¡Arroja la bomba! . Vanina Escales
Читать онлайн книгу.mantenían desiguales. Porque la humillación de la servidumbre seguía cuando llegaban a sus casas. Una de las virtudes del anarquismo es haber planteado que lo privado es político. Los efectos de este descubrimiento fueron dispares. La voz de la mujer40 puso la primera bomba en 1896 cuando Pepita Guerra denunció a los compañeros que caminaban para atrás cuando se trataba de la situación de las mujeres: cangrejos cómodos conservadores que, ante la posibilidad de ejercer dominio, cedían, por más anarquistas que se dijeran.
A partir de este background, era esperable la respuesta41 de María Rotella al elogio que La Protesta hizo a Salvadora: “¿Por qué una mujer anarquista llama tanto la atención y hace convertir hasta a los hombres más equilibrados en estúpidos fetichistas?”. Porque la admiración masculina se había organizado en dos ejes, que fuera inteligente y que fuera mujer, como si el anarquismo no contara con mujeres42 que hacía años organizaban conferencias, revueltas y huelgas, que entraron y salieron de la cárcel y que, desde el exilio, se mantuvieron agitadoras. Entonces Rotella dijo su sentencia: “Pues bien, compañeras, si queremos emanciparnos, debemos lograrlo por nuestro propio esfuerzo, sin esperar el empujón o la protección de nadie”. El mensaje también era para la recién llegada.
Salvadora estaba a cargo de la página de cultura de La Protesta y publicaba colaboraciones, poemas, traducciones, reseñas, novedades bibliográficas, agenda de actividades. Una madrugada llegó a la redacción un hombre vestido con tapado de cuello de piel a pedir el número de la jornada y pagó con un puñado de libras esterlinas. Era Titta Ruffo, el barítono que cantó en casi todas las temporadas del Teatro Colón hasta 1931. Cuando su cuñado Giacomo Matteotti fue secuestrado y asesinado por los fascistas italianos en 1924, Ruffo decidió no cantar más en Italia y se marchó al exilio, al igual que otros artistas como Raoul Romito. Las autoridades fascistas lo declararon subversivo. Salvadora se dio cuenta después de quién era.
La “joven Onrubia” ingresó en las letras ácratas con ese ruido de fondo. Era lo que llamaríamos una “joven promesa” o, como dice Rotella al pasar, enfant prodige. Pero la cualidad de precoz, los diecinueve años, o, más bien la edificación de la heroína con cualidades de abanderada escolar es trivial. Con todo, fue la primera autora argentina en escribir teatro anarquista.43 Juntaba intelectualidad y lucha social, dominio mayoritario de los señores con aires taurinos.
Almafuerte fue una de las apuestas teatrales de José Podestá, de vuelta en el Teatro Apolo, para iniciar la temporada de 1914. La Compañía Dramática Nacional Gámez-Rosich estaba bajo la dirección artística de Podestá, que a los 54 años ya era una leyenda. La idea de que “papito”, como le decía Helvio Botana a su padre, había financiado el estreno, está solo en la cabeza enamorada del hijo porque en Crítica no sobraba un peso para “aventuras teatrales”.44
El escenario donde se desarrolla la obra de teatro en tres actos y en prosa es el conventillo, ese bazar de la pobreza. Y en esas piezas de planchadoras, lavanderas y obreros es inevitable recordar las palabras del presidente de la Nación José Figueroa Alcorta en un discurso en las vísperas del Centenario: “Nuestro obrero gasta exageradamente y no ahorra porque no ajusta a su salario sus gastos”.
En Almafuerte no hay héroe sino heroína, Elisa, una costurera de veinte años, de novia con Arturo, “obrero inteligente de ideas avanzadas”. Planean casarse en tres meses. Los personajes que rodean a la pareja son la familia de Elisa y las vecinas. Su padre es obrero fabril, su madre es planchadora al igual que su hermana menor, la Gurisa; y Julia, la del medio, que se ocupa de las tareas domésticas. Doña Braulia, a cargo del conventillo, es amarga y se mueve entre el chisme y el resentimiento. Para los “buenos”, todo termina mal porque la Ley de Residencia hace colapsar a la familia. Para darle mayor realismo a la obra, Salvadora hace leer a doña Braulia una noticia sobre Arturo, escrita en la prensa por el cronista más popular de la época, Juan José de Soiza Reilly, “ese lechuzón de los anteojos negros” y “macaneador”, que aparece como personaje ficcional para sumar verosimilitud.
Soiza Reilly devolvió el guiño y escribió en Fray Mocho que la obra fue escrita “con dolor y con rabia, tiene la belleza de un rugido. Tiene la belleza del alma bohemia de su autora que, una tarde, como Gloria Laguna, borracha de hiel, apedrea por la ventana a los transeúntes. Y los apedrea con sus propias ilusiones. Como en un suicidio”.45
Entre la Ley de Residencia y la de Defensa Social, de 1910, pasaron ocho años.46 La historia del Estado represor y expulsivo debe comenzar con esas leyes, que afinaron el poder de coerción para preservar el orden económico, político y social de la clase gobernante. La primera se aprobó luego de la huelga del 22 de noviembre de 1902, la más grande hasta el momento. La segunda, luego de que explotara una bomba en el Teatro Colón. Si en la primera podemos adivinar los motivos económicos, en la segunda el problema fue de proximidad. Lo que causó terror fue, en definitiva, un anarquista en el Colón, templo deshonrado por la presencia de un trabajador de la nitroglicerina. El episodio merece un lugar en el anaquel de la zoología política argentina, ya que necesariamente la bomba tuvo que arrojarse desde el “gallinero”, lugar de hacinamiento social obrero en la fiesta de la cultura. Desde 1910 quedó “prohibida toda asociación o reunión de personas que tengan por objeto la propagación de las doctrinas anarquistas”. Durante el debate de la ley, los males sociales se concentraron en la anomalía: el anarquista, el loco, el epiléptico, el ladrón, el degenerado y la puta.
Elisa tiene un anarquismo entre intuitivo y razonado. Porque la obra, en definitiva, tiene una finalidad pedagógica en el fuera de escena: “Si todos los anarquistas son como mi novio, para que fuera bueno el mundo y felices las mujeres debían ser anarquistas todos los hombres”.47 También de protesta, “cuando se juntan los pobres obreros [es] para procurar darles un poco de educación a los hijos y que no sean esclavos como ellos”; y de utopismo, al recrear las posibilidades de justicia, solidaridad y felicidad.48 Se despliega una política allí donde el dramatismo de los cuadros permite una reflexión sobre la vida. Para Elisa no habrá casamiento ni fiesta ni vestido, queda sola con la maldición de su “cara de muñeca” expuesta a las fauces de un médico burgués que alardea con la prepotencia del dinero, el derecho de pernada y la tentación de su oferta: tres mil pesos por una hora con Elisa.
Tal vez haya sido el fotógrafo o la pose “de escritora” sentada en el escritorio, pero en la tapa de la revista Nuestro Teatro Salvadora parece una nena de doce. “Tres-cuarto, perfil derecho” con los ojos muy abiertos, grandes y compasivos, la boca entreabierta, con cejas arqueadas. En la foto no se ve el pelirrojo de amazona de cómic, pero sí el casquete con jopo peinado al costado. Elvira es su doble de juventud y es a través de ella que se despacha contra todo lo que odia: el trabajo alienante, el matrimonio, la burguesía. Es una novela de aprendizaje.
En el teatro anarquista el maniqueísmo es rey para que la identificación sea rápida. Según el historiador Juan Suriano, el teatro era el eje de las veladas libertarias, ya que “reunía las condiciones de la propaganda escrita y oral; muchos anarquistas pensaban que el teatro superaba la conferencia y el libro”.49 En Almafuerte están todos los grandes temas de la propaganda anárquica de la época, pero también había otra dramaturgia anarquista en la que aparecía “la mujer como enemiga”, la que mientras su compañero “va a la lucha” reza el rosario encerrada en su casa.
Salvadora, al igual que otros escritores, rechazó el exceso de lirismo. Se trata de una literatura de intención primera, de urgencia y disidente50 que buscaba eficacia en la transmisión de la ideología. Si en el principio fue el verbo, la literatura de izquierda argentina comenzó con la obra de los anarquistas Alberto Ghiraldo, Federico A. Gutiérrez –que de policía pasó a ácrata y lo echaron de “la fuerza” por sus odas a la delincuencia– y José de Maturana. Y la emergencia de esa palabra predicó sobre un sujeto que se impuso en la nueva Argentina: el miserable. Buenos Aires, gran aldea, se convirtió en un escenario ruin e indigno: conventillos, hacinamiento, tuberculosos, desempleados, milonguita, pungas y mala vida. Como contracultura, el anarquismo buscó encender la potencia sediciosa de las y los plebeyos. Para todo ofreció respuestas y propuestas, ¿para qué esperar?, ¿cuál sería la ventaja de aguardar por mejores momentos, si la dominación es nuestra contemporánea?
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