Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

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Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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incorporarse y ver qué había fuera. Por ello, su siguiente frase se entrecortó un breve lapso de tiempo.

      —Aunque… con lo mal que huele a cerdo…

      Fue su último enunciado, su letanía final. Un contundente golpe de lo que a Lucía la pareció un objeto metálico le abrió la testa por la frente, un poco más arriba de los ojos. El veinteañero cayó encima de la joven, pero esta vez sin ninguna intención concupiscente. El chico respiraba aún, estaba inconsciente. La joven veleña empezó a chillar como si estuviese poseída. Trataba inútilmente de retirar la pesada carga, para ella, que tenía sobre su desnudo cuerpo. Mientras sus manos se crispaban por la tensión de lo vivido, un hombre de fuerte complexión apareció por la abierta ventanilla del Ford. Las pulseras de sus muñecas bailaban sin salirse de las mismas mientras el sujeto abría la puerta. Los largos cabellos morenos de la joven sirvieron de utensilio al fornido hombre, el cual la sacó literalmente del vehículo, colocando una de sus manos, con la que no tiraba, en la coronilla del aparentemente inerte chico. Con la otra extrajo a la chica. Lucía trató de defenderse sin éxito. Una buena bofetada y el suelo constituyó su improvisado lecho. Así, los dos chicos quedaron a la total y absoluta merced de aquel varón cuya cara se escondía tras una media de color marrón.

      Como Lucía había quedado en el suelo, inconsciente, el hombre se centró en el chico, que, como he narrado, yacía boca abajo e inconsciente en la parte trasera del Focus. Lo arrastró, tomándolo en este caso de las axilas, y ya en el suelo le dio la vuelta. Pablo tenía la cara ensangrentada. El desconocido se puso encima de él, sentado sobre su pecho, y con un fuerte movimiento de sus extremidades superiores le rompió el cuello. El chasquido fue sutil, casi vago en la sonoridad. Los guantes de las manos del ya asesino apenas si se habían impregnado de la sangre del joven veleño.

      CAPÍTULO 3

      Una vida un tanto «desarreglada»

      El ruido del iPhone deshizo el descanso de Eduardo y sus dos acompañantes. La habitación donde dormitaban, tras una noche de la que Eduardo no recordaría todo, estaba tan desordenada que costaba encontrar los cuerpos desnudos, apenas cubiertos por las sábanas. El musculoso brazo del teniente de la UCO (Unidad Central Operativa de la Guardia Civil), de treinta años de edad, pasó por encima del cuerpo de una de las chicas. El contraste entre las dos pieles era mucho más que evidente. La tostada epidermis de Eduardo hacía palidecer aún más la de la chica. Cogió el teléfono móvil, que no había dejado de sonar, privando del sueño a las dos señoritas que le acompañaban.

      —Mi capitán.

      El joven teniente se había esforzado sin demasiado éxito en disimular su ronca voz, pues al otro lado estaba su superior. La noticia que iba a recibir le trasladaría sin remisión a la acción. Eduardo escuchaba con atención lo que el capitán de la UCO, Alfonso Gutiérrez, le decía. «Eso está cerca de mi tierra», pensó. La acción, lo que a él más le gustaba, mezclada con el punto de nostalgia de volver a sus orígenes. Hijo de un agricultor y un ama de casa de la localidad de Los Navalmorales, en la misma provincia donde había tenido lugar el suceso que investigar, desde siempre el pueblo se le quedó pequeño. Primero, el ejército, donde estudió en la academia de oficiales de Zaragoza y pronto destacó en misiones internacionales en Irak y Afganistán; y luego la Guardia Civil, cuerpo al que se cambió al volver de su última misión en territorio afgano. Durante todo este tiempo estudió criminalística, compaginando sus estudios con su labor en ambos cuerpos militares hasta que dio el salto para entrar en la selecta UCO. Apadrinado por su capitán, Julio Rodríguez, finalmente ingresó en la unidad. Sin duda, una buena hoja para cualquier superior que se preciara.

      En el tiempo que llevaba en la UCO había tenido la oportunidad de trabajar con algunos de los mejores guardias civiles del país, y de contribuir a resolver algunos importantes casos. Quizá por eso su capitán había decidido llamarle esa mañana de domingo del sofocante verano de 2019. ¿Quién mejor que él, con su hoja y su conocimiento del terreno, para ocuparse de ese caso? Eso pensó Eduardo de nuevo mientras se tomaba un café solo mirando por la ventana de su apartamento, un tercer piso en la avenida Nuestra Señora de Fátima del madrileño barrio de Carabanchel. El distrito de Vista Alegre, al norte de Carabanchel, había sido su barrio desde que llegó a la capital y ese Madrid al que llegó parecía no haber parado ni un segundo, sin dormir, sin descanso, al margen de la vida fuera de él. Los coches no cesaban en su empeño por recorrer la avenida que Eduardo observaba cuando una de las chicas, que medio vestida se acercó a él a darle un corto y seco beso en los labios, le interrumpió. Al cabo de unos instantes «la rubia» y también «la morena» se habían tomado su parte de café y se habían marchado de su apartamento, no por ganas de hacerlo. Un hombre como Eduardo no se encontraba fácilmente; su colocación, su físico y su personalidad siempre acompañaban a la conquista de cualquier candidata. No obstante, en su ser subyacía el, por el momento, deseo de estar solo. Para algunos de sus superiores esto podía llegar a constituir un escollo en su exitosa carrera y así se lo habían hecho saber en más de una ocasión. Una indirecta por aquí, un comentario subido de volumen a propósito para que este lo escuchara, un cotilleo que tarde pero a tiempo llegaba a sus oídos… Sin duda, su estado civil estaba un tanto «desarreglado», si se puede decir así, pero no parecía importarle a esta personalidad.

      Antes de salir del apartamento, Eduardo observó todo en derredor. La diafanidad de su hogar le permitía tener una visión global de todo: un cazo a punto de oxidarse en el fregadero junto a cubiertos cuyos mangos asomaban por encima del mismo sin que se supiese si eran cucharas, tenedores o cuchillos; ropa por doquier esperando a ser llevada «a otro lugar» para tener un destino más limpio; un frigorífico con algunos restos de huellas y grasa y con más hielo que comida; algunos goterones de café en el suelo de todo el apartamento, que tenían su origen en una cafetera con cierto aire de abandono en toda su estructura; unas cortinas de salón de lino blanco que pegaban bien poco con la madera del suelo y el resto de la decoración del habitáculo; y suma y sigue. Así y todo, esta era la vida que a Eduardo le gustaba tener, despreocupada y sin ánimos de mejora en lo que se refería a la cotidianidad extralaboral.

      El tráfico en Madrid a veces no respondía a patrones y este era una de esos días. Para colmo, el aire acondicionado del viejo Mercedes Benz que había heredado de su padre no daba señales de vida, como siempre. El calor se hacía insoportable sentado en los sillones de cuero de aquel mítico automóvil. Parecía que nunca saldría de la autovía A-2 y tomaría el desvío para llegar a Salinas del Rosío, 33, la central de la UCO. Durante un instante en el que su vehículo casi no avanzaba, se miró en el espejo de la visera. Su aspecto era un tanto desaliñado. El pelo algo alborotado, unas ojeras un tanto pronunciadas y una imagen menos despistada que antes de lavarse la cara en casa, pero algo preso de la noche todavía. Todo ello no desmerecía, ni mucho menos, su bella faz. Una nariz no muy prominente, escoltada por unas pequeñas arrugas que delimitaban con levedad algunas facciones de su cara, la cual gozaba de un bronceado color de piel, fruto de la herencia recibida más que del sol.

      —¡Vamos, hostias! Viejo trasto —dijo.

      La queja iba acompañada de un ruido de fácil onomatopeya tras los golpes de Eduardo contra el salpicadero. Cuando hubo llegado a las oficinas pudo respirar un aire menos viciado y fresco. Los pasillos que le conducían al despacho de su superior estaban casi vacíos. Solo se cruzó con un par de compañeros vestidos de calle y con la recepcionista. Su capitán le vio por los entresijos de la moderna persiana metálica de su despacho, pero él tuvo la deferencia y la educación de golpear la madera con los nudillos.

      —Pase —le invitó el capitán de la UCO, Julio Rodríguez.

      —No descansa ni los domingos, mi capitán —añadió su subordinado.

      —Pase, siéntese.

      El ruido de la silla de cuero al sentarse fue el pistoletazo de salida para que Julio comenzara a expandir sus conocimientos en aquella estancia. Bajo los numerosos títulos colgados en las paredes en viejos marcos y ante la atenta mirada de una pequeña estantería plagada de expedientes de años pasados, su capitán empezó a hablar a su subordinado de la misión:

      —Una joven desaparecida y un chico de veinte años


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