Tiempo pasado. Lee Child
Читать онлайн книгу.en la cama sin hacer. Mark los había invitado a desayunar a pesar de todo. Se había dado vuelta para irse y después se volvió a dar vuelta con una sonrisa indulgente en el rostro, todos amigos, no seamos estúpidos. Patty había querido decir que sí. Shorty dijo que no. Habían ido adentro y habían tomado agua tibia con el vaso de los cepillos de dientes, parados frente al lavabo del baño.
—Solo te vas a sentir peor cuando tengas que pedirle que nos dé el almuerzo —dijo Patty—. Deberías haber acabado con ello de inmediato. Ahora se va a hacer cada vez más grande en tu cabeza.
—Tienes que admitir que eso fue raro —dijo Shorty.
—¿Qué lo fue?
—Todo lo que acaba de pasar.
—¿Que fue qué?
—Lo viste. Estuviste ahí.
—Dímelo con tus propias palabras.
—¿De mi propia boca? Suenas como él. Viste lo que sucedió. Empezó con una vendetta extraña en mi contra.
—Lo que yo vi fue a Peter donando su tiempo voluntariamente para ayudarnos. Se puso a trabajar enseguida. Yo todavía ni siquiera estaba despierta. Después lo que vi fue que lo estabas maltratando y diciéndole que lo había empeorado.
—Coincido con que ayer el coche no estaba funcionando espectacular, pero ahora directamente no funciona. ¿Qué otra cosa puede haber pasado? Obviamente algo hizo.
—Tu coche ya tenía muchas cosas mal. Quizás arrancarlo anoche fue la gota que colmó el vaso.
—Fue raro lo que me hizo hacer.
—Te hizo decir la verdad, Shorty. A esta hora ya habríamos llegado a Nueva York. Ya habríamos hecho el negocio. Ahora podríamos estar conduciendo hacia una de esas concesionarias en las que te toman cualquier cosa en parte de pago. Podríamos haber conseguido algo mejor. Podríamos haber hecho el resto del camino con estilo.
—Lo lamento —dijo Shorty—. En serio.
—Quizás el mecánico lo pueda arreglar.
—Quizás directamente deberíamos tirarlo e irnos. Antes de que tengamos que pagar otros cincuenta dólares por la habitación.
—¿A qué te refieres con irnos?
—Caminando. Podríamos caminar hasta la carretera y hacer autostop. Dijiste que había un lugar treinta kilómetros más adelante. Podrían tener un autobús.
—El camino entre los árboles tenía más de tres kilómetros. Tú irías cargando la maleta. Es más grande que tú. No la podemos dejar aquí. Y después todo lo que conseguiríamos de todas maneras es una carretera secundaria. Sin tráfico. Lo planeamos así, ¿te acuerdas? Podríamos esperar allí todo el día a que alguien nos lleve. Especialmente con una maleta grande. Ese tipo de cosa hace que la gente no tenga ganas. No paran. Quizás ya tienen el maletero lleno.
—Vale, quizás el mecánico lo va a arreglar. O al menos nos podría llevar hasta la ciudad. En su camioneta. Con la maleta grande. Podemos pensar algo desde ahí.
—Otros cincuenta dólares sin duda van a dejar marca.
—Es peor que eso —dijo Shorty—. Cincuenta dólares son una gota en el océano. Podríamos quedarnos aquí toda la semana, comparado con lo que va a costar el mecánico. Esos tipos cobran un recargo por acercarse hasta el lugar en el que estás, ¿lo puedes creer? Lo que básicamente es como que te paguen por seguir vivo. No es así cuando cultivas patatas, déjame que te diga. Que los mecánicos comen, por cierto. Les encantan las patatas. Patatas fritas, croquetas de patata, al horno con queso y panceta. ¿Qué pasaría si yo les pidiera que me pagaran por pensar en cultivarles una patata?
Patty se puso de pie de golpe, moviendo la cama, y dijo:
—Salgo a tomar un poco de aire.
Cruzó hasta la puerta y giró el picaporte y tiró. No pasó nada. Estaba trabada de vuelta. Revisó la cerradura.
—Esto es lo que me pasó anoche —dijo.
Shorty se bajó de la cama y se acercó.
Giró el picaporte.
La puerta abrió.
—Quizás estás girando mal el picaporte —dijo él.
—¿Cuántas maneras hay de girar un picaporte? —dijo ella.
Él cerró la puerta y se quedó a un paso.
Ella se acercó y lo intentó otra vez. Agarró de la misma manera, giró de la misma manera, tiró de la misma manera.
La puerta se abrió.
—Raro —dijo.
Estaba soleado en el centro de Laconia, con el sol algo bajo, como en los primeros días de otoño, pero todavía tan caluroso como en verano. Reacher llegó al café enfrente del semáforo a las once y diez, cinco minutos antes de la hora, y se sentó en una pequeña mesa de hierro en un rincón del patio, desde donde podía ver la acera que llevaba hasta el café desde la puerta de la municipalidad. No estaba seguro de qué tipo de persona esperaba que fuera Carter Carrington. Aunque había algunas pistas. Una, a Elizabeth Castle le parecía absurdo imaginarse a ese tipo como su novio. Dos, se había encargado de aclarar que no era ni siquiera un amigo. Tres, el tipo estaba confinado en el área administrativa. Cuatro, se lo mantenía lejos de los clientes. Cinco, era un apasionado de la metodología de censos.
Estos indicios no eran buenos.
El patio tenía también una puerta lateral, para el aparcamiento. Iba y venía gente. Reacher pidió café solo normal, en vaso para llevar, no porque planease salir corriendo, sino porque no le gustaba el aspecto de las alternativas para el servicio de mesa, que eran más o menos del tamaño y peso de orinales. Malas tazas para café, según él, pero a otras personas les debían resultar satisfactorias, porque el patio se estaba llenando. En poco tiempo quedaron solo tres sitios vacíos. Uno de los cuales era frente a Reacher, inevitablemente. Un hecho de su vida. A la gente no le parecía abordable.
La primera persona que se acercó por el lado de la municipalidad fue una mujer de alrededor de cuarenta años, animada, competente, probablemente a cargo de alguna sección importante. Les dijo “hola” y “qué tal” a un par de clientes, cortesías de rutina con compañeros de trabajo, y tiró su bolso en un asiento vacío, no el que estaba frente a Reacher, y después se dirigió al mostrador para pedir lo que fuese que quisiera. Reacher miró la acera. A la distancia vio que un tipo salía de la municipalidad, y empezaba a caminar hacia allí. Incluso de lejos quedaba claro que era alto e iba bien vestido. Su traje estaba bien, y su camisa era blanca, y su corbata elegante. Tenía cabello rubio, corto, pero un poco rebelde. Como si hiciera lo mejor que pudiese. Estaba bronceado y parecía en forma y fuerte y lleno de vigor y energía. Tenía presencia. Contra el ladrillo viejo parecía una estrella de cine en un set de rodaje.
Salvo que caminaba con una cojera. Muy leve, pierna izquierda.
La mujer que había ido al mostrador volvió con una taza y un plato, y se sentó donde había reservado su lugar, lo que dejaba solo dos sitios vacíos, uno de los cuales fue inmediatamente ocupado por otra mujer, probablemente otra jefa de sección, porque les dijo “hola” y “qué tal” a otro montón de gente distinta. Lo que dejó la única silla libre del patio justo enfrente de Reacher.
Entonces entró el tipo estrella de cine. De cerca era todo lo que Reacher había visto a la distancia, y además atractivo, de un modo más bien recio. Como un vaquero que fue a la universidad. Alto, largo, capaz. Quizás treinta y cinco años. Reacher apostó algo consigo mismo a que el tipo era exmilitar. Todo lo indicaba. En un segundo le armó al tipo una biografía totalmente imaginaria, del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales Reservistas en una universidad del oeste a una herida en Iraq o Afganistán, y un tiempo en el Centro Médico Militar Walter Reed, y después la desvinculación y un trabajo nuevo en New Hampshire, quizás un puesto ejecutivo, quizás algo que lo requiriera para litigar con