Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
Читать онлайн книгу.Dante y Virgilio salen del infierno «para ver de nuevo las estrellas», y nosotros vamos con ellos. El último canto del Infierno ya nos dejó a los pies de la montaña del purgatorio, sin que el camino de los dos protagonistas hubiera cambiado de dirección: lo que parecía un descenso se reveló como el inicio de una subida. Es como si Dante nos dijera que el solo hecho de mirar a la cara el mal y de llamarlo por su nombre puede constituir ya el comienzo de un cambio, el alborear de la salvación. Pero con la condición de realizar una inversión: tanto Dante como Virgilio, al llegar a la cadera de Lucifer, volvieron su cabeza hacia donde antes estaban sus pies y viceversa.2 Se convirtieron, cambiaron de posición y recobraron su postura original, la que el hombre tenía en el paraíso terrenal. Y así, de esta manera pudieron comenzar su ascensión hacia el paraíso.
Antes de seguirlos en su recorrido por el purgatorio, quiero señalar algunas observaciones introductorias para que también nuestro camino existencial con ellos pueda resultar interesante y que la lectura de la Comedia sea una ocasión para comprender el carácter dramático de nuestra vida y nos ayude a entender mejor para qué estamos en el mundo.
Para empezar, de los tres cánticos el Purgatorio es el que más fácilmente podemos sentir como nuestro. Porque es nuestra y cotidiana la pregunta dramática que impulsa todo el recorrido: ¿se puede volver a empezar? El mal existe, eso es indudable, y a veces parece invencible; por más que nos esforcemos recaemos siempre en él, pero ¿es esta la última palabra? ¿No se puede volver a empezar? En la respuesta a esta pregunta estriba la diferencia entre Judas y Pedro que vimos al comentar el último canto del Infierno: el primero, clavado para siempre en su traición; y el segundo, arrepentido, salvado y rescatado.3
Se trata del problema que se formula en el célebre pasaje evangélico de Nicodemo, que de noche va a ver a Jesús y, en un momento determinado, le pregunta: «¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?» (Jn 3,4).4 ¿Se puede nacer de nuevo? ¿Cómo se puede empezar de nuevo sin sucumbir al peso del pasado? ¿Cómo podemos levantarnos cada mañana sin vernos aplastados por el mal que hemos cometido y sufrido?
La respuesta de Jesús a Nicodemo es lapidaria: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5). Es decir: solos no podemos, hace falta alguien que nos vuelva a levantar. Hace falta un gesto de misericordia. Hace falta alguien que mire el deseo bueno que Dios ha puesto en nuestro corazón y se dirija a él, en vez de fijarse en el mal que aparece en primer plano, como hacemos muchas veces entre nosotros, con nuestros hijos, con el marido o la mujer: «Siempre estás igual, haces siempre lo mismo, nunca haces esto o aquello…».
La primera palabra que hay que tener presente, el pilar que sostiene la arquitectura de todo el Purgatorio, es la «misericordia». O el «perdón», que remite a lo mismo. Pero prefiero hablar de misericordia porque se hace eco del grito: «Miserere» («Ten piedad») del primer canto del Infierno y del terceto final del Himno a la Virgen en el último canto del Paraíso (Paraíso XXXIII vv. 19-21):
En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, se reúnen con toda bondad que se pueda encontrar en la criatura.
La misericordia es la clave del Purgatorio porque es la experiencia que vive Dante en la relación con Beatriz, mucho antes de pensar en la Comedia. De hecho, en la Vida Nueva escribió: «Digo que cuando ella aparecía dondequiera que fuese, ante la esperanza del admirable saludo, no me quedaba ya enemigo alguno; antes bien, nacíame una llama de caridad que me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido; y si alguien entonces me hubiera preguntado cosa alguna, mi respuesta habría sido solamente: “Amor”, con el rostro lleno de humildad».5
No se puede decir mejor. En un momento determinado de la vida, acontece un hecho inesperado que tiene una consecuencia extraordinaria: «Me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido». Y a quien me preguntaba cómo era posible eso —prosigue Dante— solo podía responderle balbuceando la palabra «Amor». No es una definición teórica, una idea o una fórmula: la misericordia es un hecho que se experimenta en la propia vida. Un hecho con el que uno se topa y que parece humanamente imposible porque supera cualquier medida humana.
Quiero subrayar este carácter «imposible» de la misericordia con un pasaje de don Giussani6 muy querido para mí:
Dan ganas de decir que la palabra «misericordia» debería arrancarse del diccionario, porque no existe en el mundo de los hombres, no hay nada que corresponda a ella. La misericordia está en el origen del perdón, es el perdón afirmado en su origen, que es infinito, es el misterio del perdón. La misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio —es el Misterio del que proviene todo, en el que todo va a terminar— en cuanto se comunica ya a la experiencia del hombre. […] El concepto de perdón, con una cierta proporción entre faltas y castigos, es de alguna manera todavía concebible para la razón; pero no en cambio este perdón sin límites que es la misericordia. Recibir el perdón, en este segundo caso, nace de algo que es absolutamente incomprensible para el hombre, nace del Misterio, es decir, de la misericordia. […] Porque la vida de Dios es amor, caritas, gratuidad absoluta, amor sin contrapartida, humanamente «sin motivos». Desde el punto de vista humano parece casi una injusticia o una irracionalidad, precisamente en la medida en que, para nosotros, no parece tener razón de ser. Porque la misericordia es algo propio del Ser, del Misterio infinito.7
No quisiera que sonara exagerado afirmar que la misericordia es imposible para los hombres. De hecho, lo afirma también la Biblia en los versículos 11-12 del Salmo 85: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo». Para nosotros es imposible que la misericordia y la fidelidad a la verdad se encuentren, porque estas dos realidades nos resultan alternativas. Cualquier padre o profesor lo sabe: cuando intentas ser misericordioso, queda comprometida tu fidelidad a la verdad; y cuando quieres ser fiel a la verdad, no puedes ser benévolo con el otro. Efectivamente, por un lado nos parece que para ser bondadosos con los demás tenemos que ser menos claros, menos firmes en afirmar la verdad; por el otro, cuando intentamos ser fieles a la verdad, nos volvemos duros, no conseguimos acoger la diversidad, nos cuesta aceptar que el otro tenga una manera propia de entender la realidad, distinta de la nuestra, y nos enrocamos en defender lo que nos parece justo.
Pero las palabras del salmo bíblico no hablan de algo imposible, sino que constituyen más bien un anuncio: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» es la promesa que el texto sagrado hace a los hombres. El salmo identifica esta conciliación imposible con un acontecimiento futuro, el cumplimiento de la promesa de Dios a su pueblo. Los cristianos afirmamos que esta promesa se ha cumplido en Jesucristo: en él se realiza lo que, de otra forma, sería imposible. Dios manifiesta su acción en la historia haciéndose compañero del hombre en Jesús, que es misericordia y perdón.
La diferencia entre infierno y purgatorio reside en esto.
De forma ingenua, tendemos enseguida a pensar que los condenados han sido «peores», que han cometido pecados más graves; y que las almas del purgatorio también pecaron pero un poco menos, que sus culpas no fueron tan graves. En cambio, no es así. La diferencia de fondo no está en la gravedad de los pecados cometidos. Por citar un ejemplo palmario, Bonconte da Montefeltro se pasó la vida matando a gente, como su padre Guido, pero Guido está en el infierno y Bonconte en el purgatorio. ¿Por qué? «Por una lagrimita» (Purgatorio V v. 107). Bonconte se arrepintió y su padre no. La diferencia determinante entre los condenados y los purgantes no está en la gravedad del pecado, sino en la actitud que la persona asume ante su pecado. Los condenados son hombres y mujeres que se han obstinado y cerrado en su propio error; las almas del purgatorio son pecadores que, desde lo hondo de su mal, han alzado la mirada, han reconocido sus errores, han pedido perdón y han aceptado la misericordia de Dios. Cada uno de ellos podría hacer suyas las palabras de Manfredi, que sintetizan maravillosamente lo que estamos diciendo (Purgatorio III vv. 121-123):
Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve.
Lo