Tiempo pasado. Lee Child

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Tiempo pasado - Lee Child


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buena cantidad.

      Le dio la dirección del lugar específico que necesitaba, con indicaciones detalladas esquina por esquina de cómo llegar hasta allí, y él dijo “hasta luego” y se fue. Pasó caminando por la hostería donde había pasado la noche. Pasó un lugar al que asumió que volvería para la comida. Estaba yendo hacia el sur y hacia el este por los bloques del centro, a veces por aceras de ladrillo gastadas de hacía fácil ochenta años. Incluso cien. Las tiendas eran frescas y limpias, muchas dedicadas a artículos de cocina y a artículos para cocinar y a artículos para la mesa y toda otra clase de artículos asociados con la preparación y el consumo de comida. Algunas eran zapaterías. Algunas tenían bolsos.

      El edificio que estaba buscando resultó ser una estructura moderna baja y ancha construida en lo que debían de haber sido dos lotes estándar. Habría quedado mejor en un campus tecnológico, rodeada de laboratorios de informática. Que era lo que era, pensó. Se dio cuenta de que en su mente había estado esperando estanterías de papeles podridos, escritos a mano con tinta ya desteñida, atados con hilos. Todo lo cual todavía existía, estaba seguro, pero no ahí. Ese material estaba en depósitos, a tres meses de distancia, después de haber sido copiado y catalogado e indexado en un ordenador. No iba a ser rescatado con una nube de polvo y un carrito con ruedas, sino con el clic de un ratón y el zumbido de una impresora.

      El mundo moderno.

      Entró, hacia un mostrador de recepción que podría haber estado en un museo moderno o un dentista de lujo. Detrás del mostrador había un tipo con aspecto de estar puesto ahí como castigo. Reacher dijo “hola”. El tipo levantó la mirada pero no respondió. Reacher le dijo que quería ver los registros de dos viejos censos distintos.

      —¿De dónde? —preguntó el tipo, como si no le importara para nada.

      —De aquí —dijo Reacher.

      El tipo miró como si no entendiera.

      —Laconia —dijo Reacher—. New Hampshire, Estados Unidos, América del Norte, el mundo, el sistema solar, la galaxia, el universo.

      —¿Por qué dos?

      —¿Por qué no?

      —¿Qué años?

      Reacher le dijo, primero el año en que su padre tenía dos, y luego el siguiente censo diez años después, cuando su padre tenía doce.

      El tipo preguntó:

      —¿Usted reside en el condado?

      —¿Por qué lo quiere saber?

      —Financiación. Esto no es gratis. Pero los residentes tienen acceso.

      —He estado aquí un buen rato —dijo Reacher—. Al menos tanto como lo que he vivido en cualquier otro lugar recientemente.

      —¿Cuál es el motivo de su búsqueda?

      —¿Es importante?

      —Tenemos que llenar casillas.

      —Historia familiar —dijo Reacher.

      —Ahora necesito su nombre —dijo el tipo.

      —¿Por qué?

      —Tenemos que alcanzar objetivos. Tenemos que registrar los nombres, o piensan que estamos inflando los números.

      —Podrían inventar nombres durante todo el día.

      —Tenemos que ver el documento.

      —¿Por qué? Todo esto no es de dominio público?

      —Bienvenido al mundo real —dijo el tipo.

      Reacher le mostró el pasaporte.

      —Nació en Berlín —dijo el tipo.

      —Correcto —dijo Reacher.

      —No en Berlín, New Hampshire, tampoco.

      —¿Es un problema? Usted cree que soy un espía extranjero al que mandaron aquí para distorsionar lo que ya pasó hace noventa años?

      El tipo escribió Reacher en una casilla en un formulario.

      —Cubículo dos, señor Reacher —dijo, y señaló una puerta en la pared de enfrente.

      Reacher entró a un silencioso espacio cuadrado, con luces bajas, y largas mesas de trabajo de madera de arce divididas en compartimientos separados por particiones verticales. Cada compartimiento tenía una silla de tweed apagado, y un ordenador de pantalla plana en la superficie de trabajo, y un lápiz al que recién le habían sacado punta, y un delgado bloc de hojas con el nombre del condado impreso en la parte alta, como una marca de hotel. Había una alfombra gruesa en el suelo. Tela en las paredes. Todo el trabajo de carpintería era de excelente calidad. Reacher asumió que la sala en conjunto debía haber costado un millón de dólares.

      Se sentó en el cubículo dos, y la pantalla que tenía enfrente cobró vida. Se iluminó en azul, un fondo liso de color, más allá de dos pequeños iconos en el ángulo de arriba a la derecha, como sellos postales en una carta. No era un usuario de ordenadores experimentado, pero lo había intentado una o dos veces, y lo había visto hacer muchas veces más. Ahora incluso los hoteles baratos tenían ordenadores en las recepciones. Muchas veces había esperado mientras el recepcionista cliqueaba y deslizaba y tecleaba. Lejos estaban los días en los que una persona podía poner sobre el mostrador un par de billetes y recibir instantáneamente a cambio una llave grande y de bronce.

      Movió el ratón y envió la flecha hacia arriba a los iconos. Sabía que eran ficheros. O carpetas de ficheros. Había que cliquear encima, y en respuesta se iban a abrir. Nunca estaba seguro de si había que cliquear una o dos veces. Lo había visto hacer de las dos maneras. Su costumbre era cliquear dos veces. En caso de duda, etcétera. Quizás ayudaba, y nunca parecía hacer daño. Como dispararle a alguien en la cabeza. Un doble golpecito no podía estar mal.

      Ubicó el centro de masa de la flecha sobre el icono de la izquierda e hizo doble clic, y la pantalla volvió a un color gris, como la cubierta de un buque de guerra. En el centro había una imagen en blanco y negro de la primera página de un reporte gubernamental, como una fotocopia fresca y brillante, impresa con una letra anticuada y remilgada en una tipografía de estilo gubernamental. Arriba decía: “Departamento de Comercio de los Estados Unidos, R. P. Lamont, Secretario, Oficina de Censos, W. M. Steuart, Director”. En el medio decía: “Decimoquinto Censo de los Estados Unidos, Referencias Extraídas para la Municipalidad de Laconia, New Hampshire”. Abajo decía: “En Venta por el Superintendente de Documentos, Washington, D. C., Precio Un Dólar”.

      Reacher podía ver cómo la parte de arriba de la segunda página se asomaba por la parte de abajo de la pantalla. Iba a tener que deslizarse hacia abajo. Eso estaba claro. La mejor manera de hacerlo, imaginó, era con la ruedecita ubicada en la parte más sobresaliente del ratón. Entre donde estarían más o menos sus omóplatos. Debajo de la yema de su dedo índice. Conveniente. Intuitivo. Leyó por arriba la introducción, que trataba mayormente de las muchas y variadas mejoras que se habían hecho en la metodología desde el decimocuarto censo. Ningún alarde, realmente. Más como un mensaje de un friki a otro, incluso en aquel entonces. Cosas que necesitabas saber, si te gustaba contar gente.

      Después venían las listas, de nombres sin nada más y viejas ocupaciones, y el mundo de casi noventa años atrás parecía alzarse todo alrededor. Había fabricantes de botones, y fabricantes de sombreros, y fabricantes de guantes, y destiladores de trementina, y obreros, e ingenieros de locomotoras, e hilanderos de seda, y trabajadores de un molino para procesar estaño y de una fábrica de hojalata. Había una sección aparte titulada Ocupaciones Inusuales Para Niños. La mayoría estaban de manera optimista clasificados como aprendices. O ayudantes. Había muchachos herreros y albañiles y fogoneros y vertedores y fundidores.

      No había ningún Reacher. No en Laconia, New Hampshire, el año en el que Stan tenía dos.

      Volvió con la ruedecita hasta arriba del todo y empezó otra vez, esta vez prestándole particular atención


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