El caballero escocés. Miranda Bouzo

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El caballero escocés - Miranda Bouzo


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      Capítulo 8

      Alistair vio a los soldados en mitad de la calle. Tenían el escudo de Hugh de Rochester grabado en sus sillas de montar, estaban demasiado lejos del castillo, parecían buscar a alguien. Con paciencia, palmeó el lomo del caballo y preparó su silla sin dejar de observarles. Oyó a los demás acercarse, debían partir antes de que los chicos decidieran acudir a la taberna y se emborracharan. Todos tenían ganas de llegar a la frontera con Escocia y no pondrían reparos en continuar tan pronto. Frunció el ceño al sacar de nuevo aquel extraño anillo que había aparecido en su bolsa, finamente labrado, con el escudo que coronaba la entrada al castillo de Hay. Se repetía que solo en un momento se había separado de sus cosas, en aquella cala cerca de la fortaleza mientras se bañaba en las aguas de la bahía. Un pesar se le instaló en el corazón, ¿quién podría haberle dejado ese anillo de gran valor? Se dio la vuelta, llevado por la intuición de sus años de luchas, y entonces vio a un muchacho demasiado delgado y bajo que, tras mirar a los soldados de Hugh con expresión aterrorizada, echaba a correr entre las casas. Demasiado delgado y demasiado bajo para ser un muchacho…

      —Angus, id sin mí. Nos encontraremos en la frontera con Escocia.

      —¿Qué dices? —respondió su amigo—. Deberíamos permanecer juntos, la aldea y los caminos están llenos de soldados.

      Alistair comprendía la reticencia de su amigo, estaban tan cerca de la frontera que el aire ya casi olía a su patria. Los ojos oscuros de Angus lo siguieron al montar y vio cómo se apoyaba en el lomo del caballo. El padre de Angus había muerto en una emboscada cerca de allí hacía unos meses, y estaba deseoso por salir de Inglaterra.

      —Tengo algo que comprobar antes de seguir.

      —Está bien, Alistair, ve y haz lo que tengas que hacer, pero no nos moveremos del muro hasta que aparezcas. No me gusta Inglaterra, ni los ingleses, ni su comida, ni nada suyo…

      Alistair sonrió a su amigo. El muro, o lo que quedaba de él, separaba desde tiempos de los romanos la vieja Inglaterra de Escocia. Desde aquel punto hasta su hogar aún les quedaría al menos una semana de viaje, pero el solo hecho de atravesarla les daría la confianza de estar en su tierra. Adelantó el caballo y agachado le tendió la mano a su amigo para cruzar los antebrazos con fuerza. Angus lo aceptó y se despidieron con un simple movimiento de cabeza. Alistair tenía que darse prisa si quería alcanzar a aquel muchacho que huía de los soldados, dentro de su pecho intuía que era ese muchachito quien los seguía desde hacía días, desde que salieron de Hay.

      Siguió las huellas hasta entrar en el bosque, había empezado a llover y debía darse prisa antes de que el rastro de las pisadas se borrara. Desde luego, no era muy cauto, huellas en línea recta, ramas rotas y piedras removidas. Alistair había ralentizado la marcha para que el caballo no se clavara ninguna rama y el animal cabeceó, lo oyó antes que él, las voces próximas de varias personas.

      —Algo tienes que llevar encima, tírame esa bolsa y te dejaremos marchar.

      Katherine sentía el corazón escapar del pecho, aquellos hombres vestidos de andrajos no se creían que no llevara nada excepto lo puesto. Apretó con fuerza sobre la cintura de los pantalones la pequeña bolsa con las únicas monedas que había conseguido sacar de Hay. Si le quitaban eso nunca podría sobrevivir, alguna aldea lo suficiente lejos de su hogar no estaría vigilada para poder comprar algo. Las bayas que había comido hacía ya horas le habían hecho más mal que bien, preparando su estómago para comer y luego cerrándose al no tener más qué digerir. Giró una vez más sobre sus talones para tener a los tres hombres vigilados, su pequeña daga poco podía hacer contra las armas que ellos llevaban y su fuerza. Nunca antes había tenido que pensar en su seguridad, se sentía impotente, incapaz de defenderse, un oscuro agujero la tragaba con desesperación, no sabía utilizar un cuchillo ni defenderse y, aun así, antes tendrían que molerla a palos que darles lo único que tenía.

      —Dejadme en paz, no dudaré en clavaros la daga.

      Sus risotadas la hicieron casi llorar. Aún podía decirles a esos hombres quién era, rendirse y que la devolvieran a su casa a cambio de un rescate. «No seas débil, Katherine», se regañó a sí misma. No había pasado por todo un calvario los últimos días para rendirse tan fácilmente ante una panda de ladrones.

      —¡Alejaos del chico!

      Katherine se giró para ver al dueño de aquella potente voz, intentó no perder la concentración de los que la rodeaban, apreció por el rabillo de sus ojos un hombre a lomos de un caballo pardo. Recostado hacia adelante como si le cansara aquella situación o estuviera aburrido, no podía ver su cara entre las sombras que creaban los árboles de alrededor. Si estaba dispuesto a ayudarla, bienvenido era.

      —¿Y quién eres tú? Le hemos visto nosotros primero. ¡Que nos dé lo que tiene en esa bolsa y nos iremos!

      Alistair avanzó un poco más, azuzando a su caballo. Sintió que el muchacho lo miraba esperanzado, probablemente, si él no hubiera aparecido lo hubieran molido a palos después de robarlo.

      —Solo un amigo del chico, marchaos antes de que piense que queríais hacerle daño…

      El más gordo de los tres se acercó con el palo al hombro y actitud chulesca, parecía un tonel con andar de pato meciéndose a un lado y otro por culpa de su enorme barriga. Sopesó al hombre a caballo y vio su espada a la vez que su bolsa sobre la cintura. Con un grito descargó su palo contra el caballo, ansioso por hacerse con la bolsa de aquel extraño. Alistair lo hizo recular y salvó al pobre animal del golpe, bajó de un salto con la espada ya en la mano y la clavó en el pecho del bandido sin pestañear. La muerte para él ya no era algo a medir después de la guerra, sobrevivir era lo único que importaba, algo que se hacía por inercia.

      Katherine retrocedió ante la crueldad del golpe que hizo caer al primer atacante, uno a uno el escocés acabó con los otros dos, moviendo su espada como si se tratara de un alfiler y no un acero de más de un metro. Sus movimientos eran ágiles, describiendo un arco como si dejara un rastro en el aire con su arma. Con esa espada como la de los caballeros de su padre, estaba segura de que se trataba de alguien importante y no un soldado común, a pesar de su ropa. Le vio limpiar su arma y entonces, al darse la vuelta, vio la capucha de su capa, la de un monje de color marrón llena de jirones. Al girarse hacia ella lo supo, se encontró con aquellos ojos azules, del color del mar en un día de tormenta, brillantes y duros, fríos. El embrujo se rompió al agitar el viento sus cabellos rubios sobre la frente y Katherine sintió cómo su cuerpo necesitaba aire. Un suspiro silencioso le dio la fuerza para que su corazón siguiera latiendo y sus pulmones se llenaran de nuevo. Era el monje de Hay, el que hábilmente derribó a Hugh de un puñetazo para que dejara de amenazarla; por mucho que llevara en su momento una capa de monje era evidente, por su caballo y su espada, que se trataba de un caballero. Le recorrió un cosquilleo al recordar el cuerpo desnudo de él en la playa, cada curva y sombra dibujada por la luna hasta llegar… Katherine se sonrojó solo de pensarlo.

      —¿Qué hacías aquí? —Gruñó su monje salvador—. ¿No sabes que yendo solo deberías seguir los caminos? Eres imprudente. —Siguió regañando mientras con toda la delicadeza del mundo limpiaba la sangre de su hoja con las ropas de su último oponente.

      Katherine intentó tragar y carraspeó para entonar su voz más grave.

      —Lo sé, señor, debieron seguirme desde la aldea.

      —Desde la aldea te seguía yo, muchacho.

      Retrocedió, un poco confundida por la poderosa presencia de él, que parecía abarcar más espacio de lo que aquel claro del bosque permitía, era un hombre de facciones hermosas, aunque algunas cicatrices le cruzaran el mentón. Si lo hubiera visto en un baile o cualquier salón de la corte hubiera pensado que era un noble señor, y por supuesto, hubiera accedido a bailar con él, maravillada por su presencia. Observó su complexión, su amplio torso cruzado por el tartán de un clan escocés y si su presencia como monje había resultado ser imponente en Hay. Ahora, como un highlander mostraba un poder y fortaleza que Katherine admiró desde lo más profundo de su ser.

      —¿Por


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