Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence

Читать онлайн книгу.

Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence


Скачать книгу
expresión de Tessa brilló con orgullo. ¿En serio se enorgullecía de que su novio fuera tan listo que no lo hubieran pillado todavía? Eso cambiaría con Nate. Él no toleraría que hicieran trampas en el hotel. Y Annie estaba allí para ayudarle a detener a los tramposos.

      –Sé lo que hago.

      Annie suspiró. No tenía sentido seguir discutiendo. Tessa era muy obcecada y, si le decía que no podía hacer algo, solo serviría para animarle a hacerlo. Además, si la presionaba, su hermana se cerraría en banda y ella necesitaba estar a su lado, sobre todo en esos momentos.

      Tessa estaba jugando con fuego. ¿Cuánto tiempo tardaría en quemarse?

      Annie sabía que era su última oportunidad de advertir a su hermana antes de que Gabe pudiera escuchar todas sus conversaciones.

      –Ten cuidado. No te involucres demasiado con él.

      Tessa exhaló con fuerza y asintió, aliviada porque su hermana dejara el tema.

      –No me involucro demasiado con ningún hombre –aseguró la hermana pequeña de Annie con una sonrisa–. Deberías saberlo. Tú tampoco solías hacerlo.

      Nate se miró el reloj. La fiesta había empezado ya hacía una hora y Annie tenía que estar en alguna parte. Él había estado alerta por si la veía, pero no había señal de ella. Había creído que no podía pasarle desapercibido ese vestido azul, pero no había contado con que asistiera tanta gente.

      Entonces, la vio.

      Annie se alejaba de la puerta del baño, dejando a su hermana detrás de ella.

      Nate se quedó sin respiración. El color azul de su vestido resaltaba su pelo negro azabache. Los pechos, firmes y altos, se movían de forma tentadora bajo la tela mientras caminaba, recordándole que no llevaba nada debajo. Corto por la rodilla, además, el atuendo dejaba ver unas pantorrillas perfectas y unas sandalias cubiertas de lentejuelas.

      En ese instante, las resistencias de Nate se fueron al traste. Se acostaría con Annie esa noche, sin importarle las consecuencias. No podía seguir luchando contra el deseo que lo invadía.

      Ella estaba preciosa… y parecía agitada. Tenía la piel sonrojada, el ceño fruncido, la mandíbula tensa. No era algo habitual en ella.

      Tras hacer un gesto al camarero para que le rellenara la copa, Nate se acercó con las bebidas en la mano. Ella estaba apoyada en una de las barras, con la cabeza entre las manos.

      –Aquí tienes tu refresco –le ofreció él–. Puedo pedirle a Mike que le añada un chorro de ron, si lo necesitas.

      Annie se levantó de golpe y su rostro volvió a tornarse frío y distante.

      –¡Ay! Me has asustado –dijo ella, y esbozó una sonrisa forzada, tomando el vaso que él le ofrecía–. Gracias. El ron no será necesario.

      Nate la besó en la mejilla y la rodeó con un brazo por la cintura. Sorprendido, se dio cuenta de que el vestido estaba descubierto por detrás, al tocarle la piel sedosa y cálida. Le recorrió la espalda con suavidad, para comprobar hasta dónde llegaba la abertura, justo al comienzo del trasero.

      –Deberías habérmelo dicho –le murmuró al oído.

      –¿Decirte qué? –preguntó ella, mirándolo de pronto con pánico en los ojos.

      –Que solo podías permitirte comprar medio vestido –repuso él–. Te habría comprado uno entero.

      Annie suspiró y arrugó la nariz.

      –¿No te gusta?

      –Claro que me gusta –afirmó él, riendo–. El problema es que también les gusta a todos los demás hombres de la fiesta.

      –Ahh –dijo ella con una sonrisa–. Estás celoso.

      Nate tenía todo el derecho a estarlo. Todo el mundo sabía que Annie usaba su belleza para distraer a sus oponentes. Como resultado, tenía una larga lista de admiradores. Y, solo de pensar en que otro hombre la mirara, se sentía furioso.

      –No estoy celoso. Es solo mi instinto territorial –reconoció él y le dio un trago a su copa.

      –¿Vas a orinarme encima como los perros?

      Nate estuvo a punto de atragantarse con su bebida. Annie era impredecible.

      –No creo que sea necesario.

      –Bien. Este vestido no se puede meter en la lavadora –dijo ella, sonriendo.

      Era una experta en ocultar lo que le preocupaba hacía unos minutos, pensó él.

      –¿Lo estás pasando bien?

      –Es una fiesta muy agradable –contestó.

      –Sí. Pero no me has respondido.

      –Sí, lo estoy pasando bien –afirmó ella despacio, mirándolo a los ojos.

      Nate le dio otro trago a su copa.

      –Para ser jugadora de póquer, no mientes muy bien. ¿Qué te acaba de pasar con Tessa?

      –Nada –respondió ella, demasiado deprisa, rompiendo el contacto ocular.

      Nate miró hacia donde había visto a Tessa hacía unos momentos. Estaba sentada con un hombre despreciable. Si Tessa fuera su hermana, él también estaría disgustado, admitió.

      –Está con Eddie Walker –observó él–. ¿Es por eso?

      –Me acaba de decir que llevan varios meses saliendo –confesó ella, levantando la vista–. No sabía nada.

      –Por la forma en que la toca, se ve que están muy unidos –comentó él.

      Tessa y Eddie estaban hablando en una mesa en una esquina. Su lenguaje corporal irradiaba sexo. Tenían las piernas entrelazadas y se miraban a los ojos con intensidad. Eddie tenía una mano en la rodilla de Tessa y, con la otra, le estaba acariciando el pelo.

      Cuando se giró hacia Annie, Nate la sorprendió otra vez frunciendo el ceño. Por muy acaramelados que parecieran los tortolitos, era obvio que ella no aprobaba su relación. Eddie tenía muy mala reputación y no era la clase de hombre que alguien querría para su hermana.

      Por otra parte, Eddie era el sospechoso número uno en su caza de tramposos. Todo el mundo sabía que hacía trampas, lo que todavía no estaba claro era si formaba parte de una operación a gran escala.

      Él sabía que ella haría lo que fuera para capturar a Eddie. Y, después de haber descubierto que salía con su hermana, ¿qué mejor forma de separarlos que enviar al criminal a la cárcel?

      Hablaría de ello con Annie, se dijo Nate. Pero esa noche, no. Esa noche, tenía cosas mejores en las que pensar. Como llevar a su esposa a la cama.

      Había intentado luchar contra sus instintos desde que la había visto. Sin embargo, los tres años que habían pasado separados no habían servido más que para aumentar la excitación que le bullía en las venas. No se enamoraría de nuevo. Pero podía saciarse de ella antes de que cada uno siguiera su camino.

      Cuando Nate era niño, su abuelo le había dado en una ocasión una enorme bolsa de caramelos de cereza. Como sus padres no estaban en casa, se había sentado delante de la televisión una tarde y se había comido toda la bolsa. Nunca en su vida se había puesto tan enfermo. Y, hasta la fecha, no había podido volver a probar un caramelo ni nada que supiera a cereza.

      Quizá le sucedería lo mismo con Annie. Necesitaba devorar su suave y sedoso cuerpo hasta hartarse. Así, cuando terminara la semana y el divorcio estuviera preparado, ya no tendría más interés en ella del que tenía en los caramelos.

      –¿Tienes hambre? –preguntó él cuando se acercó un camarero con aperitivos.

      Annie meneó al cabeza.

      –No, ver a esos dos me ha quitado el apetito.

      La


Скачать книгу