¡Arroja la bomba! . Vanina Escales

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¡Arroja la bomba!  - Vanina Escales


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14 de noviembre de 1909 y el coronel Ramón Lorenzo Falcón conversaba acomodado en el carruaje con su secretario Juan Lartigau. Estaban llegando a Callao cuando un muchacho vestido de negro empezó a correrlos por atrás. No iban rápido. El muchacho tenía algo apretado al cuerpo y logró llegar al lado del estribo, despeinado, desencajado. La mano derecha hizo un movimiento rápido pero preciso y logró tirar el paquete en el asiento de los pasajeros. Cuando entendieron lo que estaba pasando ya era tarde. Un pestañeo y el ruido los ensordeció, la explosión los sacó del auto como invertebrados, la sangre no tapó el agujero que la bomba dejó en el empedrado. Sobrevivieron algunas horas. Simón Radowitzky corrió hacia Libertador, pero lo alcanzaron. Gritó “¡Viva la anarquía!” y se dio un tiro en el pecho. No murió.

      Detenido, las autoridades buscaron por todos los medios acelerar el proceso judicial para aplicarle de inmediato la ley marcial. Pero llegó el acta de una sinagoga rusa que probó que Simón tenía veinte años, era menor de edad y no podía recibir esa pena. Le esperaba en cambio la condena a pasar veintiún años en el presidio de Ushuaia, la mitad en confinamiento solitario.

      La historia de ese atentado comenzó meses antes, el 1° de mayo de ese año en plaza Lorea, anexa a la plaza del Congreso, y no solo es el “sangriento epílogo” de la Semana Roja, sino también el comienzo de la vida del “santo del anarquismo”, Radowitzky, que había llegado a principios de 1908 a la Argentina en el mismo barco que Esther Porter, la madre de David Viñas.

      Golpeé las puertas del Tugurio, la casa de Osvaldo Bayer, muchas veces. La primera fui con una lista de nombres que se me escapaban, que nadie conocía, y que solo él podía recordar porque fue un obsesivo de la nota al pie. Nos sentamos alrededor de la bomba Orsini de percusión que adornaba una mesita y comenzó a hablar de personas como si lo hubieran visitado en la semana. Dejé para el final a Simón Radowitzky porque quería leerle el escrito inédito de Salvadora. En voz alta, yo en la voz de ella, invocando el fantasma de Simón y con las intervenciones de Bayer, parecía un delirante diálogo con médium.

      Después de muerto mi padre, Falcón (que era amigo de mi madre y padrinos ambos del comisario Gamboa)…

      Bayer: Pobre piba, ¿no?

      …nos visitó en la casa en que vivíamos en Buenos Aires, y yo sentí tal horror kármico por él, que esta es la base de mi novela.

      Mi veneración por Radowitzky enraíza en el tiempo de las Pirámides de Egipto.

      B: No se sabe por qué.

      En mi novela lo llamaré Aglamoé. Radowitzky estudiaba medicina en Rusia.

      B: Eso no es cierto, siempre fue obrero.

      …cuando, en 1905, muchos jóvenes tuvieron que escapar. Los padres de Simón, judíos ucranianos de muy buena posición económica, tenían por entonces una fábrica de muebles en Chicago.

      B: No es cierto.

      …hacia donde creían dirigirse Radowitzky y sus compañeros. Por desgracia, equivocaron el barco.

      B: Eso son macanas.

      …y viajaron como polizones rumbo a la Argentina donde, inesperadamente, Simón encontró un tío que poseía un taller metalúrgico.

      B: Es el tío que lo llama, pero no esto de la fábrica de muebles. Tenía una imaginación esta mujer…

      Un histórico 1° de Mayo Falcón estaba en el balcón del Club del Progreso…

      B: No es cierto, estaba con las tropas policiales a caballo. Y era en la plaza del Congreso. Se ve que se acuerda y pone.

      …y venían los “cosacos”, tropa correntina brava a quienes dio la orden de cargar sobre la columna de manifestantes. La sangre corrió hasta por las cunetas. La señora de Navarrete, madre de un dibujante de Crítica, salió con las enaguas orladas de bermellón. Simón, entonces un niño de diecisiete años, presenció la matanza y, fanático…

      B: ¿Por qué fanático? Con sentido de justicia, en todo caso.

      …como era, juró venganza. Trabajaba entonces en un taller metalúrgico de la calle Uruguay cerca de Santa Fe, propiedad de unos rosarinos de apellido Seno.

      No sé cómo se las arregló para fabricar su bomba. Tenía un pequeño revólver con él. Falcón había ido al entierro de un general Victorica y regresaba en un coche con Juan Alberto Lartigau, emparentado con nuestra familia y a quien mi madre había dado el pecho (de mi hermano mayor Iván), y con el que murió.

      Después del estallido, Simón corrió por la calle Callao seguido por los indignados ciudadanos, y se pegó un tiro.

      B: No, no es cierto.

      Tuvo


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