El lenguaje político de la república. Gilberto Loaiza Cano
Читать онлайн книгу.sugerir, ahora, otra noción de opinión pública basada en el examen de un paisaje documental amplio. La opinión pública fue el campo de la puesta en situación de las diversas opiniones; la opinión pública fue el campo de debate de múltiples opiniones. Un escenario cambiante según las modificaciones en las reglas de juego de ese debate, según los cambios de posición de los agentes políticos y letrados. Esa situación cambiante tiene que ver, claro, con los balbuceos e incertidumbres de un nuevo sistema político, con la emergencia de un nuevo personal político, que tuvo incidencia en las posiciones discursivas de los hablantes, en los pasos legislativos y reglamentarios que condicionaron la conversación pública mediante impresos, en los estilos de escritura que privilegiaron, a veces, las invectivas o las exaltaciones de la ley o el respeto debido a nuevas autoridades.
Todo esto nos ha permitido decir, como resultado de esta investigación, que el lenguaje político de la república, en la situación de varios países de la América española a comienzos del siglo XIX, se caracterizó por su exclusivismo letrado y, al tiempo, por su tendencia a expresar la disolución del campo político en fragmentos que expresaban intereses particulares que buscaban satisfacción. Con la república estaba emergiendo un régimen de publicidad despiadado y competitivo que obligó a los individuos comprometidos a sostener publicaciones periódicas, algunas muy efímeras y otras relativamente estables, con tal de poder ocupar un lugar decisivo, así fuese de manera coyuntural, en el proceso de definición de las condiciones de funcionamiento del sistema político. La opinión pública fue, en consecuencia, un espacio de disenso construido a pesar de los mismos oficiantes de la opinión diaria.
Por una visión de conjunto
Nuestro examen cubre la segunda mitad del siglo XVIII y los primeros decenios del siglo siguiente, aunque nos hemos concentrado mucho más en el análisis de publicaciones periódicas que existieron entre los decenios 1767 y 1830. Haber mencionado o citado publicaciones anteriores y, sobre todo, posteriores a ese lapso no altera la visión de conjunto que hemos pretendido construir. Ya hemos explicado por qué consideramos 1767 un punto de quiebre en la relación entre la Corona española y sus posesiones en América, al menos en el ámbito cultural. La expulsión de los jesuitas puede tomarse como el punto de partida de un cambio que incluyó, en varios lugares de América, innovaciones en el sistema de enseñanza universitario; realización de proyectos científicos; viajes de algunos criollos a realizar estudios en Europa; intensificación del comercio de libros; afirmación del estatuto administrativo de algunas ciudades convertidas en capitales de virreinatos y, por supuesto, un interés por la difusión de la publicidad gubernamental mediante periódicos. Pero más allá de buscar un hito que sirva de mojón histórico en un año determinado, lo que nos ha interesado es ver cómo desde la expulsión de la Compañía de Jesús puede hablarse de una situación de cambio en la producción y el consumo intelectual que generó tensiones entre las autoridades coloniales y el personal letrado criollo. Entre 1767 y 1830 puede contemplarse un proceso de transición en que el umbral de 1808-1810 sirve de punto de referencia para establecer los vínculos y contrastes entre el periodismo practicado antes y después de la dominación española. Para el decenio de 1830 estamos ante un ritmo de discusión pública más o menos consolidado, en que el desenlace favorable de la guerra de Independencia abrió el campo de disputas entre facciones políticas por el control del espacio público de opinión y por la supremacía en la construcción de un nuevo sistema de gobierno.
Es cierto, como lo han demostrado muchos historiadores, que con la crisis monárquica advino un cambio cultural que tuvo particular expresión en la producción y difusión de impresos; sin embargo, también nos parece cierto que muchos elementos enunciados en la restringida práctica periodística de fines del siglo XVIII tuvieron continuidad en los primeros decenios republicanos. Mejor aún, buena parte del esquema comunicativo que funcionó bajo el control de las autoridades coloniales tuvo un despliegue más intenso a partir de 1810. Por ejemplo, el escritor vasallo controlado por la monarquía tuvo su prolongación en los escritores por encargo que, bajo la vigilancia de funcionarios de los gobiernos republicanos, redactaron las gacetas ministeriales. El escritor como intermediario entre el Estado y la sociedad tuvo relativa continuidad, algo que informa acerca de la persistencia de un esquema de comunicación. A eso agreguemos la prolongación de ciertos recursos argumentativos, la apelación a los prospectos, epígrafes, seudónimos, máscaras; a conversaciones ficticias; a relaciones epistolares fingidas o ciertas con los lectores; a la evocación de autores y obras que refieren nociones clásicas acerca de la democracia y el buen gobierno.
No se trata de desconocer las alteraciones en el espacio público de opinión que sobrevinieron con la crisis monárquica, sino más bien de entender que las innovaciones en el ritmo de producción de impresos tuvieron que sustentarse en un legado retórico, en una tradición jurídico-teológica, en la superioridad atribuida a la República de las Letras. Además, el paso a una situación nueva estuvo plagado de aprensiones y temores; la libertad de publicar la opinión no fue un trámite expedito y hubo momentos regresivos como sucedió con el prolongado cerrojo virreinal en Ciudad de México, con las inclinaciones autoritarias de Simón Bolívar y de Francisco de Paula Santander o con las tendencias a privilegiar la opinión obsecuente y a perseguir los conatos de oposición en el Río de la Plata. Una hirsuta exaltación de la supuesta sacralidad o infalibilidad de la ley pretendió suplantar la majestad que antes recubría el respeto a la figura del rey, de modo que el advenimiento de la república no significó un salto entusiasmado al ejercicio libre de la opinión.
Eso sí, hay cambios sustanciales en la intensidad y diversidad del campo de la opinión que hacen hablar de un nuevo régimen publicitario. La eclosión fue indudable y significativa en aquellos lugares que no habían sido centros de producción de impresos durante la dominación monárquica. La prensa insurgente mexicana fue, primordialmente, una prensa de las provincias que discutieron el tradicional predominio de Ciudad de México. En el antiguo virreinato de la Nueva Granada emergió, sobre todo en el decenio 1810, una prensa animada por patricios que representaban soberanías locales que controvertían el centralismo bogotano. También aparecieron en esa década, en varios lugares de la América española, opiniones particulares sustentadas en la libre iniciativa de individuos que aspiraban a construir una trayectoria de escritores públicos y a competir en un escenario de discusión cuyas premisas, en principio, diferían de las restricciones del Antiguo Régimen.
Este ejercicio es aproximativo y quizás superficial por lo panorámico, pero está motivado en la necesidad de adquirir una visión de conjunto que hace falta en nuestras historiografías. Incluso esfuerzos pretendidamente abarcadores, como las ya viejas reflexiones del lamentado François-Xavier Guerra, tenían el lastre de estar demasiado concentradas en unos casos particulares que, por serlo, no servían para generalizaciones gruesas.16 Aquí hay una tentativa de historia comparada o, al menos, de elaboración de una visión de conjunto que nos aleje de presuntos modelos que, por unilaterales, siguen siendo fragmentos.
Leer periódicos, en porcentaje disímil, es cierto, de Buenos Aires, Lima, Santiago de Chile, Valparaíso, Caracas, Santafé de Bogotá, Cartagena, México y otros lugares de la América española, provee una información empírica muy generosa que permite llegar a conclusiones acerca de tendencias, sincronías, singularidades, en fin.17 El diálogo entre los periódicos de esa época explica en muy buena medida las sincronías temáticas, pero también es ostensible que hubo una matriz ideológica común para todos aquellos escritores porque las élites de la inmediata post-independencia compartieron problemas muy semejantes relacionados con los desafíos de la afirmación de un nuevo sistema político, la legitimación de un personal político y la puesta en marcha de instituciones y funciones asignadas a novedosas estructuras estatales. Mencionemos algunos ejemplos: en el decenio de 1820, desde México hasta Chile, hubo preocupación por los alcances perturbadores del principio de la soberanía popular y los escritores hallaron en el pensamiento político europeo, quizás más claramente en el francés, la entronización del principio de la soberanía racional que les adjudicaba a las élites ilustradas una función tutora en la democracia representativa. También hay trayectorias diferentes del