El lenguaje político de la república. Gilberto Loaiza Cano
Читать онлайн книгу.pública que, según expertos, aparece en Europa en la segunda mitad del siglo XVIII. La emergencia del concepto está asociada con antagonismos y conflictos entre grupos organizados de individuos con alguna voluntad de poder y que han encontrado en la comunicación impresa un medio argumentativo, publicitario, muy eficaz. Lo que en Europa y, en particular, en España fue surgiendo como expresión de rivalidades políticas, en la América española fue, más bien, el ejercicio de la opinión bajo estricto control gubernamental. La pluralidad no fue un atributo evidente de la circulación de impresos por lo menos hasta la crisis monárquica de 1808, al contrario, la naciente opinión pública fue el resultado de una voluntad estatal de crear una opinión oficial sin fisuras que ayudara a darle sustento a las prioridades de la monarquía.
Todo esto nos da licencia para entender la opinión pública como una categoría que vivió su propio proceso histórico que, en las circunstancias de la América española, tiene claramente dos etapas. La primera, muestra la formación de un incipiente espacio público de opinión impresa que dota a las gentes de letras de una posibilidad de comunicación restringida y controlada; esa etapa va desde la expulsión de los jesuitas hasta el umbral de 1808 a 1810. Se trata de una opinión impresa bajo la férula de las autoridades monárquicas, de un régimen de publicidad impresa promovido y a la vez controlado por funcionarios de la Corona. Un momento que deja exhibir las posibilidades comunicativas de algunos periódicos, de un grupo de escritores que eran, a la vez, funcionarios encargados por las autoridades monárquicas para cumplir tareas publicitarias que incluyeron la apertura de formas de sociabilidad ligadas a la redacción de periódicos y a formas de institucionalización de la lectura. En este primer momento, los periódicos se vuelven el nicho formativo de una élite letrada que acoge y difunde los postulados básicos de una república de sabios que se sienten imbuidos de una misión persuasiva en función de los ideales modernizadores de la ciencia, la razón y el progreso. En esta etapa, el periódico y el libro científico hicieron parte de una agenda difusora en el formato exclusivo, excluyente y autoritario del despotismo ilustrado.14
La siguiente etapa ha debido iniciar con el anuncio de la libertad de imprenta, proveniente de las Cortes de Cádiz en el decreto inaugural del 10 de noviembre de 1810. Luego, la Constitución de Cádiz de 1812 refrendaba la abolición de la censura. Sin embargo, no podemos ser tan entusiastas en la definición cronológica de un umbral que marque claramente un antes y un después para toda la América española; nos daremos cuenta, al fijarnos en casos concretos, que el paso de un viejo a un nuevo régimen de producción y circulación de la opinión fue más autoritario y lento en unos lugares de América que en otros. La velocidad del cambio de orden político pudo impulsar la eclosión de periódicos en ciertos lugares que rápidamente adoptaron una legislación más o menos liberal que sacudía las premisas de la censura previa; incluso, veremos una mezcla quizás paradójica de una tradición impresa incompatible con el viejo molde de la censura monárquica o lugares que dieron el salto republicano con una débil tradición en la producción de impresos. En fin, hubo un desigual disfrute de una nueva libertad.
De una especie de opinión pública oficial sometida a la vigilancia de autoridades monárquicas y a la censura previa, se pasó a una opinión pública plural. La desaparición de la censura previa, la emergencia de un personal político que tuvo iniciación en el activismo parlamentario, la iniciativa de particulares para fundar periódicos y el interés por las ciencias de lo político sirvieron de cimiento a lo que hemos aprendido a conocer como la opinión pública moderna, estrictamente deliberante, conflictiva, expuesta a las tensiones del disenso cotidiano. Desde la coyuntura crítica de 1810 en adelante estamos ante procesos traumáticos, paulatinos y diarios de construcción colectiva de los principios de la opinión pública según los designios de la comunicación impresa en formatos breves y rápidos que relativizaron la importancia del libro entre las gentes letradas (especialmente el libro científico). Un régimen de publicidad marcado por la intensidad de la discusión en nombre del ejercicio de la representación de la voluntad soberana del pueblo y en que el escritor deja su condición de sabio letrado para arrogarse los atributos de la representación de la voz del pueblo. Ya no solamente hablan aquellos que se han sentido capacitados para escribir en público por reunir las facultades intelectuales para hacerlo, también hablan aquellos que se sienten lo suficientemente libres para actuar y expresar sus opiniones en nombre de lo público y para persuadir a un público. El letrado inmerso en la política considera que su voz es pública porque representa a grupos de individuos reunidos en voluntades asociadas que serán fragmentos del pueblo, de la sociedad civil, de facciones o partidos y, de adehala, es consciente de que se dirige de modo genérico al pueblo, hecho concreto en grupos organizados o espontáneos de lectores. Es un tiempo de multiplicación de impresos, de opiniones y de lectores que participan de modalidades quizás inusitadas de lectura individual y, sobre todo, de lectura colectiva que corresponden con el frenesí de un momento de mutación política que incluye la transformación de las relaciones entre los individuos.
Esa emergencia de una opinión plural, discrepante en esencia, es en buena medida el cimiento de un lenguaje de discusión pública distintivo de un régimen político nuevo. La invención colectiva de un lenguaje de discusión republicana tuvo implicaciones inmediatas en lo que iba a ser la opinión pública. Como lo han percibido varios estudiosos, hubo contradicción entre su apariencia generalizadora y la profusión de opiniones particulares.15 La opinión pública fue, más bien, una tentativa de unidad que terminó disuelta o fragmentada en la práctica cotidiana de las opiniones individuales. Eso generó una tensión constante entre quienes promovieron el consenso alrededor de una legitimidad recién establecida y aquellos que en nombre de la libertad de opinión patrocinaron el ejercicio constante del cuestionamiento de los actos de gobierno. Muchas veces la opinión pública intentó identificarse con las leyes que, provenientes de los órganos de representación popular, estaban revestidas de sacralidad según quienes promovían la oficial, pero improbable, opinión unánime. Debatir o cuestionar la ley en los periódicos fue entendido, en consecuencia, como actos perturbadores de un orden político que intentaba afirmarse. Esa tensión fue, por demás, muy productiva, hizo nacer periódicos en los que los políticos letrados de la época recurrieron a variadas estrategias persuasivas y disuasivas con tal de lograr el predominio de tal o cual opinión, algo que equivalía al triunfo de tal o cual proyecto político. El formato del periódico se volvió un espacio tipográfico en que los seudónimos, los anónimos, los diálogos a manera de breves catecismos, los supuestos remitidos de supuestos lectores, las reflexiones de todo tipo y hasta los avisos contribuyeron a enunciar discursos en pos de determinados proyectos de organización política.
Ese lenguaje tuvo elaboración colectiva e involuntaria en buena medida porque los agentes que intervinieron en el moldeamiento de ese lenguaje no lograron a plenitud imponer las reglas que sugerían. Ese lenguaje es, por tanto, una resultante de lo que esa comunicación, muy conflictiva, pudo generar. Por eso, cuando queremos responder a la pregunta ¿qué fue la opinión pública en los primeros decenios republicanos?, los historiadores tenemos que discernir entre aquello que nosotros logramos entrever en ese panorama escriturario de la época y lo que los redactores de periódicos de esos años alcanzaban a precisar. Las definiciones de la opinión pública hechas por los escritores de esa época están basadas más en la proyección subjetiva de lo deseado, de modo que la opinión pública era vista como el resultado del debate público de opiniones particulares, como la búsqueda colectiva de la verdad. Llegar a la aceptación de una verdad común era el final feliz pretendido por muchos, porque clausuraba las puertas del disenso. Para otros, la opinión pública era la concreción publicitaria de la razón del poder; la unanimidad en torno a la ley. Eso explica el desprecio por las voces disonantes que hacían oposición a los actos de gobierno. Y en otras ocasiones, la opinión pública era el tribunal supremo e inapelable que arbitraba con justicia en medio de la deliberación, era la razón ilustrada hecha concreta por el selecto mundo lector que, en la democracia representativa en ciernes, iba siendo el selecto mundo de los electores. Por eso, el tribunal de la opinión solía confundirse con los resultados de las urnas que hacían triunfante una opinión sobre otras y la elevaban a la condición