Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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en operaciones de mantenimiento era frenética excepto en un extremo donde se jugaba a baloncesto en una cancha de dimensiones reglamentarias. Fuimos despedidos con un pequeño ágape y trasladados de nuevo al puerto.

      La aventura marítimo-militar y el sentirse «desnudada» por la tripulación alimentaron el ego de Anastasia hasta el empacho; durante el regreso no dejó de abrazarme y refugiarse en mí «para que no le salpicara el agua», destilaba deseo por todos sus poros; al desembarcar sugirió pasear por el dique de abrigo… sentarnos… mirar al mar… El dique estaba construido por inmensos bloques de hormigón. Anastasia, provocadora, comenzó a saltar de bloque en bloque, sorteando el peligro hasta que, cual ave marina que busca el mejor refugio para devorar tranquilamente su presa, encontró una especie de covacha entre bloques donde no podíamos ser vistos por los transeúntes del paseo marítimo; allí, con las ropas empapadas por la rotura de las olas, permanecimos casi una hora. Haciendo honor a la tierra valenciana podríamos decir que «el sofrito estaba listo para añadirle el arroz», escudriñó hasta el último rincón de mi entonces flacucho cuerpo… y yo el suyo, ¡a qué negarlo!, era insaciable, sus ojos vidriosos la delataban, sentía necesidad de dar un paso más y se despojó de la camisa «para ponerla a secar», yo la animé a hacer lo mismo con el sujetador «no fuese a coger una pulmonía». Loca por dar rienda suelta a su pasión insinuó de nuevo la posibilidad de una pensión, idea que rechacé por los motivos que ya había expuesto la noche anterior, pero no se dejaba vencer fácilmente y propuso ir a unos pinares no muy lejanos en taxi… rechacé la idea por mi exigua disponibilidad monetaria; dispuesta a dejarme sin argumentos, decidió jugársela: iríamos a su casa, me presentaría como un primo de Madrid y una vez en la habitación todo estaría solucionado… ¡Para ella!, pensé yo, porque a mí, si lo conseguíamos, se me aparecerían otros fantasmas como la inexperiencia o la candidez. Así lo hicimos, de nuevo autobús a Mislata; al abrir la puerta, los dueños estaban en animada charla, me presentó como su primo pero… no coló: «Aunque sea tu primo a la habitación solo puedes entrar tú, él te esperará aquí con nosotros»; con un mohín que no ocultaba su contrariedad solo acertó a decir: «¡Qué barbaridad!». Tardó unos minutos y nos fuimos de nuevo. Mi impericia la estaba descolocando, me propuso ir al cine, visionamos, es un decir, la película dos veces, nunca supe el título. En la sesión de las cuatro, con poco público, nos sentamos en la última fila del patio de butacas, su voracidad sexual había crecido en paralelo a mis miedos, estaba a punto de explotar sexualmente, de verter su pasión a cualquier arroyo… como se dice por aquí, «se le arrimaba una cerilla y ardía”; me hizo y le hice de todo pero quería más y sugirió que nos quedáramos al siguiente pase; para esa guerra sí estaba preparado y acepté, pero el cine se llenó por completo y nos vimos obligados a ocupar nuestros asientos numerados en el centro de la sala e intentar comportarnos acorde a las nuevas circunstancias. Con mi mano en su hombro y su cabeza en el mío permanecimos largo rato hasta que mi mano buscó su pecho; la vi estremecerse mientras me lamía el cuello camino de mi boca, introduje el pezón entre los dedos y, como un resorte, saltó quedando casi horizontal sobre la butaca, ¡qué vergüenza!, mejor no reproducir los comentarios de los espectadores. Nos salimos, reímos y fuimos a tomar algo, teníamos sed, mucha sed. Me despedí de ella sobre las once de la noche en el portal de su bloque, prometí volver a verla, escribirle, telefonear… nada la calmaba, lloraba amargamente cuando desapareció de mi vista en el recodo de la quinta escalera. No volví a saber de ella. Así, en solitario, concluyó mi viaje fin de carrera, un viaje planificado para confraternizar con los compañeros durante los, posiblemente, últimos días académicos y que yo tiré por la borda egoísta e insolidariamente a cambio de unas migajas con que alimentar la represión imperante; llegué a sentirme fatal oyendo comentar anécdotas en las que yo no había participado; paradójicamente era envidiado por lo que entendían «mi suerte» sin saber que mi suerte era tenerlos a ellos; al regreso, en el autobús, tuve que soportar sus mofas, obviamente no creyeron que yo seguía virgen, tentado estuve de saciar su curiosidad y contar todo pero opté por la vía salomónica y, remedando a Quevedo, les repetía: «Estamos ayunos de lo que es y ahítos de lo que parece». Pasaron los años y en encuentros casuales con algunos de ellos aún era requerido sobre el final del idilio.

      En su esplendidez y dinamismo, Ramón Beamonte consiguió para todos los compañeros de clase la obtención del carnet de conducir en el último curso de la carrera. Negoció, no sé dónde, cómo, ni con quién, unas tasas reducidas, 25 pesetas, así como la exención del examen teórico; se suponía que como especialistas en la materia no procedía la prueba y defendía su tesis arguyendo que hasta el año 1960 el Cuerpo de Obras Públicas proveyó de examinadores para la obtención del Permiso de Conducir; las competencias pertenecían a los gobernadores civiles quienes se auxiliaban de los ingenieros del ramo, es más, ayudantes y sobrestantes estaban autorizados para solicitar de los conductores la documentación pertinente, en carretera. Aunque la Dirección General de Tráfico se creó en 1959, no comenzó su andadura hasta el año siguiente en que las funciones de vigilancia se atribuyeron a la Agrupación de la Guardia Civil que sustituyó en tal cometido al Cuerpo de Policía Armada y de Tráfico que venía haciéndolo desde la terminación de la Guerra Civil. El examen práctico se celebró en la trasera de la escuela, el examinador recorrió la explanada con el vehículo a gran velocidad en sentido frontal para, a continuación, deshacer lo recorrido marcha atrás; no se desvió en absoluto de la línea recta, solicitó tres voluntarios para ver el nivel general de la clase y, obviamente, se examinaron los que ya sabían conducir, con lo que concluyó el examen. A final de curso y carrera, en 1965, obtuve el carnet de conducir que guardé con celo hasta que adquirí mi primer coche y aprendí a conducir, por necesidades laborales, en Sevilla.

      Como colofón de mis vivencias en casa de Fina, dos anécdotas, una de sesgo escatológico y otra fiel reflejo de la humanidad que atesoraba; un día, estando ausentes los hermanos, se presentaron en casa, dos camioneros de Cabra a los que mi padre, con su mejor voluntad, entregó un paquete con chorizos, jamón, unos dulces y algún dinero; hecho el encargo, uno de ellos de cuyo nombre yo tampoco quiero acordarme pidió ir al servicio; pero hete aquí que al no ser habitual en Cabra, a la sazón, el bidet, este señor, ante la disyuntiva de dónde hacer necesidades mayores, optó por el bidet; cuando llegué a casa pasados unos minutos de su marcha, aún se oía el vocerío de Fina: «¡Guarros, asquerosos, de dónde habrán salido…!». Reímos todos escandalosamente, tanto que alguien recordó las palabras de Jorge de Bustos, el bibliotecario ciego: «La risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos», pero no, no, no parecíamos monos, parecíamos lo que éramos… adolescentes. En 1965 dejamos Madrid y la casa de Fina. Aquel año una hermana de mi madre quedó ingresada en el Hospital Ramón y Cajal con un cáncer de mal pronóstico; a los pocos meses fue desahuciada y trasladada a Cabra en ambulancia, era verano, Fina, haciendo gala de un corazón que no le cabía en el pecho, la acompañó en la ambulancia; al verla derrotada por el viaje me sentí indigno de haber enjuiciado su juventud, recordé su entrega al prójimo sin condiciones, las visitas al Cristo de Medinaceli todos los viernes del año, cómo anhelaba que le llegara el turno para acoger la preciosa capillita de la Virgen del Carmen de madera con labrado gótico y cepillo a sus pies… con qué fe echaba, a escondidas, unas monedas en él y cómo, en la trasera, pegaba algún papel escrito con sepa Dios que ruego desesperado. Estoy convencido que si tenía que saldar alguna deuda moral la saldó con creces.

      A mediados de mayo de 1965 solo faltaba por realizar el examen final de Puertos, en teoría el último de la Carrera; tenía tiempo suficiente para preparar la pequeña parte que me quedaba una vez aprobado el resto de la asignatura por parciales; tras examinarme, en el camino de regreso a casa, lo que debía ser alegría se tornó tristeza, sentía un vacío especial, posiblemente no volvería a recorrer el mismo camino ni a ver la escuela, no tuve ganas de celebrar nada con los compañeros porque entendía que nada había que celebrar, sí me despedí de ellos en la esperanza de vernos en cualquier otro sitio que no fuese la escuela en septiembre. Aquella noche dormí muy mal, inquieto, sentía algo desconocido que ahora, en la senectud, podría definir como una crisis existencial. Cuando amaneciera la rutina diaria habría dejado de presidir mis actos, no sabría qué hacer ni qué rumbo tomar… Estaba acostumbrado a levantarme temprano para asistir a clase… Tenía una carrera en la que había consumido más de quince años de vida. ¡Y qué!, comenzaban


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