre buscaba a un emisario de la reina, le quitamos todo cuanto traía, había unas cartas, milord, debía entregarlas a alguien en el castillo, pero aún no hemos descubierto a quién.

      —¿Y dónde están ahora esas cartas?

      Katherine se giró al escuchar a Thomas susurrar en el oído de su padre. El tono taimado de la voz del caballero la alertó.

      —¿Unas cartas, padre?

      Su padre palmeó su mano como si con ello hubiera respondido a su pregunta.

      —Después, Thomas —ordenó al anciano consejero—. Katherine, ¿la fiesta es de tu gusto?

      No les sacaría nada a pesar de que se ocupaba de gran parte de los asuntos del castillo y la administración, su padre la mantenía al margen de ciertas cuestiones, sobre todo de sus ideas políticas, contrarias desde siempre a la reina Elizabeth.

      —¡Tienes que acompañarnos! —gritó su hermana, apareciendo a su espalda como un torbellino. Jean parecía acalorada, quizá había bebido más cerveza de la debida. Sus ojos brillaron con entusiasmo. Llevaba varios días de lo más extraña, exaltada quizá por la cantidad de invitados y algo más que se reservaba para sí misma y no quería contar—. Vamos todos a ver la lluvia de estrellas, no digas que no, Kathy, no seas aburrida.

      —Sabes que no puedes salir del castillo después del anochecer, ¿y quiénes son todos?

      Las pecas de la nariz de Jean se revolvieron en un mohín de rebeldía ante el aire protector de Katherine.

      —Iremos con los guardias, padre ya ha dado permiso. Solo somos unas cuantas doncellas y los caballeros del castillo, algunos invitados… Por favor, Katherine, diviértete un poco…

      —¿Qué insinúas? ¿Qué soy aburrida y sosa? —intentó inútilmente bromear.

      —Sí, siempre estás seria, vamos, disfrutarás de la fiesta. Los mellizos y el pequeño John duermen, ¡vive un poco, por favor! No te hará mal reír y olvidar por unas horas tus obligaciones.

      Katherine sonrió a su hermana, sus grandes ojos verdes estaban abiertos de par en par esperando una respuesta. ¿En qué momento se había vuelto tan seria y estirada? ¿Cómo había olvidado su curiosidad natural, sus ansias de ver el mundo y correr aventuras?

      —Lo pensaré, ve con ellos, pero no te separes de la mirada de los guardias. ¡Promételo, Jean!

      Sabía lo que vendría después, cuando la noche cayera y los nobles se mezclaran con la gente de las aldeas en el agitado mar de la bahía de Morecambe. Todo estaba permitido en una fiesta a la luz de las hogueras de la orilla. Antes de la muerte de su madre disfrutaba de aquella noche que los monjes habían camuflado en honor a un santo para evitar evocaciones a costumbres paganas, cuando las jóvenes se podían bañar junto a los hombres y, al terminar, las mujeres mayores preparaban un delicioso caldo para calentarse junto al fuego. En ocasiones había algún beso robado o una declaración de amor entre los más jóvenes de la aldea.

      —Sería más divertido si vinieras…

      Su hermana no se rendía nunca, era dulce a la par que obstinada, hermosa a la vez que seguía siendo un poco infantil, y Katherine se vio afirmando con la cabeza ante el azul cristalino de sus ojos.

      —En un rato quizá vaya.

      Una cosa era dejarse llevar por estúpidos entretenimientos y otra desatender a aquellos soldados y monjes que acababan de llegar a sus puertas, pensó. Es lo que habría hecho su madre si aún siguiera viva.

      —¡Promételo! —susurró Jean en su oído con insistencia.

      Su mano se deslizó sobre la de su hermana, como cuando eran pequeñas y agarraba cada una la muñeca de la otra en forma de promesa. Katherine no recordaba la última vez que habían hecho ese simple gesto infantil de cariño.

      —¡Lo pensaré!

      Jean dio un grito esperanzador bajo la mirada de censura del padre de ambas. Apenas su hermana volvió a su lugar en la mesa vio avanzar con paso decidió a Hugh de Rochester. Sus familias eran amigas y lo conocía desde niño. Año tras año había visto cómo aquel crío de cabellos negros y mirada azul se había convertido en un imbécil capaz de matar a una gallina por no inclinarse a su paso. Le producía tal desagrado su arrogancia que procuraba evitar estar a su lado mientras el resto de las mujeres lo perseguía sin descanso.

      Los ojos de Hugh se clavaron en los suyos, la mirada de él se tornó oscura mientras su sonrisa arrogante curvaba sus labios. Los dos sabían que era el candidato de su padre. Si Hugh mostraba el menor interés por ella, Richard la entregaría a él. Una familia de indecible riqueza, un condado próspero y la bendición de la reina hacían de Hugh todo un heredero fiable para la casa de Hay. Por si aquello no fuera suficiente, decían que su valor en la guerra con España había quedado sobradamente demostrado y se rumoreaba que su alteza, maravillada con su bello rostro y sus proezas, le concedería un alto título capaz de hacer arrodillarse a media Inglaterra a sus pies.

      —¡Hugh, hijo!

      Katherine se giró abochornada ante la efusividad de su padre. ¿Hijo? ¡Podía ponerla ya en uno de aquellos puestos de la feria de otoño, entre las telas y las joyas y exponerla aún más ante Hugh! Sentía cómo sus ojos negros se anegaban de lágrimas e inclinó la cabeza para que su pelo tapara la vergüenza y el desagrado ante ese hombre.

      —Milord, me alegré mucho de vuestra llamada. La fiesta es extraordinaria, a pesar de los rumores que corren.

      Hasta su voz se le antojó a Katherine teñida de malicia. Sus ojos azules, que tan hermosos les parecían a otras, a ella se le asemejaban a dos bloques de hielo.

      —¡Qué rumores son esos, Hugh! —Fingió su padre como si no hubiera sido él quien había propagado que iba a entregar a su hija al mejor postor.

      —Que «mi dulce» Katherine debe desposarse —dijo rodeando las espaldas del señor de Hay para sentarse en la mesa a su lado. Con una leve mirada había echado a Thomas de su lugar—. No podía creer que no acudierais a mí…

      Katherine iba a vomitar. A ninguno de los dos le preocupaba que estuviera escuchando su conversación, y ahora empezarían a negociar, Hugh pediría su mano, no porque albergara sentimiento alguno hacia ella ni le pareciera dulce cuando su fama era la contraria, sino porque unidas sus tierras a las de Hay, Hugh sería imparable. Riqueza y poder era cuanto ambicionaba, aún más cuando la reina Elizabeth no tenía descendencia y los nobles ingleses se pelearían por su favor. Cualquiera que tuviera un mínimo de sangre de reyes podía optar a ser el sucesor de la reina, y Hugh se creía con


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