Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
Читать онлайн книгу.cinematográfica y dos literarias— que han sido fundamentales en mi historia, en mi comprensión tanto del arte como de la vida.
La primera imagen es una secuencia de La misión, una película sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay del siglo XVIII.8 El protagonista de la historia, Mendoza —interpretado por un soberbio Robert de Niro—, asesina a su hermano en un duelo por celos y, encarcelado, no habla, no come y quiere morir. Sin embargo, el sacerdote que acompaña a los presos le convence de que es posible volver a empezar y, así, acaba entrando como novicio en la Compañía de Jesús. Pero todavía no ha experimentado en sus carnes el perdón, aún no ha pasado página de verdad; es más, parece que su elección de una vida religiosa fuera una forma de penitencia para expiar el mal cometido. Esta dinámica queda reflejada en una escena inolvidable en la que Mendoza trepa por una pared escarpada, llevando a hombros una pesada red que contiene toda la chatarra que le recuerda su vida pasada, su vida de soldado y, por tanto, su delito. Siempre he visto en esta escena el peso del pasado del que nunca logramos liberarnos, que sigue frenándonos, que nos impide volver a empezar libres de ataduras y con el corazón en paz. En la cima están los guaraníes, aquellos a los que él daba caza como comerciante de esclavos, mirándole con preocupación. Al verle sufrir de tal manera, uno de ellos se le acerca de repente, coge un cuchillo y corta la cuerda que sujeta esa carga, que se precipita por el despeñadero. Y Mendoza rompe a llorar. Es la escena de llanto más bonita que he visto jamás, se trata de un llanto liberador. Este ser perdonado representa verdaderamente el «renacer de lo alto», la posibilidad de volver a empezar.
La segunda imagen pertenece a un texto muy querido para mí, Miguel Mañara, del escritor lituano Oscar Milosz9. Se trata de una obra de teatro que reinventa poéticamente una historia real: la de don Miguel Mañara Vicentelo de Leca, un noble español del siglo XVII que, gracias primero al amor de una joven y después al dolor por su muerte —casualmente, es la misma dinámica que vivió Dante—, pasa de una existencia disoluta a una vida de santidad.
En el corazón del relato, Milosz escribe un diálogo fundamental con el abad del convento en el que don Miguel ha solicitado entrar.10
EL ABAD: Conozco vuestros delitos, don Miguel de Leca; pero necesitáis que la negra confesión atraviese vuestra boca como la suciedad del vómito. El arrepentimiento del corazón no es nada si no sube hasta los dientes, e inunda de amargura los labios…
DON MIGUEL: No he trabajado en seis días. No he hecho obra alguna. Y el séptimo día, mi trabajo fue blasfemar, escupir sobre la tierra y sobre Dios. No he honrado ni a mi padre ni a mi madre. Mi padre me ha maldecido y mi madre ha muerto de dolor. He mentido. Mil veces he dicho: amo, mientras todo mi corazón se reía con una sonrisa perversa. Y el mentiroso puede retirar todo lo que ha dicho; pero ¿cómo podría retirar yo lo que he hecho? He robado. He robado la inocencia. Sé que el penitente restituye, pero yo no puedo restituir. He matado. Mis víctimas están negras como mi pecado ante el rostro de Dios y sucias por mi lujuria. He deseado la casa de mi prójimo, he llevado el fuego de mi deseo a la casa de mi prójimo. Y es una casa que no se reconstruye con dinero. He hecho todo esto. Todo esto he hecho, padre…
EL ABAD: No hace falta hablar más de esas miserias, de esas locuras, mi querido niño grande, ¿comprendes? Son historias que hay que dejar a quienes el orgullo de sus pecados atormenta todavía. […] ¿No comprendes, hijo? Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío.
Es absolutamente extraordinario. El abad no hace la vista gorda ante el pasado de Miguel, no le dice: «No pasa nada, ha sido culpa de las malas compañías, de la sociedad…». No. El abad obliga a don Miguel a nombrar sus culpas una a una, según vimos ya en el primer canto del Infierno y volveremos a ver en repetidas ocasiones en el Purgatorio; cada cual debe confesar su culpa, expresar a viva voz su pregunta, su propia fatiga, su error. Pero, después de confesar sus pecados, Miguel sigue atado a ellos, pensando en ellos, hablando de ellos, y el abad le corta en seco, cambia completamente de registro: «Lo que ocurre es que piensas en esas cosas que ya no existen y que nunca han existido, hijo mío».
En esto consiste la misericordia, en la experiencia del perdón que permite pasar página y volver a empezar de nuevo. Independientemente de lo que hayas hecho, cualquiera que sea tu error y tu culpa, la bajeza de la que hayas sido cómplice, puedes volver a empezar. Porque debajo de todo tu mal, de tus pecados y de tus errores sigue latiendo el corazón que Dios ha creado, y ese corazón conserva la impronta de Dios, que es el deseo de bien, de verdad y de belleza.
La tercera imagen pertenece a un poema de Pascoli, «Los dos huérfanos», que representa la opción contraria, la ausencia de alguien que nos perdone.11 Se trata de un diálogo entre dos hermanos que han perdido a su madre. Es un texto muy duro porque refleja cómo es la vida cuando falta la posibilidad de perdonar.
«Hermano, ¿te aburro ahora, si te hablo?».
«Habla: no puedo dormir». «Escucho
como un roer…». «Quizá sea una termita…».
«Hermano, ¿has oído ahora un lamento
largo en la oscuridad?». «Quizá sea un perro…».
«Hay gente en la puerta…». «Quizá sea el viento…».
«Escucho dos voces suaves, suaves, suaves…».
«Quizá sea la lluvia que cae bellamente».
«¿Escuchas esos toques?». «Son las campanas».
«¿Tocan a muerto? ¿Dan las horas?».
«Quizá…». «Tengo miedo…». «También yo». «Creo que truena:
¿qué haremos?». «No lo sé, hermano:
estate cerca, estemos en paz: seamos buenos».
«Sigo hablando, si te gusta.
¿Recuerdas, cuando por la cerradura
entraba la luz?»…
El diálogo es muy tierno: el hermano menor tiene miedo de todo y el mayor intenta darle respuestas alentadoras, razones para no temer, pero no sirve de nada, y al final no tiene más remedio que admitir que él también tiene miedo.
Este miedo de los hermanos, que es también nuestro, nace de la oscuridad; en la «selva oscura» todo asusta porque todo resulta una amenaza desconocida. Todo es desconocido porque falta un significado que ilumine el valor de las cosas. «¿Recuerdas, cuando por la cerradura entraba la luz?». Es una imagen estupenda: antes también dormíamos con el cuarto a oscuras, la situación era la misma; sin embargo, por la rendija de la cerradura entraba una luz, pequeñísima pero real, que testimoniaba que al otro lado de la puerta estaba mamá. No la podíamos ver, pero indudablemente estaba presente.
[…] «Y ahora la luz está apagada».
«Incluso en aquellos tiempos teníamos miedo:
sí, pero no tanto». «Ahora nada nos conforta,
y estamos solos en la noche oscura».
«Ella estaba allí, detrás de esta puerta,
y se escuchaba un murmullo fugaz,
de cuando en cuando». «Y ahora madre está muerta».
«¿Recuerdas?». «Entonces no estábamos tan en paz
entre nosotros…». «Nosotros somos ahora más buenos»,
«ahora que ya no hay nadie que se complazca
con nosotros…», «que ya no hay nadie que nos perdone».
Antes también tenían miedo. Las circunstancias no eran distintas, pero la presencia de su madre daba sentido a todo. ¿Cuál es la raíz de la tristeza, del dolor y la soledad? Que «ya no hay nadie que nos perdone». No hay nada más importante en la vida que saber esto. Una vez un alumno me escribió: «Solo necesito un lugar que no tenga miedo de lo que soy, que no me desprecie». El mundo es un lugar bonito, podría ser un lugar bello. Pero ¿bello por qué? ¿Porque