Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

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Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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su curiosidad. Eso lo sabía bien Luis, hombre también de campo, además de deportista. «No sé», repitió. Y prosiguió. Así, de nuevo las pisadas volvían, como una broma macabra que alguien le quisiera gastar. Luis aceleró el paso, pero aquello que le seguía también lo hizo. «Eso un animal no es», añadió de nuevo. Ahora el ciclista rebajaba su velocidad y no había ni que decir que las pisadas se adaptaban también a esta nueva situación.

      —¿Quién va? —preguntó. El silencio pareció hacerse eterno—. ¿Quién va?

      De nuevo la misma letanía sin respuesta. Luis caminaba de nuevo, pero esta vez el miedo empezaba a ser un castigo para él, una amenaza ya real y palpable. Con celeridad Luis avanzaba. Aquello que le perseguía y ninguna respuesta le daba no podía tener buenas intenciones de ninguna manera. Paró. Y el silencio otra vez. Suspiró y comenzó a sudar, algo no demasiado difícil, dada la época del año. Fue entonces, solo entonces, cuando se subió en su bicicleta y comenzó a hacer lo que mejor se le daba, pedalear. La noche y los baches del camino no iban a ser su mejor aliado, eso lo sabía bien, pero a la fuerza ahorcaban. Las pisadas galopaban, literalmente, para poder perseguirle a él sobre su bicicleta. Luis miraba atrás mientras pedaleaba, era inevitable no hacerlo. Estuvo a punto de caer, pero su pericia como deportista le salvó del accidente. En una de las ocasiones en las que miraba hacia el desandado camino le pareció ver algo, una mujer quizá vestida de blanco. El miedo, que ya se había instalado en su ser irracionalmente, le hizo detenerse en seco. Su valiente intención era ver aquello que le había parecido eso, ver. El «ente», llamémosle así, se percató de todo y con un pavoroso alarido se retiró de la escena, quedando Luis solo de nuevo. Una lágrima, fruto del miedo y la brutal tensión del momento, recorrió fugazmente su mejilla, frenándose en las proximidades de su mandíbula. ¿Qué diría en casa? ¿Qué le contaría a su novia? ¿Le tomarían por loco? Pese a todo, en ese momento no era lo que más preocupaba al joven. Restaban unas decenas de metros para llegar a la carretera de Los Navalmorales a Espinoso del Rey. Con ese firme podría avanzar con más rapidez y de forma más segura a pesar de la oscuridad de la noche. Llegar a su casa se había convertido en algo más esencial de lo que lo era cuando de Torrecilla partió.

       Este capítulo está dedicado a Luis Luna Gómez por esas antiguas, tensas pero preciosas historias que de su boca con atención escuché.

      CAPÍTULO 2

      El peligro del placer

      Verano de 2019

      Pablo y Lucía no se decían ni una palabra. En el interior del Ford Focus del joven, de apenas veinte años, el olor a ambientador de manzana se extendía con facilidad, ocupando todo el habitáculo. Pablo ya no prestaba atención a la escotada camiseta blanca de Lucía, dos años menor que él. Estaba centrado en encontrar un lugar apartado, lejos de las miradas de ojos indiscretos. Eran ambos vecinos de Velada, Toledo, el pueblo que ahora abandonaban por la calle Bosque. Pronto la senda que habían elegido dejó de ofrecer un firme duro y compacto para poner a prueba la amortiguación del vehículo azul obscuro, que se confundía en la noche en aquel ya camino. El polvo que las ruedas traseras levantaban se mezclaba con el cálido aire del verano.

      Pablo puso a propósito su mano derecha sobre el muslo izquierdo de su acompañante. Acto seguido levantó su mano para bajarla de súbito y que esta impactara contra la pierna de Lucía. A ella le dolió, pero también constituyó un argumento más para aumentar su libido o deseo. Callaíta, de Bad Bunny y Tany, salía por los laterales del salpicadero del automóvil. Y así, callaíta, la joven se dirigía hacia donde su acompañante la conducía. Un viaje corto pero lleno de intensidades a las que la joven no hacía ni mucho menos ascos. Pablo se salió del camino cuando las luces de su pueblo se vislumbraban en la lejanía. Se trataba de otra pista forestal escoltada a ambos lados por árboles salpicados al azar. Sin duda, un buen sitio para estar alejados de todo, especialmente de miradas curiosas. El motor del Ford detuvo el galopar de sus pistones y al fin los jóvenes empezaron a hablar:

      —¿Has traído condones? —preguntó la chica.

      —Creo que sí —respondió él.

      Pablo movió su cuerpo hacia la guantera, que se situaba frente a Lucía. Al hacerlo sus brazos estaban sobre el tejano gris de la chica. El joven abrió la guantera y sacó un preservativo de color azul y blanco en su envoltorio. El resto estaban esparcidos por el pequeño habitáculo, sin cuidado ninguno en su colocación y compartiendo sitio con los papeles del coche, una gafas de sol sin su funda y algunos chicles Clix de hierbabuena. Cuando tomó el objeto que fue a buscar cerró la guantera, la cual hizo un ruido de encaje perfecto, y volvió a su asiento. Pablo no había apagado aún las luces del coche, por lo que la superficie de campo y árboles frente al automóvil estaba iluminada, pero lo estuvo más cuando otro vehículo pasó por el camino que antes habían dejado a un lado. El vehículo pasó de largo. Los dos jóvenes se miraron; era extraño que alguien más pasase por allí a esas horas de la noche. Las labores agrícolas y ganaderas carecen de horario, pero de ahí a visitar una explotación a esas horas… Lucía acababa de mirar la hora en el salpicadero del coche. A la una y treinta y tres de la madrugada eso no era muy normal. Ni una palabra entre los jóvenes al respecto. La importancia que al hecho le dio uno apareció mermada en el otro. Pablo apagó las luces y cerró el contacto del coche. El ruido que las llaves, con sus numerosos adornos bien repartidos por todo el llavero, hicieron constituyó la señal para que Lucía se quitara el cinturón de seguridad y presionara el seguro de su puerta, algo absurdo, pues minutos después abrirían las puertas del coche para hacer frente al sofocante calor de la noche. Al tiempo que lo hizo, un breve torbellino de onomatopeya difícil de emular recorrió todo el habitáculo. En su interior, Lucía se sentía más segura así. Por otro lado, las luces del coche que los sobresaltó habían desaparecido en la distancia. Ambos chicos habían visto como se alejaban y se apagaban en la lejanía. La joven se aproximó al chico y empezó a besarle en la boca. Al tiempo, la temperatura corporal de Pablo aumentaba unas décimas, suficientes como para poner a tono todo su cuerpo. Sus manos fueron explorando partes ya conocidas en el cuerpo del otro. La tela de los vaqueros a la altura de la cintura era una barrera sencilla de sobrepasar; así, en poco tiempo su ropa interior estuvo a la vista, y luego sus más íntimas partes, las cuales sirvieron de entretenimiento para ambos. Primero ella osó jugar con sus labios y su lengua, de tal modo que estos estuvieran en contacto con lo más prohibido, con lo más íntimo.

      Los minutos pasaban para Pablo como si de segundos se tratase, como suspiros que se volatilizaban en el aire del habitáculo del Ford con suma facilidad. Pese a su algo incómoda postura, pues estaba sentado y con la ropa inferior bajada, no emitió queja alguna. Luego le tocó el turno a ella, algo rápido, caduco y falto de inspiración. Esta se había esfumado por los entresijos del acto en sí. En el fondo, el joven veleño ansiaba estar dentro de ella, eso solo y nada más. Sus intenciones no iban a ir más allá de eso, ni aquella noche de verano ni ninguna otra. Pasados unos minutos, los cristales del Focus habían sido bajados deliberadamente; el calor que esa noche hacía invitó a los chicos a esto último. Ahora estaban en la parte de atrás del coche y habían movido los asientos delanteros hacia delante para tener más espacio. Había sido algo que no había presentado problemas a la hora de ponerse de acuerdo. Uno sobre el otro se trasladaban al éxtasis. Pablo pretendía llegar el primero, antes que ella. No le preocupaba en absoluto su sentir, su disfrutar. Quería volver pronto al pueblo; era sábado noche y había muchas cosas que hacer con su edad. Lucía acariciaba el cogote rasurado del chico. Pablo había decidido conservar su tupé y su vistoso cabello en la parte superior de su cabeza, pero el resto de su pelo moreno estaba rapado. Por otro lado, el cabello de la joven se entremezclaba con la piel del veleño, pues el sudor había hecho acto de presencia en la epidermis de ambos.

      —¡Joder!

      Por un momento, Lucía había abierto sus grandes y bonitos ojos marrones. El sobresalto por lo que le pareció un leve chasquido de unas ramas hizo temblar hasta sus largas pestañas.

      —¡Coño! Lucía, eres una cortarrollos. Siempre que venimos aquí haces lo mismo —dijo Pablo.

      —¡Pablo, tío, hay alguien fuera! ¡Te lo digo de verdad, hostia!

      —Al


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