Bajo el oro líquido. Óscar Hornillos Gómez-Recuero

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Bajo el oro líquido - Óscar Hornillos Gómez-Recuero


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queda cerca de su pueblo si no me equivoco.

      —Al norte de Navalmorales, sí.

      —De momento se está ocupando la Guardia Civil de la zona, pero quiero que usted personalmente se desplace. Examine el lugar de los hechos. Confío en sus capacidades. Este es el informe que los compañeros han elaborado. Lo hemos recibido hace unos minutos por correo electrónico. Ya sé que esto se sale de la norma, pero quiero proceder así porque quizá se trate de algo más que un caso aislado. Por supuesto, tenemos luz verde del coronel.

      El capitán de la UCO tomó unas fotocopias a las que les acompañaban algunas fotos de la escena del crimen. Las fotos estaban impresas en papel normal, como los informes que las acompañaban. Eduardo comenzó a examinarlas. En ellas se observaba el espacio rural donde se habían cometido los distintos delitos, el coche modelo Ford Focus y la imagen de un joven con el rostro destrozado. Había sangre por el suelo, pero no en el automóvil. Eso fue todo en lo que Eduardo se pudo fijar en el breve espacio de tiempo en el que miró aquel informe, pues la puerta sonó a madera de nuevo para obtener el permiso del capitán y abrirse. La alférez Colado entró en el pequeño despacho. Era una mujer que se esforzaba por esconder su feminidad en un cuerpo atlético, pero esta se respiraba a raudales en todo su femenino ser. Su rubio pelo sujeto por una coleta, su poco ajustada blusa blanca, esos vaqueros algo pasados de moda que intentaban disimular sus caderas con estrepitoso fracaso y esa voz que se esforzaba en buscar un tono ronco que no le correspondía constituían un cóctel en el que Paula Colado se sentía mucho más cómoda, mucho más libre de las ataduras y corsés que la sociedad le imponía en silencio, casi sin quererlo, pero queriéndolo a la vez. Cuando sus verdes ojos se cruzaron con los casi marrones de Eduardo, el capitán dijo:

      —Como ya se conocen de sobra, está de más todo tipo de formalismos. Son dos de mis mejores efectivos y por ello les envío. Nos volveremos a ver mañana, lunes, en mi despacho. Exploren bien la escena del crimen.

      Tras las palabras del capitán, los dos salieron sin decir palabra del despacho.

      CAPÍTULO 4

      Descubriendo la dura realidad

      Las paredes de lo que parecía un pozo rezumaban cierta humedad por los recovecos que los ladrillos formaban. Algunas telas de araña se hallaban abigarradas en la cilíndrica pared de aquel viejo agujero, dando fe de la ausencia de agua en él durante demasiado tiempo. Y es que más de diez metros separaban a Lucía de la boca del mismo. La joven veleña respiraba angustia y ansiedad al despertar de aquel letargo en el que la habían sumido. Estaba claro que no estaba sola; los ladridos de varios perros le anunciaban la certeza de este hecho. Durante un instante la idea de que pudieran llegar hasta ella se apoderó de su coraje, pero el tiempo transcurrió y no fue así. Se trataba de perros de gran tamaño, por la fuerza y cierta ronquedad de sus ladridos, pero estaban, a buen seguro, fuera de la estancia que contenía el pozo donde ella se encontraba. La chica miró hacia arriba y reconoció la uralita del techo. Era el mismo material que había en la nave del padre de Pablo, aunque ella no conocía el nombre del mismo. El pozo estaba dentro de una casa de campo o nave, eso estaba claro. Fruto de la desesperación Lucía gritó:

      —¡Pablo!

      Debía de ser de día, pues por algún lugar de aquella casa de campo o nave penetraban los rayos del sol, que permitían a Lucía ver sus ropas algo sucias. Su blusa ya no parecía la misma y sus tejanos, algo polvorientos y mancillados de barro, se asemejaban más a un saco que a un vaquero. La joven introdujo su mano derecha y luego la izquierda en ambos bolsillos del pantalón, pero no encontró su teléfono móvil. A su alrededor no tenía nada más que piedra, suciedad y telas de araña. Así, cayó sentada por la desesperación y empezó a llorar hasta que sus ojos se cerraron, encontrando la respuesta del descanso forzado frente a la búsqueda de la dura realidad.

      Seguramente habían pasado varias horas cuando el metálico ruido sobresaltó a Lucía, pues la luz del sol que entraba en aquel lugar era ya menos intensa y de un color más anaranjado que horas atrás. La chica se puso de pie y miró hacia la boca del pozo. Los ladridos de los perros eran más intensos si cabía, posiblemente porque alguien había abierto la puerta que comunicaba el interior de la nave con el exterior. Los pasos que se escuchaban hacían un ruido parsimonioso, acompañado de otros sonidos que la joven no podía adivinar. La joven no cesaba en su empeño de mirar hacia la parte superior del pozo y fue una sombra no demasiado oscura, por el efecto de la débil luz, lo que encontraron sus ojos. Sin lugar a dudas, se trataba de una figura masculina, por el contorno del cuerpo. Lucía no podía ver la cara de aquella persona, pero en sus rasgos pudo intuir una corta barba, una nariz no demasiado prominente y pelo corto. El sujeto quedó mirando a la joven sin decir palabra.

      —¡Sácame de aquí! —gritó ella, pero del que parecía su captor no salió ni una sola palabra—. ¡Por favor! —volvió la chica a vociferar, esta vez acompañando su petición de un más que sonoro llanto que no hizo que aquel hombre se inmutara.

      El individuo movió su cabeza de un lado a otro y después sus brazos, lanzando hacia el fondo del pozo dos objetos. Estos cayeron a plomo contra el terregoso suelo, haciendo diferentes sonidos. Luego su sombra se desvaneció, dejando aquella luz de la tarde de verano como única compañera de Lucía. Al principio esta no prestó atención a lo que el hombre había tirado, pero luego se agachó y pudo ver dos pardos objetos, por efecto del entorno donde se hallaban. Los tomó y vio que se trataba de una botella de agua de doscientos cincuenta mililitros, de la marca Aquabona, y de una lata de magro de cerdo de la marca Día. La botella había sido rellenada de agua, pues su etiqueta estaba despegada por uno de sus lados y el tapón había sido manipulado. La chica tenía bastante hambre, por lo que no fue remilgada. Bebió y comió, con cuidado de no cortarse con los bordes de la lata, hasta no dejar nada. Al parecer, aquel hombre pretendía mantenerla con vida por alguna razón que ella desconocía.

      CAPÍTULO 5

      Nada es casual

      A unos metros de Paula, Eduardo examinaba aquella zona. No les había costado mucho cruzar el cordón de la Guardia Civil; sus placas se habían abierto paso fácilmente. Los trajes blancos que vestían para no contaminar la escena del crimen contrastaban con los uniformes de los agentes que custodiaban el lugar. Por otro lado, eran los últimos en llegar, por lo que todo había sido suficientemente inspeccionado. La cinta de plástico verdiblanca apenas se movía por el escaso viento mientras les observaba a unos metros. No había nada, nada que pudiera servirles a ambos, ni colillas ni restos de tela. Ni siquiera fluidos que no pertenecieran a las jóvenes víctimas. Tampoco había huellas en la hierba ni en el camino. Solamente fueron halladas las del ciudadano que dio la voz de alarma. Su búsqueda, con cierta determinación, era en este sentido infructuosa. Llevaban ya casi una hora husmeando por el lugar del crimen. La cara de Paula lo decía todo. La palabra fracaso no entraba en el vocabulario de ninguno de los dos. Habían sido entrenados para eso, para el éxito, pero su arduo trabajo de campo no daba frutos. Mientras Paula, en silencio y ante la mirada de los dos guardias civiles que custodiaban la escena del crimen, se quitaba uno de sus guantes de látex, Eduardo levantó la cabeza y quiso mirar más allá, fuera de ese espacio donde todo se había centrado, la escena del crimen, pero donde seguramente, pensó Eduardo, no todo había sucedido. Caminó sin el mismo cuidado que lo hiciera cuando llegó al lugar de los hechos y se agachó para salir de aquel cordón que por momentos empezaba a asfixiar su mente.

      En la lejanía, a unos quinientos metros, multitud de curiosos se agolpaban buscando la novedad, la noticia, la exclusiva, el ser el primero en saber y enterarse, pero también, en muchos casos, el morbo que siempre aporta lo inusual, lo que se aleja de la pura cotidianeidad y te sumerge en un mundo obscuro y lleno de interrogantes. Eduardo se desplazó hacia el camino que daba acceso al lugar de los hechos. Se trataba de una pista forestal de lo más corriente. Su objetivo era centrarse en las huellas de los neumáticos, las más recientes. Probablemente esa mañana numerosos coches habían pasado por allí. A los vehículos de la Guardia Civil había que sumar el que trajo al juez, el de la persona que halló todo y los de los curiosos que se aventuraron hasta la zona antes de que llegase la Benemérita. Sin duda, era complicado saber, en el caso de que un vehículo trajese al


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