Lucha contra el deseo. Lori Foster

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Lucha contra el deseo - Lori Foster


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trasero. Sus piernas se entrelazaron: velludas y musculosas las de él, suaves y esbeltas las de ella. Merissa podía sentir la caricia del fino vello de su pecho contra su mejilla, así como el poderoso latido de su corazón.

      —¿Armie?

      —Shh. Dame un minuto.

      —De acuerdo —olía tan bien y se sentía tan bien, que no le importó seguir así, abrazada a él, sin hacer nada. Pero conforme fueron transcurriendo los minutos, empezó a preguntarse si no se habría quedado dormido. El foco del cabecero estaba encendido y el edredón seguía a los pies de la cama.

      Apartándose levemente de él, alzó el rostro y descubrió que tenía los ojos cerrados, con el ceño levemente fruncido.

      Se incorporó a medias para besarle la herida de la cabeza, y fue entonces cuando vio las esposas de velcro que colgaban del cabecero. Una vez que las vio, no pudo evitar dejar de mirarlas.

      —¿Armie?

      —¿Umm?

      —¿Te estás haciendo el dormido? —preguntó, ceñuda.

      —Me estoy concentrando.

      —¿En qué?

      Vio que deslizaba una mano más abajo, justo sobre su nalga. Se la acarició con el pulgar, levemente, y en seguida volvió a subir la mano hasta la parte baja de su espalda. Con voz ronca, respondió:

      —En no hacer nada más que esto.

      Después de aquella vibrante y sensual caricia, Merissa tardó unos segundos en poder recuperar la voz.

      —Er… —carraspeó—. ¿Podemos hablar sobre esas esposas de velcro que cuelgan del cabecero de tu cama?

      Él abrió entonces los ojos. Oscuros, cautivadores.

      —Podríamos hablar de que te quitaras la camiseta.

      Aquella voz ronca y baja la tentó tanto como la misma sugerencia.

      —Oh, Armie —susurró—. Si no estuvieras borracho, lo haría.

      —Si no estuviera borracho, no te lo pediría.

      Pensó que probablemente tenía razón. Suspiró.

      Como para convencerla, Armie añadió:

      —Soy mejor pollachín cuando estoy ebrio.

      —¿Pollachín? —soltó una carcajada.

      Frotó su erección contra ella.

      —Como espadachín, pero con la polla.

      —Sí —tuvo que esforzarse por dejar de sonreír—. He entendido la referencia.

      La mano que tenía sobre su espalda empezó a jugar con su camiseta.

      —¿Quieres que te lo demuestre?

      —Quiero que me expliques lo de las esposas de velcro.

      Su mirada se volvió densa de deseo, sensual.

      —Las utilizo para atar a damas juguetonas con el objetivo de hacer con ellas lo que me plazca… lo cual les encanta.

      —¿Es esa una de las cosas que las mujeres te piden? ¿Que las ates? —estar a merced de Armie era algo que no le importaría en absoluto. De hecho, se excitaba solo de pensarlo.

      —Sí —la acercó para darle un beso—. Me lo suplican.

      Merissa evitó su boca y, en lugar de besarlo allí, lo hizo sobre su frente, y luego en el puente de la nariz.

      —La mujer que estuvo aquí esta noche… ¿es eso lo que le gusta?

      —Le gusta que le caliente el trasero —Armie giró la cabeza y frotó la nariz contra su cuello—. Pero no debería contarte esto.

      Al revés: ella lo encontraba fascinante.

      —Así que… ¿la azotas?

      —Sí —le mordisqueó un hombro, y en seguida se quedó inmóvil—. ¿Te gustaría a ti eso?

      —¡No! —declaró, enfática.

      Armie volvió a relajarse.

      —Bien. Por nada del mundo te haría el menor daño. De ninguna de las maneras.

      Conmovida por aquella confesión, Merissa le apretó la cabeza contra sus senos. La manera en que había dicho aquello, «de ninguna de las maneras», le había desatado un torbellino de pensamientos.

      Él había empezado a acercar la nariz a sus pezones y ella le apartó la cabeza para poder mirarlo a la cara.

      Armie le sostuvo la mirada. La suya, llena de deseo, estaba levemente desenfocada.

      —Esperaba que tu dormitorio estuviera lleno de juguetes sexuales.

      —Umm —murmuró él con una sonrisa—. Las chicas se traen los suyos.

      Aquella respuesta la tomó por sorpresa.

      —¿De veras?

      Deslizando las yemas de los dedos todo a lo largo de su brazo, repuso:

      —Bueno, supongo que prefieren encargarse ellas mismas de su limpieza.

      Cuestión de higiene.

      —¡Uf! Demasiada información.

      Él se echó a reír y le dio un beso en la coronilla.

      —¿Cómo puede ser demasiada información cuando me estás interrogando de esta forma?

      —Yo no esperaba que…

      —El sexo es un asunto engorroso —su voz se volvió profunda—. Las mujeres se mojan cuando se excitan, y los hombres se corren —le echó la melena hacia atrás—. Eso lo sabes.

      Sabía de sexo normal y aburrido con hombres a los que no había amado. Sin juguetes sexuales, sin esposas de velcro y, por supuesto, sin azotes. Con Armie no necesitaba de aquellas cosas tan retorcidas, pero quería hacerlo feliz.

      —¿Qué le dijiste a esa mujer…?

      —Es muy maleducado por mi parte ir contando esas cosas…

      Se arrebujó contra él.

      —Pero es que siento mucha curiosidad…

      —Dios… —gruñó.

      Le encantaba la fina capa de vello que cubría sus duros pectorales y que se convertía en una fina línea conforme descendía, dividiendo su torso. Y le encantaba también que respetara a las mujeres lo suficiente como para no querer divulgar sus intimidades.

      Le encantaba su cuerpo y su actitud, su fuerza y su preocupación… Le encantaba todo de él.

      —No siento curiosidad por lo que haces con esa mujer en cuestión, sino en general.

      Él la meció suavemente y le preguntó.

      —¿Por qué no te duermes?

      —¿Te gusta azotar a las mujeres?

      Él gruñó de nuevo.

      —Armie… —insistió.

      Transcurrieron varios segundos. Merissa entrecerró los ojos.

      —Si te quedas dormido, te juro que….

      No se movía. Tenía los ojos cerrados. Merissa resopló. Efectivamente, se había quedado dormido. Podía ver cómo se alzaba y bajaba su espalda con cada profundo aliento. La vista de la magulladura atenuó su indignación.

      Entonces se dio cuenta de que antes, cuando se volvió, se le había bajado un poco el calzoncillo. La cintura se había desplazado sus buenos diez centímetros hacia abajo, por cada lado, mostrando una banda de piel pálida justo encima de sus duras nalgas. Deslizó un dedo a lo largo de toda su espalda, hasta su trasero, y ni aun así se movió.

      ¿Recordaría


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